lunes, 21 de julio de 2025

La secuela

 


Terminé tan absorbido por The Handmaid’s Tale que fui directo a leer su secuela, The Testaments, que es un libro muy diferente y mucho menor.

En gran medida The Testaments es como un apéndice al libro original: además de continuar la historia, de contarnos un poco qué pasó con Offred después del final de The Handmaid’s Tale, nos explica más el mundo de Gilead, cómo era, cómo fue que se estableció esa teocracia sobre una parte de lo que era Estados Unidos y cómo fue que se fue forjando su élite. En ese sentido, por momentos suena menos como una novela que como un ensayo sobre los orígenes y el funcionamiento de Gilead, aunque hecho novela. (Aldous Huxley publicó un libro de ensayos sobre Brave New World 26 años después: Brave New World Revisited).

Por otro lado, The Testament es una novela. La novela está construida con los testimonios de tres mujeres: dos testimonios como testigos de dos mujeres jóvenes que sufrieron a Gilead, y el testimonio escrito de una de las principales autoridades femeninas del régimen. Y está muy bien construida y se lee muy bien y es notable cómo ecualiza los distintos tiempos de los tres relatos. La disfruté y la leí en muy pocos días porque no la quería dejar. Pero no es verdaderamente una novela distópica porque hay salida, porque las tres mujeres, de alguna forma, logran mantener su humanidad, su voluntad, y arriesgan todo para enfrentar el régimen. En ese sentido, un poco me desilusionó; mi sensación es que agregando explicaciones y argumento hacia adelante se desmerece un poco lo construido en la novela original, que este libro reduce en vez de aumentar.

 

Algunas citas y comentarios

“Cada una tenía un lugar en Gilead, cada una prestaba servicio en su manera y todas eran iguales en los ojos de Dios, pero algunas tenían dones que eran diferentes de los dones de otras” (p. 164) “Everyone had a place in Gilead, everyone served in her own way, and all were equal in the sight of God, but some had gifts that were different from the gifts of others”. Es casi una cita directa a Animal Farm”: todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros.

“Gilead tiene un problema desde hace mucho tiempo, querido lector: para ser el reino de Dios en la tierra, tiene una tasa de emigración vergonzosamente elevada.” (p. 112) “Gilead has a long-standing problem, my reader: for God’s kingdom on earth, it’s had an embarrassingly high emigration rate”. Es el argumento más obvio que se hacía a los países detrás de la cortina de hierro y que aún se hace a Cuba.

“Creemos que usted, con su entrenamiento privilegiado, está bien calificada para ayudarnos en mejorar la preocupante carga sobre las mujeres que ha sido causada por la sociedad decadente y corrupta que estamos aboliendo ahora” (p. 174). “We believe that you, with your privileged training, are well qualified to aid us in ameliorating the distressing lot of women that has been caused by the decadent and corrupt society we are now abolishing.” La gran ironía de los regímenes totalitarios es cuánto tienden a justificar su existencia los grupos humanos a quienes terminan por oprimir.

“Reino del terror, solían decir, pero el terror no reina, precisamente. En cambio: paraliza. Por eso el silencio no natural” (p. 277). “Reign of terror, they used to say, but terror does not exactly reign. Instead it paralyzes. Hence the unnatural quiet.” Parece sacado de Arendt.

“Obediencia, sumisión, docilidad: estas eran las virtudes requeridas” (p. 291). “Obedience, subservience, docility: these were the virtues required.”

lunes, 14 de julio de 2025

Resistir con palabras

 


Leí The Handmaid’s Tale (1985), de Margaret Atwood (de quien leímos también Life Before Man, de 1979, y Alias Grace, de 1996). Las tres son novelas que podríamos llamar feministas, pero lo son de maneras muy distintas. La primera es básicamente un triángulo amoroso, casi una novela “normal”, para decirlo de alguna manera, pero donde casi toda agencia está en las mujeres. La segunda es una reconstrucción de un crimen real cometido por una mujer, y en donde la cuestión de género está muy presente, es una historia de crimen reconstruida como novela. The Handmaid’s Tale es, finalmente, una distopía dramática en la que Estados Unidos ha desparecido para dar lugar a Gilead, una teocracia totalitaria patriarcal que le quita todo derecho a las mujeres, al punto tal de obligar a un conjunto de ellas a procrear hijos de los hombres más importantes del país (los “comandantes”).

Para mí fue imposible leer The Handmaid’s Tale (nunca la había leído antes y conscientemente no vi la serie ni la película para leer la novela antes) sin pensar en las otras grandes distopías que he leído. Y se me ocurrió hacer un taller de lectura de distopías sumando a esa Brave New World de Aldous Huxley (1932), 1984 de George Orwell (1949), Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (1953) y The Road de Cormac McCarthy (2006). Ampliaremos. Pero lo que resalto acá como idea, quizás como hipótesis, es que las distopías comparten generalmente la idea de la deshumanización, que el individuo inserto en una distopía, ya sea un régimen totalitario como el de Orwell o el de Atwood, o un mundo en estado de naturaleza postapocalíptico como en McCarthy, va perdiendo el carácter humano.

Así, Offred se da cuenta del verdadero poder de Gilead cuando ve que está dispuesta a cualquier cosa para sobrevivir, casi como un animal: “No quiero ser una muñeca colgando de la Pared, no quiero ser un ángel sin alas. Quiero seguir viviendo, en cualquier forma. Renuncio libremente a mi cuerpo, a los usos de otros. Pueden hacer lo que quieran conmigo. Soy abyecta.

Siento, por primera vez, su verdadero poder” (p. 294). Cuando Hannah Arendt escribe sobre el totalitarismo se refiere a esto, a regímenes opresivos que buscan negar la esencia humana, incluyendo la capacidad de amar. En el régimen de Gilead no parece estar permitido amar, y eso los deja al borde de la muerte: “nadie se muere por falta de sexo. Es por falta de amor que nos morimos” (p. 109).

Mi segundo comentario es que, mientras nos oprime, la novela de Atwood no deja de darnos belleza. Me parece brillante una escena en que la Esposa le pide a Offred que la ayude con su madeja de lana, y así nos metaforiza con una imagen la opresión del régimen: “Coloca la madeja de lana sobre mis dos brazos extendidos, comienza a enrollar, estoy amarrada, parece, esposada; entelarañada, sería más cercano” (p. 209). O esta manera en que hasta lo natural parece oprimido: “La luna en el pecho de la nieve recién caída. El cielo está claro pero es difícil distinguirlo, debido a los reflectores, pero sí, en el cielo oscurecido sí flota una luna, recientemente, una luna que desea, una fina rodaja de piedra antigua, una diosa, un guiño” (p. 104).

Y el tercer comentario es sobre la historia, sobre contar la historia. En The Handmaid’s Tale (como en su continuación The Testaments, ampliaremos), quizás contar lo que se vive o se vivió, rescatar la palabra, aun con el temor de que nadie jamás lea o escuche sus palabras, es de lo último que se pueden agarrar los narradores para sobrevivir, para mantenerse humanos. La palabra como el último salvavidas en un naufragio. No es casualidad, claro, que en el nuevo régimen se prohíba a las mujeres leer y escribir:

“Si es una historia lo que estoy contando, entonces yo tengo control sobre el final. Entonces habrá un final, de la historia, y la vida real vendrá después.

No es una historia lo que estoy contando.

También es una historia lo que estoy contando, en mi cabeza, mientras sigo adelante” (p. 45). Y contar la historia es también un antídoto contra la soledad, aunque sea totalmente imaginario: “Al contarte cualquier cosa estoy por lo menos creyendo en vos, creo que estás ahí, con mi creencia en vos te hago existir. Porque te cuento esta historia mi voluntad crea tu existencia. Cuento, por lo tanto sos” (p. 275).

Al final, siempre, la literatura nos salva.


Detalle

Alguien, creo que @hernanii, decía hace poco que le divertía de la ciencia ficción la diferencia entre aquello que parecía obvio que existiría en ese futuro imaginado y no existe (por ejemplo, autos voladores) y entre lo que a nadie se le ocurrió que existiría y hoy sí existe. Pues bueno, los historiadores del año 2159 de “The Handmaid’s Tale” reconstruyen un aparato para escuchar cassettes del pasado, pero luego deben encargarse del “meticuloso trabajo de transcripción”. En 2025, claro, la IA te transcribe horas de audio en minutos.


Originales de las citas 

“I don’t want to be a doll hung up on the Wall, I don’t want to be a wingless angel. I want to keep on living, in any form. I resign my body freely, to the uses of others. They can do what they like with me. I am abject.

I feel, for the first time, their true power” (p. 294).

“nobody dies from lack of sex. It’s lack of love we die from” (p. 109).

“She fits the skein of wool over my two outstretched hands, starts winding, I am leashed, it looks like, manacled; cobwebbed, that’s closer” (p. 209).

“The moon on the breast of the new-fallen snow. The sky is clear but hard to make out, because of the searchlights, but yes, in the obscured sky a moon does float, newly, a wishing moon, a sliver of ancient rock, a goddess, a wink” (p. 104).

“If it’s a story I’m telling, then I have control over the ending. Then there will be an ending, to the story, and real life will come after.

It isn’t a story I’m telling.

It’s also a story I’m telling, in my head, as I go along” (p. 45).

“By telling you anything at all I’m at least believing in you, I believe you’re there, I believe you into being, Because I’m telling you this story I will your existence. I tell, therefore you are” (p. 275).


domingo, 6 de julio de 2025

Black Sabbath (cuento)

Atardecer desde la rambla. Foto: Fernando Santillan. 
 

Debuté el 13 de febrero de 1992 en la sala de calderas del Edificio Baleares, en la parada 4 de la Mansa, Punta del Este, Maldonado, República Oriental del Uruguay; un pedazo de tierra muy cercano a la Argentina pero, en esa fecha, un pedazo extraoficial del Estado de Israel. Como me dijo mi colega Sergio Butelman tomando un café en El Greco muchos años después de aquel debut, un día en el que estaba intentando convencerme de que dejara la agencia multinacional en la que laburaba para ir a la agencia boutique que él estaba armando: podemos negociar las alturas de Golán y la Franja de Gaza, pero Punta del Este en febrero es nuestro.

Recuerdo con precisión la fecha de mi debut porque era el cumpleaños de mi papá. El último cumpleaños de papá, que hoy hubiera cumplido 77 años, pero no quiero hablar de eso, sino de ese otro aniversario que se cumple hoy.

Mi novia se llamaba Daniela, Daniela Grunwald, y era muy linda de una manera no convencional. Tenía una nariz un poco más grande de lo que su cara permitía, quizás demasiado ancha, pero siempre me pareció que eso le daba carácter, aunque también hacía más difícil nuestros besos: yo soy decididamente narigón, así que las apretadas con Dani a veces se ponían un poco incómodas en ese sector; se rozaban cosas que no debían rozarse. Dani tenía labios grandes, repletos de ganas y juventud, y ojos verdes; no era pelirroja, pero tampoco rubia, algo en el medio, pero no una mezcla. La combinación era rara, una cara exótica. Cuando con los chicos del colegio se hacían listas de las cinco más lindas y de las cinco más feas, no era inusual que Dani apareciera en listas de los dos tipos.

Con Dani habíamos empezado a salir el año anterior, en cuarto año del colegio. A mí me gustaba desde hacía mucho tiempo, pero no me animaba mucho a encararla. No, no es así. Me corrijo. La verdad es que me daba un poco de vergüenza. Hoy me da vergüenza decirlo, pero en ese momento me daba vergüenza encararla porque sabía que muchos amigos me iban a joder con que estaba saliendo con una mina fea. Gabi se está apretando a un bagayo. Además, se decía que era rapidita. Y como si eso fuera poco, y esto es lo que realmente me avergüenza: muchos de mis amigos eran antisemitas culturales; quiero decir, jamás hubieran aceptado su antisemitismo, pero tampoco hubieran aceptado a Dani. Y yo lo sabía. Y como era un cagón (o soy un cagón, no sé, por algo veinte años después, hoy, acá, en vez de pensar en mi papá trato de pensar en Dani) no la encaraba.

Igual, para ser honesto, hay que decir que no la encaré. Siempre me costó un poco eso, así que mis planes eran más complicados, y tenían que ver con tratar de forzar situaciones como para que estar juntos fuera la conclusión casi natural de lo que había ocurrido hasta allí. De más está decir que eso significó un track record lamentable de mi parte. En este caso las cosas sucedieron de manera menos ligada con la voluntad que con el azar. Tampoco es que la jugué de amigo; teníamos buena onda y compartíamos banco en una electiva (historia en inglés, nivel avanzado, con un profesor irlandés, pelirrojo y barbudo), pero no es que teníamos charlas y ese tipo de cosas como yo sí tenía con otras chicas. Simplemente un día, en la fiesta de Majo Ricciardi, quedamos solos en un lugar que parecía planificado según mis designios, aunque siendo honesto conmigo mismo debo decir que no lo fue. Yo me había ido al fondo del jardín de la casa de los papás de Majo, en Lomas de San Isidro, al costadito de un quincho viejo, a fumar un pucho lejos de los grandes que custodiaban el evento. (Ahora pienso que, seguramente, esos grandes, que tendrían diez años más de los que tengo yo, seguramente estaban menos interesados en custodiarnos que en emborracharse y tirotearse entre ellos, como me cuenta mi hermanito, mi hermano ya, que se tirotean las mamis y papis del colegio de sus hijos. En mi vida de soltero todo es más directo). Me senté en un banco de listones de madera, como los de las plazas, con la pintura verde inglés descascarándose de a poco, y al rato Dani apareció medio de la nada y se sentó en el banquito conmigo.

¿Me das una seca?, me dijo, y le pasé el cigarrillo en silencio. Pitó hondo, exhaló, lo tiró al fondo, detrás de una planta.

¿A cambio te puedo dar un beso?, le dije, sin pensarlo, se me impuso, como un bostezo.

Giré la cabeza hacia la derecha para darle un beso y como vi sus ojos cerrados y los labios para adelante le di un pico.

Ella abrió los ojos y me agarró la cabeza con las dos manos y abrió un poco los labios que parecían una ola perfecta a punto de llegar a una playa y me plantó un hermoso beso húmedo en los labios. Después se levantó y se fue. Tenía un vestido verde corto que mostraba mucha pierna; yo me quedé mirando eso, sus piernas cobijadas por medias negras que tenían algún tipo de dibujo geométrico. Subí la mirada cuando vi que ella miraba para atrás; sonrió una sonrisa chiquita girando la cabeza para un lado y para otro y se fue.

Decir que empezamos a salir ese día sería una exageración. Después de todo, teníamos 16. Pero bailamos juntos, o por lo menos cerca, en algunas fiestas; a veces almorzábamos juntos, saliendo del colegio sin darnos la mano. Nos pusimos oficialmente de novios –porque en mi época pasaba eso; nos poníamos de novios, el chico tenía que preguntar y la chica responder– el día después del cast party.

Todos los años en mi colegio hacíamos una obra de comedia musical, bajo la dirección de un profesor que era un genio y un loco. Se anotaban los chicos que querían, había pruebas de canto y de baile, el director elegía los papeles, otros nos anotábamos para todo lo técnico: escenografía, luces, música. Practicábamos y trabajábamos por meses, hacíamos unas diez funciones en cuatro fines de semanas y todo terminaba con una gran fiesta en el salón de actos del colegio. Las cast parties, fiestas del elenco, eran famosas por estar poco custodiadas por las autoridades.

El día de la fiesta de 1991 hicimos con unos amigos un set de cuatro o cinco canciones: Juan en guitarra y voz, Paqui en batería, Paul con la segunda guitarra, Corcho en teclados y yo en el bajo. Dani y su amiga Mary hacían los coros. Tocamos "De música ligera", "Knocking on Heaven's Door" (versión Guns 'n' Roses), "With or without you" y un par más. Yo era muy malo tocando, y me estresaba mucho tocar en vivo, no me relajaba. sino que me exigía todo el tiempo, y siempre me terminaban doliendo los dientes y la mandíbula por la tensión. El final del set lo sentí como una gran liberación, así que cuando llegó el turno de saludar a Dani, después de ir haciendo high fives con todos los compañeros de banda, la abracé y le di un beso. Como no estaba pensando bien, todavía nervioso y liberado por tocar en vivo, le di un beso largo en la boca y medio que nos pusimos a apretar ahí parados arriba del escenario. El nabo de Nacho, que estaba a cargo de las luces, apagó todo y nos apuntó con el spot, y le hizo una seña a Martín, el DJ, para que apagara la música. Cuando volvíamos a la casa de Paqui en un 168 casi vacío, Paqui me dijo que durante algo así como medio minuto, todo el elenco estuvo mirándonos apretar: todo oscuro, todo silencio, y Gabi y Dani apretando en el escenario bajo la luz del spot, abrazados, pegados por las bocas y los brazos y las pelvis y las ganas contenidas durante semanas.

Al día siguiente, que era sábado, la llamé. Me atendió el papá y corté. Llamé media hora más tarde: me atendió el papá y pedí por Dani. ¿Quién sos? Gabriel Marcone. ¿Marcone?, dijo, y me pareció ver una mueca de disgusto. Cortá, papá, dijo Dani, y escuché el click. Hola. Hola. Fue medio raro lo de ayer, ¿no, Dani? Sí: muy. Bueno, no sé, pensé... ¿querés ser mi novia? Se hizo un silencio. Dale, me dijo. Y ese es otro momento en el que podríamos decir que empezó todo.

Hoy también podría empezar todo, pero no parece. La cabeza a veces te dice que sí, que hay tiempo si hay ganas, pero el estómago te dice que estás un poco jugado. Que lograste lo que lograste, que enderezaste la empresa de tu viejo como para que tu vieja no quedara en banda; que después hiciste tu camino en publicidad y que quizás se te pasó lo otro, la familia, que quizás ser tío es suficiente.

Ahí, ese día, empezó algo y tres meses después la pasé a buscar a pata por el Edificio Baleares, ya oficialmente de novios. Mis viejos tenían un departamento en la Punta, no tan lejos del Baleares. Era ese horario extraño en el que por la rambla Dr. Claudio Williman pasaban autos volviendo de las playas de más lejos, cruzaban de las playas de la Punta madres con chicos en sus manos, pareos y ojotas de colores; chicos ya vestidos caminando hacia Gorlero para comer una pizza en Chopp Garden y jugar unos fichines en FunTime; y, en la otra dirección, en dirección al templo, chicos de pantalones negros y camisa blanca con kipás en la cabeza.

Edgardo Grunwald abrió la puerta y dijo ah, sos vos; pasá flaco. No estaba muy copado conmigo pápele Grunwald. Pasá, nene, pasá que hace frío, me dijo la mámele, Adriana, que me quería un poco más. Jamás hubiera aceptado una goi para su hijo menor, que tenía 11, pero conmigo estaba todo bien. Edgardo tenía una empresa textil, hacía elásticos para calzoncillos, y Adriana hacía unos knishes de papa que merecían por lo menos una nota en Radio Jai.

Al rato yo estaba caminando por la rambla con la mina más linda del mundo. A esa altura se me había pasado toda la vergüenza y Dani me parecía hermosa, y más esa noche: se había puesto una pollera y una musculosa negras, se había pintado, tenía la piel con un color increíble por el sol. Levité hasta uno de los restaurantes típicos de la zona del puerto, Lo de Tere, en donde mi viejo festejaba invariablemente su cumpleaños, porque si algo era papá era un hombre de rutinas. Desde ese día nunca volví a Lo de Tere; cada vez que alguien me dice de ir logro torcer la elección de restaurante o bajarme del programa.

Me gustaría poder decir que recuerdo más de esa comida de cumpleaños. Estaban mamá y papá, por supuesto; mi hermana con su novio de entonces, Alejandro, el mejor novio que tuvo, el que más la quiso –por supuesto terminó casándose con el opuesto: el más hosco, el menos sólido, el que se deshilacha día a día–; y mi hermanito. Sé que papá comió el risotto de mar, porque siempre pedía lo mismo. Mamá estaba como siempre, mirando todo desde otra dimensión, su cabeza como arriba de un mangrullo, centinela de la decencia, segura en un mundo que mi viejo le había construido, mirando a Dani con la seguridad de que no sería más que una novia pasajera.

Cuando terminamos. desandamos el mismo camino: desde Lo de Tere al Edificio Baleares. Volví a caminar muchas veces ese camino, pero nunca más como un hombre virgen. Esa última caminata virgen por la rambla Williman no fue especial más que por eso; íbamos charlando, de la mano, hablando mal de ese novio de mi hermana que ahora me parece tan copado, recordando los interminables partidos de cabeza que había jugado ese día con mis amigos en la playa, viendo pasar los autos para un lado y para el otro, el tráfico permanente de Punta del Este en temporada.

Cuando llegamos al Baleares el ascensor se había roto. Va' satené que caminá, botija, me dijo el guardia de la noche, que ya era casi un amigo (era hincha de Nacional y yo estaba tratando de convencerlo de que en Argentina adoptara a Independiente como su cuadro). Así que agarramos la puertita medio despintada que daba a las escaleras de servicio, pero en vez de subir guié a Dani con mi mano derecha hacia las escaleras que iban para abajo, apretándole la mano, torciéndosela apenas. Los ojos de Dani se abrieron un poco y la cabeza se inclinó hacia un lado por la sorpresa, pero al toque me sonrió y vino con ganas.

Al terminar de bajar llegamos a un pasillo apenas iluminado por dos lamparitas sin aplique, colgando de un agujero. A unos metros había una puerta que decía sala de máquinas. Probé y cedió. ¿Te parece, Gabi? Dale, vamos, dije, y entramos. Hacía calor. En una habitación grande, de unos ocho metros por cinco, había muchos caños y un par de tanques grandes, las calderas; tachos de pintura, sombrillas en desuso y ¡gloria al Señor! un par de reposeras con la pintura resquebrajada, listas para ser lijadas y puestas a punto para el servicio de playa. La sala de máquinas estaba pintada de gris (la parte de abajo) y blanco (la de arriba), y apenas iluminada.

Cerré la puerta con cuidado y llevé a Dani más para adentro. Enfrentados, nos tomamos las dos manos. Nos besamos. La llevé hacia la pared. Pará, Gabi, me vas a ensuciar toda la ropa. Me apoyé yo sobre la pared y estuvimos ahí un buen rato. Dos chicos de 16 pueden estar besándose una temporada entera, parando sólo para ir a mear cada tanto. En algún momento puse mi mano debajo de la pollera. ¡Cómo había mirado esa cola esos días en la playa! Ahora la tenía en mis manos. Qué lindo. A partir de ahí todo fue cada vez más rápido y más rápido y más fuerte, como en una canción metalera, con el doble bombo. Me arrodillé y le bajé la bombacha y empecé tocarla y ella me decía que sí o que no, apenas, con un movimiento, con un susurro, con algo, yo me concentraba para entender las señales, para leer sus movimientos y sonidos como las notas de una partitura. Y no lograba asentarme del todo, me temblaba la mano, así sí, así no. Me desabrochó el jean negro, y puso su mano adentro de mis calzones, lo que me dio unas cosquillas raras que casi me hicieron acalambrar y me dijo ¿tenés, no? entre besos y yo le dije que sí, que tenía muchas ganas, que me moría de ganas, un forro, Gabi, ¿tenés un forro, no? y sí, sí, me acordé de ese forro guardado hacía meses en la billetera y lo saqué y se me cayó al piso y lo levanté y ahí fuimos hasta una de las reposeras, yo agarrándola a ella con una mano y a mis jeans con la otra, con cuidado de no trastabillar.

Volví por la rambla Williman y en mi cabeza sonaba “Paranoid”, de Black Sabbath. Ese ritmo rápido, eufórico y euforizante, el rasguido cortito y los dos y uno largo del final: chaca chaca chaca chaca chaca chaca chaca chaca chaca - cha-cha chaaaaaa. Caminaba por la rambla pensando en Dani y se me paraba de vuelta, el Shabat ya en proceso, y yo todavía sin saber que era el último cumpleaños de mi viejo, mi última noche virgen.

Ahora estoy en mi departamento, solo, en otro cumpleaños de papá sin papá, en otro aniversario de mi debut. Miro a la computadora y miro a mi living con las luces apagadas; veo en los estantes algunos de los premios publicitarios de mi carrera, las fotos de mis sobrinos, la foto de mis viejos solos; al costado, el bajo nuevo en el pie y el amplificador, porque sigo tocando mal, pero ahora suena mejor porque el equipo es mejor. Casi a oscuras, mi laptop me ilumina la cara como un spot en el escenario. Suena "Paranoid", "Necesito alguien que me muestre las cosas de la vida que no puede encontrar / debo ser ciego no veo las cosas que dan felicidad" dice y veo las fotos que subió Dani a Facebook, una tras otra tras otra tras otra tras otra, su cara igual y distinta, cambiada e igual y no me decido a mandarle un mensaje y preguntarle en qué anda.