domingo, 20 de diciembre de 2015

La paloma del lenguaje


El 9 de diciembre, un día antes de la asunción del nuevo presidente, terminé de releer El año del desierto, de Pedro Mairal. Lo había leído por primera vez en el apogeo del kirchnerismo, en algún momento entre 2010 y 2012, de una copia de la edición española prestada por Santiago Llach. Me gustó tanto el libro que hice taller literario un año con Pedro (aprendí mucho) y cuando finalmente salió la reedición lo compré para tenerlo y lo releí. La relectura, que concluyó como decía un día antes de un cambio que para mí resulta esperanzador, se hizo mucho más leve, menos perturbadora. Porque el planteo de El año del desierto, una novela política en sentido amplio, es ciertamente perturbador.
La historia liberal argentina tradicional reza más o menos así: acá había un desierto (lo cual es obviamente cuestionado), y gracias a ciertos acuerdos políticos y a una élite liberal con una visión de largo plazo, se construyó un país. De a poco se incorporó personas con la inmigración, capital con los trenes e institucionalidad y por un tiempo pareció (dejémoslo así) que la balanza se inclinaba más por la civilización que por la barbarie. Pero el subtítulo del Facundo no es civilización o barbarie sino civilización y barbarie.
En El año del desierto se invierte la historia civilizatoria; en vez de una línea directa de la barbarie a la civilización, arrancamos en el futuro y nos vamos para atrás. Es la gran novela de la involución argentina, de una nación fallida, de un sueño que se convierte en pesadilla (Mairal utiliza muy a menudo en el libro los sueños de sus personajes). En un año, mientras la trama de la novela avanza, Argentina va 500 años para atrás. Para que el truco funcione, algunos personajes (principalmente la narradora) recuerdan el futuro y otros no. Así, la novela arranca con las manifestaciones de 2001 (que son "contra la intemperie", el desierto que avanza de las periferias al centro), y retrocede gracias a referencias a cuestiones políticas, de consumo y de género y de mores públicas, hasta que se da la metáfora más obvia de la involución: la gente se dirige a los puertos de Bahía Blanca y Buenos Aires para volver a Europa, y el Hotel de Inmigrantes pasa a ser el Hotel de Emigrantes.
La verdadera protagonista de la novela deja de ser la narradora, María, para ser Argentina. Es a esta última a quien le pasan las cosas, y la narradora narra como sin darse cuenta la historia del país. En ese sentido, Mairal logra contar la historia argentina para atrás y desde lo que le ocurre a la gente, además de hacerlo notablemente con el mapa de Buenos Aires (y del país) en la cabeza. Sobre una prosa casi siempre precisa y tranquila, Mairal agrega la poética que le conocemos, y el lenguaje adquiere alas. El pelo de María, por ejemplo, es "un solo río adornado con hebillas, cintas, flores" (p. 130)
Al final, María termina con la ciudad en la mente, obsesionada por una cuadrícula que ya no existe - "Tenía el centro de la ciudad en la cabeza. Me agobiaban todas sus esquinas y rincones" (p. 203), como Argentina se obsesionó por años para conquistar aquel desierto. ¿Terminó la involución argentina? Lo sabremos en años o en décadas, pero mientras tanto, lo que parece claro es que no puede haber evolución sin acuerdos. Decía Sarmiento que "la nueva generación" era distinta de los viejos unitarios; que sabía que había que integrar al mundo federal y al unitario. Lo mismo ocurre hoy; si tenemos chances de volver a crecer de manera sostenible tiene que ser con acuerdos. "Me habían espantado del cuerpo la paloma profunda del lenguaje", dice María, y sin palabra no hay futuro.


Otra cita
"Esta ciudad le da la espalda al río, decían como reprochándole algo. Pero había que ver lo que era eso, un río sin orilla de enfrente, sin esperanza de otro lado, sin escape, un río oceánico y barroso, sucio, infinito. ¿Cómo no darle la espalda?" (p. 135)