lunes, 26 de octubre de 2020

El que no llora no mama

 

El año pasado, pensando en emigrar, me puse a leer a Borges. Decidí leer las obras completas, de principio a fin, y avancé mucho en ese camino, empezando por acá y llegando hasta acá. Pero ese camino también lleva para atrás, así que me anoté en los cursos de lectura de La Ilíada y La Odisea, y recuperé de mi biblioteca el Facundo y el Martín Fierro. Estos días estuve leyendo el Martín Fierro y me es imposible no leerlo políticamente (y anacrónicamente), como una enunciación de dos tendencias muy negativas de la historia argentina: individualmente, la posición de víctima y falta de responsabilidad individual; colectivamente, una mirada totalmente negativa del Estado, de lo público, de lo colectivo.

En la ida, quizás el verdadero Martín Fierro, un gaucho canta sus pesares. Martín Fierro tenía una buena vida (“Yo he conocido esta tierra / en que el paisano vivía / y su ranchito tenía / y sus hijos y mujer… / Era una delicia el ver / cómo pasaba sus días” - 133-138) pero ese pasado de oro se vino abajo: “pero ha querido el destino / que todo aquello acabara”  (251-252) El culpable de todo eso no es él sino, principalmente, el Estado. El juez de paz lo “tomó entre ojos” por no votar (343) y es reclutado para la milicia; allí, el coronel lo hace “trabajar en sus chacras” (418). Luego sufre: “a pie y mostrando el umbligo, / estropiao, pobre y desnudo. / Ni por castigo se pudo / hacerse más mal conmigo.” (661-666). Martín Fierro se escapa como desertor y vuelve al pago, donde ya no quedaba nada: “Volvía al cabo de tres años / de tanto sufrir al ñudo, / resertor, pobre y desnudo” (1003-1005) Pero claro: “No hallé ni rastro del rancho, / ¡sólo estaba la tapera!” (1009-1008)

Al volver, triste, cae en el alcohol y mata a un negro en un baile (1235-1238) y luego mata a otro gaucho (1305). Fierro se convierte en un prófugo, un gaucho matrero, y trata de culpar de eso al Estado, al poder, poniéndose en lugar de víctima: “Él anda siempre juyendo, / siempre pobre y perseguido; / no tiene cueva ni nido, / como si juera maldito; / porque el ser gaucho… ¡barajo! / el ser gaucho es un delito.” (1319-1324) Fierro vaga como matrero hasta que una cuadrilla lo alcanza; él se defiende solo (se resiste a la autoridad, claro), hasta que el moreno Cruz da el salto: “y dijo ‘Cruz no consiente / que se cometa el delito / de matar ansí un valiente!’.” (1624-1626)

Luego Cruz le cuenta a Martín Fierro su historia (cantos X al XII), que es prácticamente la misma. Hay un pasado de oro (“Grandemente lo pasaba / con aquella prenda mía / viviendo con alegría / como la mosca en la miel. / ¡Amigo, qué tiempo aquél! / ¡La pucha que la quería!” - 1765-7770). Y ese pasado glorioso se cae por culpa del poder, de la corrupción, de la arbitrariedad de la autoridad: un comandante le trata de robar su mujer, hay un enfrentamiento, mata a un hombre y tiene que huir: “Alcé mi poncho y mis prendas / y me largué a padecer / por culpa de una mujer / que quiso engañar a dos. / Al rancho le dije adiós, / para nunca más volver.” (1873-1878) Ambos personajes matan, y ambos aducen que fueron llevados a ello por culpa de otros. Para ambos, la vida es sufrimiento; dice Cruz: “Amigazo, pa sufrir / han nacido los varones; / éstas son las ocasiones / de mostrarse un hombre juerte, / hasta que venga la muerte / y lo agarre a coscorrones.” (1687-1692).

Los dos hombres tan parecidos (“astilla del mesmo palo” al decir de Fierro, 2144) se van juntos para el desierto. Pero antes Fierro nos presenta su antropología: Dios hizo distinto al hombre porque le dio “el corazón” (2160), “el entendimiento” (2166) y “le dio al hombre más tesoro / al darle una lengua que habla” (2171-2172) “Pero tantos bienes juntos / al darles, malicio yo / que en sus adentros pensó / que el hombre los precisaba, / que los bienes igualaban / con las penas que le dio.” (2179-2184) (Imposible no recordar a La Ilíada, c. XXIV, v. 521: "Los dioses condenaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza, y solo ellos están libres de cuitas. En los umbrales del palacio de Zeus hay dos toneles de dones que el dios reparte: en el uno están los males y en el otro los bienes.” Y hay muchas otras similitudes en estos cantos épicos nacionales.)

Leyendo Borges, en algún momento se me ocurrió hacer un ensayo con tres puntos: Sarmiento, la dicotomía civilización y barbarie y el intento “civilizador”; Borges como el testigo del triunfo de la barbarie, Argentina llegando a su destino sudamericano; Mairal como el punto final, la Argentina regresando a Europa en El año del desierto. Esa idea de ensayo olvidaba a Fierro; uno de los primeros héroes de la literatura argentina, Fierro ya deja la civilización para adentrarse en el desierto bárbaro. Mientras parte de la tradición argentina veía al Estado como civilizador y ponía la mirada en el futuro, otra parte, ya en 1872, veía al Estado como destructor de individuos y ponía la mirada en el pasado, en un pasado glorioso que después podemos todos llorar. Ese llanto es permanente y casi universal, más allá de que los liberales pongan ese pasado glorioso en 1880-1914, los peronistas tradicionales en 1945-1955 y los kirchneristas en 2003-2011. En el Martín Fierro no hay proyecto colectivo, el Estado es corrupción y opresión; ni hay proyecto individual más que el de huir y llorar a ese pasado que ya no está, ese paraíso perdido.

lunes, 19 de octubre de 2020

De padres e hijos


Terminamos La Ilíada y seguimos con su secuela, La Odisea, también en equipo y con el liderazgo de Santiago Llach, un viaje quizás menos intenso pero seguramente más amable que el de Ulises.

La Odisea relata el trabajoso regreso de un héroe (Odiseo o Ulises, rey de Ítaca) de la guerra de Troya a su tierra, la ciudad griega de Ítaca; y lo que pasa en esa ciudad durante su ausencia y con su llegada. Todo esto, a su vez, está de alguna manera digitado por Zeus como un juez, Poseidón que opera contra Odiseo y Palas Atenea que lo apoya.

De un lado, en el regreso, a Odiseo le pasa de todo. (Esto es, claro, si le creemos a Odiseo, como veremos después). Odiseo y sus compañeros salen de Troya, llegan a Ismaro donde tiene dos batallas; luego a Lotofagia donde son drogados; en la isla de los Cíclopes son atrapados (y algunos comidos) por Polifemo. Luego pasan por Eolia y por Lestrigonia (de donde solo logra partir una nave) y por Eea (donde Odiseo es “retenido” por Circe), van al Hades (el lugar donde van los espíritus de los muertos), vuelven a Eea, pasa por las sirenas (apenas unos párrafos de esto tan recordado), por Escila y Caribdis, comen lo que no debían en Tinacria y son castigados, de manera que Odiseo llega solo a Ogigia, donde otra vez es “retenido” por una mujer sobrehumana, Calipso. (Uso las comillas porque Odiseo por momentos parece bastante contento de ser retenido, porque ambas, según cuenta Odiseo lo quisieron para marido y le ofrecieron la inmortalidad. Si nos olvidamos de los dioses, todo esto podría leerse como un esposo y padre que duda, y mucho, de si regresar o no a la casa. Y más aún si dudamos de Odiseo, como debemos hacer, como diré más tarde.) Finalmente, Odiseo es liberado por Calipso y termina en la tierra de los feacios, que finalmente lo llevan tranquilamente a Ítaca.

Mientras tanto, en Ítaca, desde hacía unos cuantos años los Pretendientes, hijos de la nobleza de Ítaca y alrededores, intentaban casarse con Penélope, la esposa de Odiseo y madre de Telémaco, y abusaban de la hospitalidad de estos. Penélope les daba largas diciéndoles, famosamente, que se casaría con alguno de ellos al terminar una tela que tejía de día y destejía de noche, ardid que es luego descubierto. Cuando comienza el libro, Penélope está en problemas, los Pretendientes llevan años allí y Telémaco está en el umbral de la adultez. A partir de una sugerencia de Palas Atenea, Telémaco viaje en busca de noticias de su padre (quizás también de apoyos), lo que lleva a los Pretendientes a intentar matarlo. Cuando regresa a Ítaca, su padre también regresó, y juntos matan a todos los Pretendientes y a quienes les fueron desleales en una matanza sangrienta. Odiseo se reencuentra primero con Penélope y luego con su padre, Laertes y, cuando los padres de los Pretendientes buscan una venganza (quizás también reconquistar el poder), los tres varones del linaje se enfrentan a ellos hasta que Palas Atenea y Zeus imponen la paz. (Termino y veo que me quedo sin aliento al resumir todo en dos párrafos...)

Lo que más me impresiona de La Odisea es que se pueda ver de tantas maneras distintas aún ciñéndose al texto. (Si uno va más allá del texto y se mete más en la mitología, en los simbolismos, etc., las interpretaciones son quizás ilimitadas.) La Odisea puede verse al menos de las siguientes maneras: (1) como una historia de aventuras, un rey que vuelve de la guerra;  (2) una historia de amor, con un hombre que hace cualquier cosa por volver al hogar y una mujer que lo espera contra todo pronóstico; (3) un thriller político; ante el vacío creado por la ausencia, un grupo usurpa el poder, que luego es reconquistado por el rey, quien a su vez rechaza un contra-ataque; (4) una historia sobre el valor de la literatura, con Odiseo como un gran narrador que usa los relatos para dar sentido (y a veces forma) a la realidad; (5) el primer Bildungsroman de la historia, que cuenta como Telémaco se hizo hombre; (6) un tratado psicológico sobre las identidades masculinas.

Bueno, sí, exagero con lo de “tratado psicológico”, pero mi mirada quizás un poco básica y literal del texto tiene que ver con estas últimas dos opciones: La Odisea es ante todo un libro sobre lo que se transmite de padres a hijos, de cómo se construye la identidad a partir del padre y de la lealtad que se le debe al padre. (Si fuera culto, seguramente tendría que hacer una comparación con Edipo Rey pero no me da el cuero. Y si fuera osado, hablaría de mi padre enfermo y de no tener descendencia masculina).

Cuando comienza, Telémaco está solo en el palacio; su madre se oculta y se desespera de no tener a un hombre que la proteja de los Pretendientes, que “se mofaban de Telémaco y le zaherían con palabras”. (II, 323) Animado por Atenea, Telémaco emprende un viaje investigativo, iniciático o diplomático en busca del padre. A ojos de un lector contemporáneo, el viaje no parece demasiado exitoso, pero lo es: Antínoo, jefe de los Pretendientes dice “¡Gran proeza ha realizado orgullosamente Telémaco con ese viaje! ¡Y decíamos que no lo llevaría a efecto! (...) De aquí en adelante comenzará a ser un peligro para nosotros” (IV, 663) y luego tratarán de asesinarlo. Los Pretendientes califican al viaje de “gran proeza” (XVI, 346) y dicen que al volver del viaje “él sobresale por su consejo e inteligencia y nosotros no nos hemos congraciado totalmente con el pueblo.” (XVI, 375). Era un niño de quien se mofaban todos y al volver del viaje y encontrarse con el padre, “todo el pueblo lo contemplaba con admiración”. (XVII, 64) Dice que ya no es un niño (XVIII, 228) y al poco tiempo lo vemos poniendo freno a los Pretendientes (XVIII, 410; XX, 267; XX, 315) Y hasta manda a la madre a tejer; Telémaco es ahora (hasta que se revele Odiseo) el hombre de la casa: “Vuelve a tu habitación, ocúpate de las labores que te son propias, el telar y la rueca” (XXI, 350)

A la progresión de Telémaco se le superpone la progresión nominal del linaje: Telémaco empieza solo contra los Pretendientes. Después llega Odiseo y son dos contra ellos; el canto XXI termina con esta hermosa imagen: Odiseo “hizo con las cejas una señal. Y Telémaco, el caro hijo del divinal Odiseo, ciñó la aguda espada, asió su lanza y, armado de reluciente bronce, se puso de pie al lado de la silla, junto a su padre.” (XXI, 432) Y hacia el final se juntan con Laertes y los tres, abuelo, padre e hijo, se enfrentan a las fuerzas enemigas. Esa foto, de los tres juntos entrando a la batalla, me recordó a la escena de las Crónicas Canallas de Santiago Llach (un libro sobre el futbol como algo transmitido y que une a padres e hijos) en la que abuelo, padre e hijo paran en una ruta a hacer pis en la banquina. Dice Laertes: “¡Qué día este para mí, amados dioses! ¡Cuán grande es mi júbilo! ¡Mi hijo y mi nieto rivalizan en ser valientes!” (XIV, 514) No es casualidad que cuando Odiseo va al Hades y se encuentra con el alma de Aquiles, éste le pregunte por su hijo y por su padre: “dime si [mi hijo] fue a la guerra para ser el primero en las batallas, o se quedó en casa. Cuéntame también si oíste del eximio Péleo, y si conserva la dignidad real” (XI, 492). Y, finalmente, hay una historia secundaria que se cuenta muchas veces: la de Agamenón. Al volver de Troya, Agamenón es asesinado por el Egisto, el amante de su mujer Clitemnestra, y vengado luego por su hijo Orestes. Ser leal al linaje es la clave de la masculinidad y que puedan decir de uno: “De tal padre eres hijo”. (IV, 206) (El tema de la lealtad es uno más de los temas importantes del texto.)

La otra lectura, cara a los literatos, es la de La Odisea como alegato literario, donde Ulises aparece como un gran narrador. Los personajes de La Odisea narran; cuando Telémaco visita a Néstor, éste le cuenta de Troya: “Padecimos infortunios sin cuento. ¿Cuál de los mortales hombres podría referirlos?” (III, 114), pregunta, haciéndole un guiño a Homero, el que parece poder contarlo todo. Odiseo en más de una oportunidad ensalza a los aedos, a los poetas; le dice al aedo de los feacios: “¡Demódoco! Más que a hombre alguno te reverencio, porque el don que posees lo recibiste de la Musa, hija de Zeus, o te lo concedió Apolo.” (VIII, 487) Más tarde dice: “No creo que haya nada tan agradable como escuchar al aedo” (IX, 5) Y solo el aedo y el heraldo sobreviven a la matanza de los Pretendientes en Ítaca. Escuchar historias deleita el alma: como dice Eumeo, “Estas noches son inmensas, hay en ellas tiempo para dormir y tiempo para deleitarse oyendo relatos”. (XV, 392)

Pero Odiseo no solo escucha; él es el gran narrador de La Odisea. Primero, Odiseo le relata a los feacios todos sus dramas para regresar a casa en los cantos IX a XII. Después, al llegar a Ítaca, Odiseo cuenta historias falsas, para usar la sorpresa contra los Pretendientes, inventando un pasado a Eumeo el porquerizo y a Penélope; luego hace lo mismo, aunque por un tiempo menor, con Laertes, a pesar de no haber ya necesidad para hacerlo. Ese tercer relato “mentiroso” no tiene objetivo, y nos hace dudar incluso del supuesto relato “real” hecho a los feacios. Como hizo en Troya dentro del caballo, Odiseo se esconde, se disfraza siempre. Y con esas fantasías él opera sobre la realidad. De hecho, cuando uno piensa en Ulises, su gran arma es esa, la mentira o, para decirlo de otra manera, la capacidad de engañar a los otros; es experto en ardides. Apenas llega a Ítaca, se encuentra con Atenea (que viene también disfrazada) y le empieza a relatar una fantasía sobre cómo llego allí; y ella le contesta riendo: “Astuto y falaz habría de ser quien te aventajara en cualquier clase de engaños, aunque fuese un dios el que te saliera al encuentro. ¡Temerario, invencionero, incansable en el dolo!” (XIII, 291) Odiseo es un gran narrador; como le dice Eumeo a Penélope, Odiseo parece un poeta: “Como se contempla al aedo, que, instruido por los dioses, les canta a los mortales deleitosos relatos, y ellos no se sacian al oírle cantar, así me tenía transportado”. (XVII, 518)

Odiseo usa cosas ciertas y falsas para crear relatos que parecen verdaderos – “De tal suerte forjaba su relato cosas falsas que parecían verdaderas” (XIX, 203) – y al hacerlo opera sobre la realidad (reconquista su lugar en Ítaca y conserva a su esposa, no como Agamenón); y nos habla de la realidad, de lo que es ser un hombre y de cómo eso se relaciona con ser hijo y con ser padre. Y quizás por eso, por todo lo que significa esto, es que esta sea probablemente la lectura más larga desde que tengo este blog: el camino del lector puede ser trabajoso, sin duda, pero lo es mucho menos cuando se lo hace en compañía.