lunes, 9 de marzo de 2020

Llegar a la luna


Leí Moonglow, una novela que no me volvió loco de uno de mis escritores favoritos, Michael Chabon. De Chabon leí (y amé) The Yiddish Policemen’s Union, un policial negro situado en una Alaska colonizada por judíos; Telegraph Avenue, una oda a Oakland y a la música contada a través del encuentro entre personajes negros y judíos; y The Amazing Adventures of Kavalier and Clay, una belleza situada en Nueva York entre 1930 y 1950 que mezcla el amor de Chabon por el cómic con la oposición al nazismo. 
Moonglow es una novela planteada como si fueran las memorias que el narrador (Mike) hace de su abuelo, construida principalmente por unos pocos encuentros mientras el nieto y su madre cuidaban de él poco antes de morir, en una casa en la zona de San Francisco. La novela trae algunos elementos ya conocidos del arsenal de temas típicos y obsesiones del autor (temas judíos, el Holocausto) y otros que no conocía (cohetes espaciales, tarot). 
Sentado al lado de la cama, Mike escucha a su abuelo contar su historia; y muchos años después, descubre piezas faltantes del rompecabezas para entender más sobre él y, sobre todo, sobre su abuela, lo que lo lleva a escribir el libro con esas fuentes más sus recuerdos y los de su madre. La vida del abuelo fue desde la costa Este hasta la Segunda Guerra Mundial, se acercó al mundo de la conquista del espacio y terminó en Florida. Pero en el medio se dedicó, sobre todo, a tratar infructuosamente de arreglar, como un ingeniero, a su abuela, que había logrado escapar de la Europa de la guerra pero no sin dramáticos efectos sobre su psiquis. (“Desde el principio eso fue parte de lo que lo atrajo de ella: no el hecho de que estuviera rota sino su potencial para ser arreglada y, más aún, el desafío que significaría arreglarla”. (p. 93) 
Como decía, no me volvió loco, quizás porque la novela está un poco demasiado desordenada, para mí gusto, en su ida y vuelta en el tiempo y en la vida del abuelo. Pero igual la disfruté mucho por momentos excelentes (por ejemplo, “su pecho tan extenso que podría haber alojado turbinas”, p. 7), porque Chabon es una máquina de fabricar escenas que parecen reales y porque, con todas sus limitaciones, no podés dejar de amar un poco al abuelo: por ejemplo, cuando tiene este diálogo: ‘“Te podrían mandar a la cárcel.” “Estuve en la cárcel,” dijo mi abuelo. “Pude leer un montón.”’ (p. 113). O cuando imaginaba colonizar la luna para ir con su esposa, imaginando que allí habría dos reglas: “En la luna no había capital que moliera al hombre trabajador de la luna. Y en la luna, a 230.000 millas del hedor de la historia, no había locura ni recuerdo de la pérdida.” (p. 86)
Moonglow es triste porque siempre, al final, hay más pérdidas y derrotas. Como dice el abuelo: “Estoy decepcionado en mí mismo. Mi vida. Toda la vida, todo lo que intenté, sólo lo hice por la mitad. Tratás de aprovechar el tiempo que tenés. Eso es lo que te dicen que hagas. Pero cuando sos viejo, mirás para atrás y ves que todo lo que hiciste, con todo ese tiempo, es un desperdicio. Solo tenés una historia de cosas que nunca empezaste o que no pudiste terminar. Cosas por las que peleaste con toda tu alma para construir y que no duraron, o contra las que peleaste con toda tu alma para que desaparecieran y siguen ahí. Estoy avergonzado de mí mismo.” (p. 241) Y por eso, también, lo querés un poco, por lo lejos que siempre estuvo de llegar a la luna.

lunes, 2 de marzo de 2020

Ya no sos igual



Leí El otro, el mismo (1964), que Borges define en el prólogo como el preferido entre sus libros de poemas, y decidí hacer una lectura muy personal y más incompleta.
En el “Poema conjetural” (p. 261/262), uno de los poemas más famosos de Borges, el doctor Francisco Laprida, unitario (liberal, gorila), es derrotado por los federales (nacionalistas, peronistas) y enfrenta la muerte. Un hombre que pensó que sería de letras, termina muriendo en batalla (acá Laprida es también Borges, que eligió las letras no sin algo de culpa o de vergüenza). Pero Laprida no se deprime sino que se llena de un “júbilo secreto” porque al fin se encuentra con su “destino sudamericano” al entrar “el íntimo cuchillo” en su garganta.
¿Cuál es el “destino sudamericano”? ¿Que el unitario muera por el federal, que el liberal pierda con el peronista? ¿Destino sudamericano es victoria de la barbarie, bananización de la Argentina? ¿O que de alguna manera se produzca, no una síntesis, sino una representación de la contradicción permanente entre civilización y barbarie? ¿Es el destino argentino repetir cada generación esa contradicción? Si es así, puede haber júbilo en morir representándola. Para Feinmann es esto último, el poema hace de esa contradicción una definición de argentinidad: “El cuchillo de la barbarie completa el rostro del doctor en leyes”. Yo, hoy, lo leo en clave personal: no quiero ser esa contradicción, no quiero vivir en la guerra permanente entre civilización y barbarie (tampoco quiero vivir en la barbarie). Dice Feinmann que Borges leyó (mal) su propio poema más de esta última forma; que “lo escribió cuando ya sentía sobre él la amenaza del peronismo”, y de hecho se publicó justo un mes después del golpe del 4 de junio de 1943 (y en La Nación). Que lo leyó más como muestra de la derrota de un bando que de la permanencia de esa vieja grieta.
En “Sarmiento” (p. 294) quizás hay más apoyo para la versión de Feinmann. El sanjuanino “Es él. Es el testigo de la patria, / el que ve nuestra infamia y nuestra gloria / la luz de Mayo y el horror de Rosas / y el otro horror y los secretos días / del minucioso porvenir.” En “Oda escrita en 1966 (p. 338/339), con su ya famoso “Nadie es la patria, pero todos lo somos” quizás menos: no se ve allí contradicción de dos polos, aunque sí diversidad, empezando, cuando no, por la diversidad entre quienes escriben versos y quienes empuñan espadas. Es verdad que, desde 1943, pasaron una cuantas rondas de este juego, y la historia se repite, como tragedia, como farsa y como cuántas cosas más…
“A quien está leyéndome” da fuerzas para emprender. Dice que somos invulnerables porque ya estamos muertos, que si nos damos cuenta de eso podremos vivir. Me recordó a una escena que amé de la miniserie Brothers in Arms en la que un teniente le dice a un soldado que la única manera de pelear es creer que ya se está muerto. El soldado comienza a pelear. Y poco después muere. Parafraseando a Arendt, los humanos sabemos que vamos a morir, pero no nacimos para eso. Nacimos para hacer cosas. Como nacimos para hacer cosas y como sabemos que moriremos, deberíamos hacer las cosas que queremos hacer y donde queramos hacerlas, porque igual ya estamos muertos.
Amé “Texas”: me llevó a un cruce de Houston a San Antonio, solo, viendo la Pampa de ellos y sintiéndola propia, y queriéndola un poco propia también. Traté de hacer una traducción y la primera versión fue floja y después vi que había una buena, que está acá. También, más borgeanamente, me recordó a lecturas, a los cowboys tardíos de Cormac McCarthy.