lunes, 29 de abril de 2019

La cuestión del otro


Alerta de autobombo: en este post a domicilio, mi amiga Noelia Torres (@violetaviolento) reseña mi propia novela.


Leí este libro antes de que estuviera impreso, lo leí antes de que fuera lo que es ahora, mucho antes de que tomara la forma definitiva que tiene en este momento: tapa, contratapa, color, páginas, una historia. Esta es mi lectura en este ahora sólido y referencial.
La historia de su protagonista, Javier, es el recorrido viral y contemporáneo de un hombre que va camino hacia ninguna destrucción material, importante o decisiva. Simplemente está envejeciendo, simplemente sucede que está casado.
La vida que se cuenta en esta novela en primera persona - digo novela pero podría clasificarla como una comedia romántica de enredos amorosos durante la crisis de la mediana edad - es una que ocurre en un rincón específico de Buenos Aires, de Chile, del mundo, en el espacio cuneiforme del corazón donde se encuentran las emociones y los deseos de los que desean el amor - personajes, lectores, todos - aunque sepan muy bien cómo definir ese deseo o a ese concepto tan raro como combustible.
Leí la historia de un hombre que no se rebela en el sentido causal de la molestia cotidiana, si no en el sentido de aquel que muestra ese lado que tenía escondido hasta para sí mismo. Hasta se fabrica a sí mismo un altillo-escondite.
Todos los personajes de esta novela se encuentran y se pierden a sí mismos entre otros y por otros. Esa es la cuestión del otro. Está ahí, no podemos negarlo porque al mismo tiempo queremos cosas con ellos y de ellos. Javier, Elena, Ana, las hijas, los jefes, las y los amantes, los granos de arena en las playas febriles y estáticas de las vacaciones familiares.
Stanley Cavell en su libro “Pursuit of Happiness” titula la introducción con esta frase “Palabras para una conversación” y en él desglosa los mecanismos de las películas románticas de Hollywood de la década del 30 y 40.
Los mismos 40 que tiene Javier y como las olas de sus playas familiares llegan para recordarle o hacerle olvidar algunas cuestiones propias y ajenas.
Palabras que significan palabras, palabras que forman discursos, palabras que forman novelas, palabras que dicen sí quiero, sí acepto, hasta que la muerte o el divorcio nos separe. Estas respuestas no son, me parece, más que preguntas que tenemos que conocer para lograr entender su valor.
La enseñanza del mundo occidental contemporáneo pareciera ser algo así: las cosas cuestan, el amor y el matrimonio cuestan.
Pero esta novela nos dice finalmente algo como esto, que el amor solo se trata de amor. Y el matrimonio también.
Leí este libro y pensé en eso.
En amor.

lunes, 15 de abril de 2019

El arte de vivir



Leí El nervio óptico, de María Gainza, un libro raro, a mitad de camino entre la historia del arte y la narrativa, y entre la novela y un conjunto de relatos. Es la historia de una narradora que es oveja negra del patriciado argentino e historiadora del arte, y va y viene siempre entre esas cosas: lo que le pasa como hija del patriciado argentino y como historiadora del arte, apuntes sobre cuadros y pintores, regreso a su propia historia personal, y la imbricación entre una y otra cosa.
De hecho, el libro está construido en díadas. Es un conjunto de once textos, cada uno de los cuales junta un pintor con una persona de la vida de la narradora. La vida artística y la vida real, digamos así. Porque esa es la vida de esta narradora, que está cruzada siempre por el arte. De hecho, el libro empieza con un equívoco que no lo es: “A Dreux lo conocí un mediodía de otoño” (p. 11). Pero Dreux es un pintor que murió en 1860: la narradora nunca lo conoció, conoció su obra, pero para ella una cosa y la otra es casi lo mismo. Ese primer capítulo del libro termina con esta otra oración: “tampoco sé por qué lo estoy contando ahora, pero supongo que siempre es así: uno escribe algo para contar otra cosa”. (p. 20) Ella escribe de su vida para contar de sus cuadros o, más bien, habla de sus cuadros para contar su vida: “así de ambiguas me resultan las cosas de este mundo, siempre admiten por lo menos dos lecturas.” (p. 26) Además, “terminar de entender las cosas vuelve rígida la mente.” (p. 51)
Hay algo que hace que a mí me cueste entender, más allá de que el problema, mi problema, según la narradora, parece ser justamente eso de intentar entender. Lo que me cuesta es que a mí no me pasa con la pintura algo ni remotamente parecido a lo que le pasa a la narradora. De viaje voy cada tanto a algún museo, pero en mi ciudad casi no lo hago. La narradora puede decir que “Rothko no te entra por los ojos sino como un fuego a la altura del estómago” (p. 90) o de un cuadro de Rousseau que “dicen que hace temblar el piso bajo tus pies”. (p. 118) Más aún, puede describir poéticamente un cambio en la trayectoria de un pintor: “Una noche de invierno, un viento helado comenzó a soplar a través de sus imágenes” (p. 140), dice de El Greco.
A mí nunca me pasó algo así con un cuadro. Como lector, ese es un aprendizaje: hay un poco de envidia porque no logro vivir eso, pero sobre todo se agranda mi mundo, entiendo que hay gente que vibra así. Por lo demás, hay temas que se repiten: los ojos y la mirada; los animales, hay animales por todo el libro, y la narradora dice hacia el final que ella misma ha “vivido como un animal acosado” (p. 155); y la clase, la clase como una jaula: “Una jaula es perversa: no te sofoca sino que te acostumbra a vivir con la mínima cantidad de aire indispensable.” (p. 105) Pero al final del día, es un libro sobre el arte y sobre cómo nos puede ayudar a vivir mejor: “¿Acaso una buena obra no transforma la pregunta ‘qué está pasando’ en ¿qué me está pasando’?” (p. 124)

lunes, 1 de abril de 2019

El progreso y sus enemigos



Leí Enlightenment Now, de Steven Pinker, un libro maravilloso y monumental que defiende los logros de la civilización occidental en un momento en el que abunda el pesimismo cultural. Esos logros, dice Pinker, se remiten a un momento específico de la humanidad, la Ilustración, que inauguró una avenida de progreso a partir de cuatro valores: la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso. “El principio de la Ilustración de que podemos aplicar la razón y la simpatía para aumentar el florecimiento humano puede parecer obvio, remanido, viejo. Escribí este libro porque me he dado cuenta de que no lo es. Más que nunca, los ideales de la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso necesitan una defensa incondicional.” (p. 4) Eso es lo que hace Pinker en las 400 páginas que siguen de una manera sistemática y profunda, con una prosa clara, con humor y alegría y empatía hacia todos los que habitamos y hemos habitado este planeta.
Es cierto, también, que se me hizo largo; aunque en parte eso se dio porque tengo hoy peores condiciones de lectura que hace unos meses (¡qué vuelva el tren a Retiro pronto!), yo recomendaría saltearse algunos capítulos, sobre todo de la segunda parte. En la primera sección, Pinker establece algunas bases teóricas. Primero define a trazos gruesos la Ilustración y luego algunas de las fuerzas básicas que enfrenta la humanidad: la entropía (que en una visión muy básica significa que las cosas decaen); la evolución y la naturaleza; y la información o inteligencia. Como síntesis, el humano es un producto de la evolución que usa la inteligencia para combatir la entropía: “Volviendo a la evolución, un cerebro armado por información en el genoma para realizar computaciones sobre información que viene de los sentidos podría organizar la conducta del animal de una manera que le permitiera capturar energía y resistir la entropía.” (p. 21) La Ilustración, dice Pinker, es lo que logró una explosión de los logros de la inteligencia para resistir la entropía.
La segunda parte es la que se me hizo más larga. En contra de lo que dicen algunos contrincantes de la Ilustración (movimientos religiosos, nacionalistas o culturales), la Ilustración funcionó. En 17 capítulos, Pinker discute sus logros en términos de aumento de la expectativa de vida, mejoras de la salud y del sustento, aumento de la riqueza, reducción de la pobreza y de la desigualdad, menos guerras y más seguridad, menos terrorismo, más democracia, igualdad de derechos, más conocimiento y mejor calidad de vida. La evidencia es abrumadora. Esto no implica, dice Pinker, que todo sea perfecto; tenemos problemas (donde los ambientales son quizás los más obvios), pero lo que ha demostrado el ser humano es la capacidad de ir resolviendo esos problemas a través de la razón.
¿Por qué no vemos este progreso si es tan evidente? Por un lado, porque “la naturaleza del periodismo interactúa con la naturaleza de la cognición para hacernos creer” (p. 41) que el mundo está peor. Además, porque hay una actividad humana particularmente importante que es particularmente refractaria a la razón: la política electoral, que fomenta el tribalismo en lugar de la discusión informada. Pero “no debemos dejar que la existencia de sesgos cognitivos y emocionales o los espasmos de la irracionalidad del campo político nos disuadan del ideal de la Ilustración de perseguir implacablemente la razón y la verdad.” (p. 383) En definitiva, “La recompensa de una democracia secular cosmopolita está ahí a la vista de todos. Igualmente, la atracción de las ideas regresivas es perenne, y por ello siempre hay que defender a la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso.” (p. 452)

Originales de las citas usadas
“The Enlightenment principle that we can apply reason and sympathy to enhance human flourishing may seem obvious, trite, old-fashioned. I wrote this book because I have come to realize that it is not. More than ever, the ideals of reason, science, humanism, and progress need a wholehearted defense.” (p. 4)
“Getting back to evolution, a brain wired by information in the genome to perform computations on information coming in from the senses could organize the animal’s behavior in a way that allowed it to capture energy and resist entropy.” (p. 21)
“Whether or not the world is really getting worse, the nature of news will interact with the nature of cognition to make us think that it is.” (p. 41)
“However long it takes, we must not let the existence of cognitive and emotional biases or the spasms of irrationality in the political arena discourage us from the Enlightenment ideal of relentlessly pursuing reason and truth.” (p. 383)
“The bounty of a cosmopolitan secular democracy is there for everyone to see. Still, the appeal of regressive ideas is perennial, and the case for reason, science, humanism, and progress always has to be made.” (p. 452)