martes, 26 de diciembre de 2017

Lecturas 2017

  • Durante 2017 leí 39 libros, el máximo desde que llevo este blog de lecturas y casi 10 libros por arriba del promedio 2012-2016.
  • La rareza del año es que leí mucho no ficción: 14 libros, 36% del total. ¿Será casualidad o tendencia?
  • Atento a una búsqueda consciente, leí muchas mujeres en español: 27% de lo leído fue en esa categoría, cuando el promedio 2012-2016 era de apenas 5%. De ellas, las que más me gustaron fueron Romina Paula y Julia Moret. El porcentaje de varones pasó de un promedio de 85% a 60% en este año.
  • De un autor leí tres libros (Cormac McCarthy), de tres leí dos (Pedro Mairal, Romina Paula y Alice Munro).
  • Abajo la lista completa.

Cormac McCarthy, Blood Meridian: sangre.
Alice Munro, Runaway: genia.
Nick Hornby, The Complete Polysyllabic Spree: lecturas.
Gabriela Cabezón Cámara, Romance de la negra rubia: no es lo mío.
Kazuo Ishiguro, Nocturnes: me aburrió y después ganó el Nobel.
Romina Paula, Agosto: amé. 
Jeffrey Eugenides, Middlesex: genial.
Laura Alcoba, La casa de los conejos: no es lo mío.
Cormac McCarthy, Suttree: ¿habré leído demasiado Cormac?
Mariana Enríquez, Los peligros de fumar en la cama: no es lo mío.
Tobias Wolff, In Pharaoh’s Army: genio.
Klaus Gallo, Las invasiones argentinas: me encantó.
Paul Beatty, The Sellout: momentos geniales.
Sergio Sinay, ¿Para qué trabajamos?: superó expectativas.
Michael Chabon, Telegraph Avenue: genio.
Mercedes Güiraldes, Nada es como era: durísimo…
Jonathan Safran Foer, Everything is Illuminated: genial.
Elliott Chaze, Black Wings has my Angel: meh.
Neil MacGregor, Germany: Memoirs of a Nation: espectacular.
Doris Lessing, The Good Terrorist: no me gustó.
John Steinbeck, Of Mice and Men: por algo es un clásico.
Pedro Mairal, Maniobras de evasión: hermoso.
Laura Escliar, Los motivos del lobo: no me volvió loco.
Henry Miller, Tropic of Cancer: me aburrió.
Corinne Maier y Anne Simon, Marx, Freud & Einstein: muy divertido.
Alice Munro, Dance of the Happy Shades: amé.
Cormac McCarthy, The Gardener’s Son: qué lindo leer guiones.
Siri Hustvedt, What I loved: no amé.
Helena Rovner y Eugenio Monjeau, La mala educación: importante.
Raymond Chandler, The Long Goodybye: te amo con todo mi corazón, Raymond.
Julia Moret, La música que llevamos adentro: ¿lo mejor que leí en el año?
Abraham Lincoln, The Gettysburgh Address and Other Writings: genio. 
James M. McPherson, The Battle Cry of Freedom: librazo.
Magalí Etchebarne, Los mejores días: muy lindo y triste.
Pedro Mairal, Salvatierra: paz.
Silvina Giaganti, Tarda en apagarse: genia y amiga.
Romina Paula, Acá todavía: amé (un poco menos que Agosto).
Martín Wilson, El que no salta es un inglés: salta salta salta.
Martín Sivak, El salto de papá: valiente.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Escritura curativa


Leí El salto de papá, de Martín Sivak, “el texto del hijo que ha extendido el duelo durante un cuarto de siglo” (p. 301), y me gustó, aunque menos de lo que parece haberle gustado a otros. Matías Buaso, por ejemplo, lo pone segundo en su lista de los mejores libros de no ficción de 2017, donde pone primero a uno que me gustó más (el de Julia Moret) y quinto a otro que también me gustó más (el de Pedro Mairal).
Más allá de los gustos, El salto de papá es sin duda un libro muy interesante, básicamente por dos razones. La primera es, por decirlo así, accesoria al libro, y es que es una entrada muy especial a la historia argentina desde más o menos 1970 a 1990. Por la vida de Jorge Sivak pasaron una serie de personajes que hacen a esa Argentina: desde artistas amigos como Daniel Viglietti, Chico Buarque o Mario Benedetti, a personajes de la política como Carlos Spadone, Néstor Lorenzo, José Luis Manzano, Fernando Sokolowicz, Mohamed Alí Seineldín, Bernardo Grinspun, Enrique Gorriarán Merlo, Julio Mera Figueroa, el general Lanusse y tantos más. A mí, en particular, me parece más interesante aún porque nací el mismo año que el autor y viví parte de esa historia; recuerdo tratar de entender, desde afuera, ese “caso Sivak” que Martín sufría desde adentro. Además, soy hincha del mismo equipo: Bochini fue un personaje importante de mi niñez también, aunque no lo conocí en esa época; y estuve en la cancha en un partido contra Racing de Córdoba con incidentes que recuerda Sivak, por ejemplo.
La otra razón va más al fondo del asunto: para cualquier hijo es difícil escribir sobre el padre; es difícil imaginar cuanto más difícil debe ser escribir sobre un padre tan larger than life como Jorge Sivak y cuanto más aún si ese padre se suicidó. El libro es sobre este hijo y este padre y también sobre todos los hijos y todos los padres. No es casualidad que el autor haya empezado a escribirlo cuando nació su propio hijo (“El nacimiento me tiró por la cabeza la ausencia de mi tío y de mi papá.” - p. 70) Y el descubrimiento, de alguna manera, que hace el autor es que su padre nunca pudo lidiar con el propio padre. Entre el mandato paterno y la muerte del hermano, Jorge Sivak se vio obligado a ser empresario aunque, como le contara al autor un ex empleado, “A tu papá no le gustaban los negocios. (...) A tu papá le gustaba la gente, hablar con la gente” (p. 262-263); aunque fuera “un imán para negocios inviables” (p. 110)
En el libro Martín hace un poco lo que Jorge no pudo: pensar sobre el padre, quererlo y separarse a la vez, lo que parece más fácil de lo que verdaderamente es. Hacer esto requiere siempre algo de valentía, y más en este caso. Por eso, todo lo que no me gustó del libro resulta bastante secundario si se piensa en el libro como el proceso mismo en el que el autor está haciendo eso, con honestidad y valentía: “¿Por qué papá se tiró por la ventana y nos dejó huérfanos? (...) Empecé este libro con la pretensión candorosa de creer que así cerraría su historia; en realidad, apenas pude continuar nuestras historias de otra manera.” (p. 300)

lunes, 11 de diciembre de 2017

Saltar, flotar



Leí El que no salta es un inglés, la ópera prima de Martín Wilson. Creo que su segundo libro, Qué paja ir al centro, me gustó más. Pero acá está también todo lo que hace que esté bueno leer a Wilson: su verdad, su tono y su mirada.
El libro, que es una cosa rara, ni una novela ni una colección de poesía ni una selección de cuentos pero un poco de las tres, empieza con esta oración: “Mi vida es una mentira.” (p. 5) Estoy seguro de que hay mucho en el libro que no es verdad, pero también que acá hay verdad. Que Wilson cuenta su verdad y es una verdad que, además, me resulta muy familiar en muchas cosas; vivimos en un mundo parecido, en un lugar parecido, y nos escapamos de él de maneras parecidas (el fútbol, las palabritas).
Hablando de su hermano cuenta eso de él mismo. De cómo se escapó. “Él no se escapó, el escapista fui siempre yo. Me escapé de cerca, quedándome en el lugar en el que nací por casualidad, yendo y viniendo, haciéndome argentino, saltando para no ser inglés, siguiendo a Boca Juniors y cuidando al borracho.” (p. 21) El libro cuenta esa verdad suya con ese tono. Los mejores momentos del libro, y son varios, son aquellos en los que cuenta su dolor, su verdad, con una liviandad abrumadora. Quizás le quedó de la estirpe inglesa el stiff upper lip, la resistencia a dramatizar lo cotidiano.
Wilson va caminando por la vida y nos cuenta lo que ve. “A casa volví caminando. Fueron casi cuarenta minutos observando vidas, departamentos, casas, árboles, autos, motos, cosas que uno ve cuando camina, pájaros, palomas, semáforos, parejas, hojas en el suelo, hojas bailando en un remolino de viento.” (p. 56) Nos cuenta lo que ve afuera y lo que ve adentro. Y en esa caminata y esa liviandad está lo mejor y lo peor del libro. A veces parece que le falta un poco de trabajo, que podría haber construido más. Y puede ser que me guste más el Wilson de los poemas interminables en los blogs en Facebook en los mails. Pero me pregunto si esto no es un poema enorme de cincuenta páginas. Y si el punto no es justamente esa liviandad para mirar la vida, como una hoja arremolinada, ver la verdad a los ojos como cuando se miente (“Una vez, un viejo que conocí en el bar El Odeón jugando al truco me dijo que para mentir hay que mirar bien a los ojos” - p. 8), pero sin perder esa mirada liviana, que solo parece inocente y despreocupada.

lunes, 4 de diciembre de 2017

Tener una vida


Leí Acá todavía, de Romina Paula, de quien también leí Agosto, que creo que me gustó más. Acá todavía es como una instantánea de una chica, Andrea, en un período muy especial de la vida en el que tiene que decidir de alguna manera si va a crecer o no, si va a terminar de salir de ese capullo que es la familia de origen y hacer algo. Las dos grandes preguntas son sobre la pareja (eso que armamos cuando salimos de eso que se desarma) y la voluntad (eso que hacemos cuando ya no hay quién nos diga qué hacer). Y creo que las respuestas a ambas preguntas quedan abiertas, como tiene que ser para una chica de esa edad (y como es, más o menos, para todos, o al menos para muchos.)
La novela está dividida en dos partes: “Todavía” y “Acá”. En la primera Andrea acompaña al padre en el hospital del que no saldrá vivo. Asistimos, así, a la destrucción final de una familia que ya estaba (casi) rota, como (casi) todas. En la segunda parte, además de enterrar al padre, hay una especie de proyección pero que no termina de decidirse. La proyección en una nueva pareja parece artificial: “Decidir brindarle de repente todo y el tiempo a un perfecto desconocido, a un advenedizo, un nadie, darle todo porque sí, porque huelan mis partes y las tuyas, olámonos, chupémonos, lamámonos, ¿qué podía tener eso de tan especial?” (p. 39)
Andrea nos va contando su pasado, sus amores o enamoramientos, y la vemos perseguir, a su manera, otros objetos de deseo. Pero en el fondo la búsqueda es más interna, como si un otro fuera necesario para encontrarse a uno mismo: “un novio/a, ¿no es lo más parecido a un interlocutor constante de la propia vida, otro que acredita que uno, en efecto, está vivo y que, por ende, tiene continuidad? (...) Todos o la mayoría necesitamos que alguien nos oiga al caer, que diga qué ruido hicimos, para acreditar que hemos sido.” (p. 133) Ahí la cuestión de la pareja se liga con la de la voluntad, el deseo de desplegarse en la vida. Algo que a Andrea le cuesta, que parece no terminar de lograr. Y se pregunta: “el ambiguo derrotero de la voluntad; ¿es acaso algo de lo que se hace o de lo que se deja de hacer? ¿Uno consigue que algo suceda emprendiendo acciones que lo conduzcan hacia la meta, o deseando y atrayendo la meta hacia sí?” (p. 123-124)
Lo notable de la novela es la mirada de la vida interna de esta chica, con una sensibilidad que abruma, y con un tono y un sonido extraordinarios. En un momento se torna medio mágico, sobre todo en la parte uruguaya, que tiene algo del Levrero de la trilogía involuntaria; pero lo que no para nunca es ese tono íntimo, interior, y esa pregunta sobre sí misma y sobre cómo salir de ese lugar en que todavía está. Y un poco así la dejamos a Andrea, que está ahí todavía, basculando, sin decidirse. Como le dice al hermano: “viste que opino bien, lo único que no puedo es tener una vida yo, aparentemente.” (p. 130)