lunes, 20 de noviembre de 2023

A newsroom on the wire

Estuve viendo dos series viejas muy distintas, The Wire y The Newsroom.

El que primero me habló de The Wire fue @braunmi hace por lo menos ocho años. Quien me recordó de su existencia, hace unas semanas, fue @estebanschmidt, que republicó en Un correo de Esteban Schmidt una vieja reseña. Ahí me di cuenta de que ahora sí tengo HBO y podía verla y aproveché un viaje de mi esposa para meterle: bien que hice, porque es una serie violenta y cruda, de las que ella no disfruta. Además, a la mitad de mi consumo problemático de The Wire (llegué a ver más de tres episodios de una hora en un día) vi una nota en The Economist donde se la menciona como una de las grandes series de un momento de oro de la televisión que ya habría terminado.

Más allá del juicio sobre la televisión actual, The Wire es realmente extraordinaria: cinco temporadas con cinco capas sobre el mundo marginal de una ciudad marginal. En cada una de las temporadas se va agregando una capa: en la temporada uno es una serie de policías contra narcos; en la segunda se agrega el papel de los obreros del puerto de una ciudad post-industrial y de los contrabandistas que juegan con ellos; en la tercera entra la política y vemos experimentos sociales; en la cuarta la política toma un papel más importante y se le suma la escuela, el sistema educativo y los chicos para los que el menudeo de drogas es el camino de ascenso social más claro; y en la quinta entra un periodismo también en decadencia, con redacciones que se van reduciendo. Y a través de todo esto una gran mirada sobre esa ciudad, sobre ese mundo, con un idioma que suena real, el de los negros de las esquinas, el de los políticos, el de los policías, el de los portuarios, cada uno distinto. Y con todos los ingredientes que los autores quisieron incluir: la violencia, la droga, el sexo (sexo explícito, heterosexual, inter-racial, entre chicas, entre chicos), la decadencia institucional, política, económica, social, todo puesto ahí, no embellecido, algo que actualmente, según The Economist, es un poco más difícil. The Wire es el show don’t tell de Hemingway llevado a su máxima expresión: te cuenta todo, no juzga nada.

Sobre todo, The Wire muestra cómo se reproduce todo este mundo que parece tan lejos del ideal. Los gangsters capos son asesinados o encarcelados y aparecen otros. Lo mismo con los drogones, con los altos mandos policiales, con los chicos que venden en la esquina, con los estudiantes en la escuela. (Una directiva de la escuela le dice a Prezbo, un ex policía que deviene maestro, que no se encariñe demasiado con un chico, que ya vendrán nuevos al año siguiente, y en una de las últimas escenas de la serie lo vemos al chico inyectándose heroína).

La reproducción de la cadena del narcotráfico, de la cadena policial, de la cadena política, de la cadena periodística; se van unos, vienen otros, y al final del día todo queda más o menos igual. Y ese igual es una mierda, claro; una situación en la que no parece haber ninguna correlación entre los “buenos” y la victoria o la derrota; y ni siquiera es muy claro si hay buenos y quién gana y quién pierde (salvo, claro, cuando matan a alguno y es game over); todo va a seguir más o menos así, mal, con un ejército de drogones perdidos (drug fiends), abastecidos por tipos que van a matar para controlar el negocio mientras son perseguidos por un cuerpo policial sin ganas o sin capacidad de cambiar nada, a su vez dirigido por políticos que piensan en su carrera más que en los resultados, y todo cubierto por periodistas no siempre comprometidos con la verdad (y cuyo compromiso con ella no necesariamente es positivo para sus carreras).

Poco antes de comenzar este consumo había empezado a ver, esta sí acompañado, The Newsroom, que terminé de ver poco después de terminar The Wire y que podría considerarse básicamente su opuesto. Como prácticamente toda obra de Aaron Sorkin, The Newsroom es una obra moral: así como The West Wing nos comentaba cómo sería un presidente y un equipo presidencial perfectos, The Newsroom nos muestra un periodista y equipo periodístico perfectos. No hay malos en The Newsroom así como no hay buenos en The Wire. Por supuesto hay conflicto entre los buenos –sobre todo el presentador de noticias Will McAvoy y la productora McKenzie McHale– y otros que son menos buenos –sobre todo el presidente de la cadena, que los presiona para que suban el rating comprometiendo la calidad–. Pero al final los no tan buenos se dan cuenta, son persuadidos por argumentos o encuentran la fibra moral necesaria para darles la razón a los buenos-buenos. Y los buenos-buenos, claro, ganan, y el mundo es mejor, cambia para bien o hay esperanza de que lo haga, porque si las noticias se reportan mejor, los ciudadanos podrán votar mejor, ganarán los políticos reformistas, que pondrían, por ejemplo, mejores policías que hagan que menos narcos vendan menos drogas, que más chicos escapen al doble riesgo de ser narco o drogón.

Esto me recuerda, como he recordado tantas veces, una gran escena del Nixon de Oliver Stone donde Nixon mira un retrato de Kennedy y le dice algo así como que los americanos ven en JFK aquello que quieren ser mientras que en él ven lo que realmente son. The Wire es algo bastante parecido al mundo real en el que vivimos, todo revuelto, por momentos revulsivo, donde se ganan algunas y se pierden un montón, donde los que tratan con todo a veces pierden porque uno no dio un mensaje o porque sí, porque es muy difícil, mientras que The Newsroom es el mundo ideal donde todos querríamos vivir. Y las dos pueden ser disfrutadas igualmente, a pesar de la desolación de una y la ingenuidad de la otra.

lunes, 13 de noviembre de 2023

Jugar en primera

 


Leí con gusto Las grandes ligas, colección de cuentos de Ignacio Valiente ganadora del premio del Fondo Nacional de las Artes 2022. Y la disfruté más al sentarme a escribir sobre ella, porque son cuentos engañosamente sencillos: detrás de una prosa directa, casi clínica, se esconden temas y formas más complejas.

Temáticamente hay de todo. Desde un encuentro de personas muy distintas (un candidato a intendente y un pequeño niño) con problemas distintos en un mismo lugar (la boca) hasta la soledad de una chica o la historia sexual de un hombre contada desde la vejez hacia la niñez, hay de todo en Las grandes ligas. Lo que hay en común es esa prosa directa, el understatement, la falta de estridencia del lenguaje. Doble click sobre el understatement. en “Hacer un hombre” se manifiesta haciendo que el cuento termine donde podría comenzar: se relata cómo dos hombres llevan a un joven a cumplir con su rito de iniciación y termina cuando lo dejan allí, a punto de enfrentar peligros desconocidos. En “Las amigas” lo no dicho parece ser el meollo: el periodista que es el narrador entrevista a Rita y Nelly buscando información sobre “el morocho”, que el lector imagina como Gardel, como para no olvidarnos de que la tradición va más allá de la literatura, y sobrevuela la pregunta sobre si es o no es, pero la pregunta parece ser menos sobre su nacionalidad que sobre su orientación sexual. Sobre todo, lo que hay en común es una manera de vivir que es preguntándose sobre este misterio que es la vida: ¿qué le pasa al otro, qué nos pasa a nosotros, cómo vamos de un casillero al otro? Es difícil decir de un libro que se trata sobre la vida misma sin parecer un idiota, así que para no parecerlo diría que es sobre el preguntarse sobre la vida misma; lo cual lleva incluso en alguna oportunidad a decirse de algún personaje que convertirá su sufrimiento en literatura (“Tema libre”).

El segundo punto que haría sobre este libro, siguiendo a partir de la palabra “literatura”, es que se inscribe claramente en la tradición. Las grandes ligas es un libro argentino no en el sentido de que ocurra en la Argentina o de que sus personajes sean argentinos (volveré a esto) sino en el sentido de que parece dialogar con la historia argentina y con la tradición literaria argentina. Seguramente me pierda un montón de conexiones posibles (¿”Desiertas cosas” se vincula con “La invención de Morel”?), pero esto lo veo sobre todo en “El desierto de neón” y “Las invasiones”. “Las invasiones” es un cuento un poco críptico, evidentemente argentino pero confundiendo tiempos y sucesos, en el que durante el virreinato un líder anarquista escapa hacia la otra orilla y cruza no tanto a otro país sino a otra época y termina con esta afirmación tan borgeana: “Gaspar Benavidez va en coche al muere” (p. 161). El cuento incluye también la borgeanísima expresión “la unánime noche” (p. 159) y parece una alegoría de un país atrapado en su propio pasado, una mirada sobre el país que también me remite al Mairal de El año del desierto.

Mi favorito de la colección también va en esta línea. “El desierto de neón” ocurre en Las Vegas, donde un gaucho moreno salido de un cuento de Borges, o que podría ser primo de Cruz, se propone “reconquistar la Patagonia” perdida en la Campaña del Desierto. Para ello busca reclutar como inversor a un jugador profesional, el narrador, en un cuento que junta lo ridículo con lo histórico, haciéndome recordar también al Soriano de Triste, solitario y final: humor, historia argentina, mirada argentina sobre Estados Unidos. El humor es otra constante; el cuento que le da el nombre a la colección tiene a una banda metalera vegana y un protagonista que es adicto al sexo con licencia psiquiátrica y tío de un adolescente que se llama Pibo.

Finalmente, rara vez los cuentos son transparentes o directos. Hay casi siempre cierta opacidad: las cosas casi nunca son como parecen, o no exactamente como uno las imagina. A veces esa opacidad es clara, digamos: en “Desiertas cosas” un pequeño grupo de humanos rescata objetos que trae el mar o de pueblos desiertos para arreglarlos y venderlos, quizás en un mundo post-apocalíptico, pero no sabemos dónde ni cuándo estamos. (El desierto es un concepto importante también en la tradición argentina). En otros casos las cosas están corridas o modificadas o confundidas, como lo que sería el Río de la Plata en “Las invasiones”, donde parece ser que esta orilla está en el siglo XIX y la oriental en el XXI; o una Buenos Aires transformada, con un aeropuerto Ezeiza Norte, una “autopista híbrida” y un “túnel del oeste” en “El adulto responsable”.

En definitiva, una muy interesante colección de cuentos que resulta más interesante todavía cuando uno tiene que pensarla un poco: “Las grandes ligas” claramente juega en primera.