lunes, 15 de septiembre de 2025

El peor de los mundos

 


Leí Dystopia. A Natural History, de Gregory Claeys porque, como les contaba, estoy leyendo distopías y organizando un taller para leer y comentar distopías: acá más información. La historia natural de las distopías de Claeys es una enormidad y, por momentos, al rastrear tan al pasado algunos de los componentes que suelen estar en las distopías, el argumento se deshilacha un poco. Pero es monumental y súper interesante en entender el género y cómo se relaciona con la política y los momentos históricos.

La primera parte presenta “La teoría y prehistoria de la distopía”. Asocia a la distopía con la modernidad y con un “pesimismo secular” (p. 4) y presenta las formas más tradicionales del fenómeno: “la distopía política; la distopía ambiental; y, finalmente, la distopía tecnológica, donde la ciencia y la tecnología finalmente amenazan con dominar o destruir a la humanidad”, desde el holocausto nuclear a la dominación de la inteligencia artificial. Aunque no toda distopía es anti-utópica, desde el Terror jacobino al bolchevismo hay claras muestras de cómo las utopías pueden derivar en su opuesto; en cómo la búsqueda del mejor de los mundos puede dejarnos en el peor.

Un tema crucial que analiza en esta parte Claeys es el de cómo los grupos pueden terminar sofocando la libertad y permitiendo la violencia contra los externos. El otro motivo clave de esta parte es el tema de la monstruosidad. En la mirada cristiana, el diablo se convierte en el monarca de la distopía; pero irónicamente, o no tanto, la verdadera distopía termina siendo el supuesto combate que le presenta la Inquisición, que sería un ejemplo para los despotismos modernos. La Inquisición proporciona “un claro paradigma para un sistema extensivo de persecución basado en la obsesión dual con la fe y la herejía. (…) se ha sugerido de manera plausible que el despotismo moderno se modeló conscientemente en su mentalidad, identificando enemigos por y persiguiendo meramente por la pureza de las ideas, infligiendo dolor en proporción a su obsesión con la pureza, la lealtad y la unidad, y controlando el pensamiento por principio” (p. 104).

En la segunda parte, “Totalitarismo y distopía”, Claeys analiza los cuatro peores regímenes de la humanidad y su relación con lo distópico. El punto crucial aquí es el miedo, en “cómo los regímenes generalmente llamados ‘totalitarios’ usaron el miedo para crear y mantener su poder”, en cómo la “psicología paranoide y persecutoria de grupos distópicos” (p. 113) es central para explicar dichos regímenes. Claeys trata primero a la Unión Soviética, que pasó de ser la promesa de “la sociedad más perfecta jamás conocida” a “uno de los regímenes más ignominiosos que haya jamás construido la humanidad” (p. 128).

Luego analiza el nazismo, mucho menos totalitario internamente, pero quizás igualmente o más totalitariamente con el “otro”. Su peor exponente es, claramente, Auschwitz, con sus tres objetivos: “proporcionar trabajo de corto plazo; quebrar la personalidad y deshumanizar a los prisioneros; y matarlos en masa en las cámaras de gas” (p. 193). Sigue con China, donde siempre las muertes se cuentan por millones, incluyendo el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. Y quizás el peor de todos, y el menos conocido en Occidente, la Camboya de los Khmer Rouge: “Imagine un país entero en el que todas las familias tuvieron al menos un asesinado, y quizás siete, ocho o más parientes. Esa fue la catástrofe del régimen de Pol Pot en Camboya, el primer ‘auto-genocidio’ de la historia” (p. 219), en el que habrían muerto entre un quinto y un tercio de la población en 5 años.

En definitiva, Claeys define a la “distopía política despótica en términos de una forma peculiar de la identidad grupal en la que la obsesión con la pureza de la identidad se queda supeditada a una persecución obsesiva de 'enemigos'. Esto generalmente se sustenta en una identidad milenarista secular”. (p. 267)

La tercera parte, “La revuelta literaria contra el colectivismo”, es una impresionante revisión de la literatura distópica desde el siglo XVIII hasta el presente. Dedica un capítulo (“Mecanismo, colectivismo y humanidad”) a analizar las distopías previas a las distopías políticas despóticas, donde ve cuatro temas principales: “el avance del revolucionarismo y el terror que implicaba; el potencial desencadenamiento de inventos científicos y tecnológicos que resultarían más destructivos que beneficiosos; la perspectiva de un control eugenésico sobre la procreación y la familia; y la amenaza más generalizada de la mecanización como algo intrínsecamente deshumanizante” (p. 271). Allí se destacan autores como H. G. Wells y Aelfrida Tillyard (con Concrete, un libro con muchas similitudes a Brave New World). En EE. UU., una utopía colectivista a cargo de Bellamy despertó muchísimas distopías en respuesta. Y hay un texto que muchos consideran como la primera novela distópica, The Iron Heel, de Jack London.

La primera guerra mundial produjo una crisis en la creencia en el progreso permanente de la humanidad y, por las matanzas que permitió el avance de la tecnología bélica, un temor en el potencial destructivo de las máquinas. También ayudó a la llegada de la revolución bolchevique, que fue central al género, inspirando a autores como Zamyatin, Huxley, Orwell y Rand. Tras la primera guerra mundial, ya no era tan fácil hacer sátira, y “los escenarios de pesadilla son mucho más realistas” (p. 355). We, de Yevgeny Zamyatin (1924) es una de las principales y primeras distopías anti-utópicas, y un libro que intentaré leer, con elementos de Orwell (un estado totalitario), pero también de Huxley (“la utopía del placer como la distopía de la similitud”, p. 342).

Claeys luego dedica un capítulo a Brave New World y otro a 1984, de los que no voy a decir nada acá porque ya me dedicaré a ellos. Y concluye con un capítulo sobre “Las distopías post-totalitarias”. Después de 1945 se destacan cinco temas: la posibilidad de un holocausto nuclear, la de la degeneración ambiental, los riesgos que surgen del progreso de la mecanización, la degeneración cultural de las sociedades liberales y la ansiedad en relación con la guerra contra el terrorismo (p. 447). Entre otras obras pasan por aquí Fahrenheit 451 (Ray Bradbury), Lord of the Flies (William Golding), A Clockwork Orange (Anthony Burgess), The Handmaid’s Tale (Margaret Atwood) y The Road (Cormac McCarthy). El colectivismo político pierde espacio frente los impactos de la tecnología, el aumento poblacional y la degradación ambiental, además de surgir con más fuerza el tema del género.

¿Para qué sirve el género distópico? En comparación con tratados o narrativas históricas, lo que la literatura logra es “hacer que nos lleguen experiencias a nivel individual y emocional que carecen de sentido cuando quedan perdidas en el anonimato de la narrativa histórica” (p. 269). Y los temas que analiza cambian, porque cambian los temas que nos preocupan.

“La distopía literaria, nacida primero como reacción al revolucionarismo popular, llegó a satirizar los excesos de la explotación capitalista, las proyecciones de una civilización centrada en la máquina y los extremos de la ambición utópica. (...) La confluencia de la Primera Guerra Mundial y el bolchevismo dio inicio a la unión de los temores al culto a la tecnología y al colectivismo político extremo que asociamos por primera vez con We, de Zamiatin. Los principales autores posteriores (…) reconocieron la centralidad tanto del grupismo como de la tecnofilia en la opresión moderna. (...) Después de 1945, las visiones del Apocalipsis a menudo incluían armas atómicas. Los robots, la vigilancia y la dominación corporativa también cobraron una importancia cada vez mayor. Luego, el colapso medioambiental pasó a primer plano. (...) la distopía define cada vez más el espíritu de nuestra época” (p. 498). Y por eso, y porque se ven cosas preocupantes en el futuro (y en el presente), Claeys concluye diciendo que es un género al que le ha llegado su hora.

 

 

Originales de las citas usadas

“three main, if often interrelated, forms of the concept: the political dystopia; the environmental dystopia; and finally, the technological dystopia, where science and technology ultimately threaten to dominate or destroy humanity” (p. 4).

“Lasting from the twelfth through the eighteenth centuries, the papal and even more the Spanish ‘Inquisitions’ (from the Latin, to search) provide a clear paradigm for an extensive system of persecution based upon the dual obsession of faith and heresy. (…) it has been plausibly suggested that modern despotism was consciously modelled on its mentality, identifying enemies by and persecuting merely for the sake of the purity of ideas, inflicting pain in proportion to its obsession with purity, loyalty, and unity, and controlling thought on principle” (p. 104).

“In both history and literature, ‘dystopia’ has been most frequently identified with the colossal tragedies of twentieth-century despotism. (…) This chapter focuses on how the regimes usually termed ‘totalitarian’ used fear to create and maintain their power, and how this fear became so extreme and so destructive. (…) Its aim is to establish how the paranoid, persecutory psychology of dystopian groups outlined in the Introduction here, and, in particular, expressions of secular religiosity, provide key insights into the mentality of these regimes and movements” (p. 113).

“For a time, the Revolution shone as a great beacon of freedom against despotism, and a logical extension of the American and French struggles for liberty. It symbolized the faith in which much of the vibrant idealism of the twentieth century was invested, and promoted the most potent secular religion of the epoch. Its promise was that of the most perfect society ever known (…) an immensely noble experiment degenerated into one of the most ignominious regimes humanity has ever constructed” (p. 128).

“The camp system at Auschwitz had three interwoven purposes: to provide short-term labour; to break down personality and dehumanize the inmates; and to kill them en masse in the gas chambers” (p. 193).

“Imagine an entire nation in which every family has had someone murdered—perhaps seven or eight relatives or more. That was the catastrophe of the Pol Pot regime in Cambodia, the world’s first ‘auto-genocide’”. (p. 219).

“We have defined the despotic political dystopia here in terms of a peculiar form of group identity in which an obsession with purity of identity becomes contingent upon an obsessive pursuit of ‘enemies’. This is usually underpinned by a secular millenarian identity” (p. 267).

“We commence with the nineteenth-century literary dystopia. This was dominated by four themes: the progress of revolutionism and the terror it implied; the potential unleashing of scientific and technological inventions which would prove more destructive than not; the prospect of a eugenic control over parenthood and the family; and the more generalized threat of mechanization as intrinsically dehumanizing” (p. 271).

“One of the most obvious changes in dystopian literature after World War I is the seriousness of moral tone evident after 1918. Running through the 1930s, this makes lighter satire more difficult, and indicates that prophetic warnings of real nightmarish scenarios are much more realistic than the imaginative projections of the pre-war period” (p. 355).

“the utopia of pleasure is the dystopia of similarity” (p. 342).

“But what does imaginative literature, which projects horrifying or disastrous conditions, do that political tracts or historical narratives cannot? (…) Literature often does this by bringing home at the individual, emotional level experiences which, writ large, are meaningless when lost in the anonymity of historical narrative” (p. 269).

“the literary dystopia, first born as a reaction to popular revolutionism, came to satirize the excesses of capitalist exploitation, the projections of machine-centred civilization, and the extremes of utopian ambition. (…) The coalescence of World War I and Bolshevism began the wedding of the fears of technology worship and extreme political collectivism which we first associate with Zamyatin’s We. The leading subsequent authors of literary dystopias, notably Huxley, Orwell, and Skinner, all recognized the centrality of both groupism and technophilia to modern oppression. (…) After 1945, visions of Apocalypse often involved atomic weapons. Robots, surveillance, and corporate domination also loomed ever larger. Then environmental collapse moved to the forefront. (…) Dystopia thus describes negative pasts and places we reject as deeply inhuman and oppressive, and projects negative futures we do not want but may get anyway. In so doing it raises perennial problems of human identity. Shall we be monsters, humans, or machines? Shall we be enslaved or free? Can we be ‘free’ or only conditioned in varying degrees? Shall we preserve our individuality or be swallowed by the collective? (…) dystopia increasingly defines the spirit of our times” (p. 498).

viernes, 5 de septiembre de 2025

Taller de lectura de novelas distópicas

 


El mejor de los mundos: taller de lectura de novelas distópicas

Leyendo The Handmaid’s Tale de Margaret Atwood me puse a pensar en otras distopías que había leído y en que hay algo distópico en el aire de nuestros tiempos. Yuval Harari, por ejemplo, dice que la humanidad está en un punto de inflexión a partir del cual pueden cambiar los fundamentos no sólo de nuestras sociedades, sino hasta de nuestra biología. Con los avances de la biotecnología y la inteligencia artificial, dice, puede venir el fin del homo sapiens y la llegada de homo deus. Y otra lectura reciente, “AI 2027”, despierta el temor de un mundo dominado por dos grandes inteligencias artificiales, una en China y otra en EE. UU.

Esta confluencia me hizo querer releer algunas novelas distópicas que había leído hace ya mucho tiempo y ahí apareció la idea de este taller, en el que vamos a pensar cinco novelas en términos de la tradición de distopías, de sus propios méritos como obras literarias y de su relación con las realidades políticas y sociales en las que se escribieron. Primero pensé en ponerle de título “El corchazo”, porque podía parecer deprimente. Después pensé que estas lecturas nos pueden hacer pensar que, al final de cuentas, este mundo, si no es el mejor de los posibles, tampoco es tan malo como algunas alternativas imaginables.

Propongo entonces seis encuentros virtuales. En el primero, más introductorio, y hasta casi “teórico”, vamos a poner un poco el marco que nos ayude a pensar estas obras. Y luego haremos cinco encuentros más, en cada uno de los cuales discutiremos una de las grandes novelas distópicas de la historia, según el siguiente detalle.

  • Miércoles 1º de octubre (19:30 a 21:00). Introducción y bienvenida: ¿qué es una distopía?
  • Miércoles 8 de octubre (19:30 a 21:00). Brave New World, Aldous Huxley (1932).
  • Miércoles 15 de octubre (19:30 a 21:00). 1984, George Orwell (1949).
  • Miércoles 22 de octubre (19:30 a 21:00). Fahrenheit 451, Ray Bradbury (1953).
  • Miércoles 29 de octubre (19:30 a 21:00). The Handmaid’s Tale, Margaret Atwood (1985).
  • Miércoles 5 de noviembre (19:30 a 21:00). The Road, Cormac McCarthy (2006).

Aunque las novelas fueron escritas en inglés, las discutiremos en español y cada uno decidirá si la lee en uno u otro idioma. Además, para quienes se pierdan alguna sesión, los encuentros serán grabados para que los puedan ver asincrónicamente. 

Algunas preguntas que nos pueden guiar en el camino. ¿Qué une a estas novelas? ¿Cuáles son sus diferencias? ¿Hay disparadores de las realidades sociales y políticas de sus autores para estas novelas? ¿Hay algo contra lo cual se esté escribiendo? ¿Hay algo que se esté defendiendo? ¿Hay una idea del hombre, de lo político? ¿Hay una idea de la literatura, de la palabra, del lenguaje? ¿Hay recursos literarios apoyando ese proyecto?

Más información: fsantillan@reddognarratives.net


miércoles, 3 de septiembre de 2025

Cuando algo se rompe

 


Leí Crac, de Josefina Licitra, un libro de auto-ficción en el que la autora examina la difícil relación con su padre.

La autora nació en el mismo año que yo, 1975, y tres años después su padre se exilió en España. Él y su madre eran militantes de izquierda y la relación entre padre e hija se ve claramente determinada por el exilio del padre – y por la negativa de su madre a seguirlo–. (El libro, entonces, se inscribe en un cuerpo de literatura de hijos de los setenta, de los que leí La casa de los conejos, de Laura Alcoba, y La caja Topper, de mi amigo Nicolás Gadano).

Entre 1978 y 2016 padre e hija mantienen una relación como pueden, con cartas, algunos viajes de ella a España y algunos encuentros en Montevideo. En 2016, por alguna razón que la autora no logra desentrañar, el padre deja de hablarle y escribirle. Ella hace lo que una escritora puede hacer con eso: escribir y publicar: “Cuando me desoriente, escribo. No conozco otra forma de condensar el vapor en el que flotan, todavía sin lenguaje, la vida y sus infinitos misterios. Y después publico lo que escribo, eso sí. Nadie escribe para sí mismo” (p. 10). La publicación en 2019 de un texto sobre este abandono en una revista brasileña produce una respuesta de su padre después de años de silencio: califica al artículo como “un misil bajo la línea de flotación” y da a entender que nunca más le hablará –la nota, le dice a Josefina, “dinamitó lo que quedaba de nuestra relación” (p. 15)–.

Cinco años más tarde, la autora se entera de que el padre viene a Argentina y espera que él la llame; mientras tanto, vuelve a hacer lo que hace una escritora: escribir. Crac es el diario de esos nueve días en los que espera que el padre la llama, y donde, mientras tanto, trata de ordenar su cabeza en lo que hace a esa relación con el padre. Y no es menor, porque esa relación está en el centro de quien ella es; no sólo porque es hija, sino porque es escritora en parte por él: “Lo primero que escribí fueron cartas a mi padre” (p. 25).

Lo que más me gustó del libro son las reflexiones de Licitra respecto de la escritura. Por un lado, de lo dicho, de cómo le sirve para orientarse en la vida; del otro lado, está el “miedo a hacer daño” con la escritura (p. 46). “No sé pensar sin escribir y no sé escribir sin publicar” (p. 54), un problema que tenemos muchos si además tenemos ese miedo de dañar. Al final del día, sin embargo, “No se escribe respetando una lista de temas. Se escribe lo que no se puede no escribir. Se escribe lo inevitable. Se escribe como quien se chupa el veneno del brazo y lo escupe al piso” (p. 55).

Lo que menos me gustó es más ideológico y el problema puede ser mío. Con el padre está todo mal, claro. A sus sesenta o setenta años, mientras se convirtió en un pequeño empresario en España, le dice a su hija que entiende a su “vida actual como un gran paréntesis” que espera cerrar cuando se “sienta partícipe de nuevas utopías sociales” (p. 67). Me hizo acordar a una famosa frase que se le atribuye a Talleyrand, quien habría dicho que después de la Revolución Francesa los aristócratas franceses “no han aprendido nada, ni han olvidado nada”. Es decir, el Sr. Licitra dice estar dispuesto a ser partícipe de otra utopía social, olvidando quizás los millones de muertos que produjeron esas utopías, y el dolor y la pérdida y el desgarro, como el que sufre su propia familia.

La autora, sin embargo, parece no cuestionar esa búsqueda de utopías. Dice que ante la existencia de familias de militantes y otras totalmente distintas, siempre se preguntó “qué tipo de familia es la que yo defiendo. Porque algunas cosas de la mía me dan orgullo, o al menos tienen el tinte cinematográfico de toda épica, pero el costo de ese orgullo es el desgarro” (p. 40). Y cuando se pregunta por el hecho de que sus padres y tantos otros pusieron en riesgo la vida de sus propios hijos en aras de aquellas utopías, a fin de cuentas no se pregunta por la moralidad de la elección de la violencia política como camino, sino por la moralidad de tener hijos en esa situación. Dice que ve “dos formas de pensar la relación entre el amor y la responsabilidad social. La primera está hecha de preguntas y resentimiento. ¿Por qué mis padres guardaban armas bajo mi cama?” (p. 82). (Nótese el “responsabilidad social”: tener armas estaría emparentado con la “responsabilidad social”). Después pone la otra versión y se pregunta “por qué se le pide a la militancia un pergamino moral que nadie tiene”, refiriéndose a la moralidad o no de tener un hijo en esas circunstancias, o en cualquier otra: “Traer hijos al mundo es moralmente cuestionable.” Lo que no parece cuestionable para Licitra es ser partícipe de la violencia política.

Pero todo esto quizás es mío. Entiendo que para cualquier hijo es difícil cuestionar en serio a los padres y salirse de las visiones del mundo heredadas. Y que siempre comienzo por tratar de empatizar con el dolor de quienes perdieron familiares o sufrieron a raíz de toda esa locura. Pero compruebo una vez más que la literatura de los setenta es un tema que no me convoca.


lunes, 1 de septiembre de 2025

Un color que no existía

 


Leí Ya está. Variaciones sobre Messi, de José Santamarina, de quien leímos Hasta que no haya nada y muchas cosas en redes, especialmente sobre fútbol. José, además de ser buen escritor y buen jugador de fútbol, es un excelente escritor sobre fútbol, y en Ya está hace gala de ello, haciendo algo parecido a una biografía futbolística del mejor jugador de fútbol de la historia.

Voy atrás en el tiempo. Es 2018, estoy viendo entrar en calor a los San Antonio Spurs en Texas con otros argentinos. Estamos en segunda fila al centro de la cancha, pero sólo en la entrada en calor, dentro de un rato tendré que ir a la tercera bandeja. En un momento se acerca R. C. Buford, el gerente general del equipo, y le habla a una persona que está en la fila delante de la mía: le pregunta si necesita algo y lo trata de “coach”. No sé quién es, pero debe ser groso, me digo. Al rato el coach se da vuelta y nos habla: “¿vosotros sois argentinos?”, pregunta, y cuando decimos que sí sigue con “¿quién creen los argentinos que es mejor, Messi o Maradona?” Quien me hizo el equivalente futbolístico a la pregunta de si querés más a tu mamá o a tu papá era Sergio Scariolo, actual técnico de Real Madrid, técnico campéon del mundo en 2019 con la selección española y más. Mi respuesta: yo creo que Messi es mucho más jugador de lo que fue Maradona, pero también creo que hasta que no gane un Mundial muchos argentinos no lo van a reconocer.

José, creo, no se hace esa pregunta explícitamente; pero creo que la responde, o que al menos presenta la punta para responderla, al responder la otra pregunta: ¿cómo puede ser que Messi sea Messi? Su respuesta es que Messi es el hombre unidimensional; su “ventaja comparativa”, dice José, es “haber venido al mundo con una sola inquietud, alineada a la perfección con una sola destreza: la de jugar al fútbol” (p. 9). Esa unidimensionalidad hace de Messi el mejor jugador de la historia, “Messi es Messi porque se queda en sí mismo” (p. 50). Es eso lo que le permite hacer cosas que nos cuesta entender: “El asombro de los testigos nunca queda flotando en cómo lo hizo, sino en un estado previo: qué acaba de hacer” (p. 45).

Messi fue el número uno del mundo mucho antes de Catar, y José lo dice de una manera distinta, con referencias culturales y poesía: “El Álbum blanco de Messi se edita entre 2008 y 2012, las cuatro temporadas dirigidas por Pep Guardiola. Lo que pasó con ese equipo, lo que hizo Messi en ese tramo de su carrera, no es una lista de hitos, sino un color que no existía, una música en el aire del mundo” (p. 29). Sin embargo, como hombre unidimensional, Messi no puede explicar cómo lo hace: “Messi atravesó su propia excepcionalidad sintiendo a cada rato que tenía que explicarse a sí mismo, frustrándose enseguida por no poder, y entretanto siguió pudiendo todo con la pelota, porque una cosa es el despliegue del cuerpo y otra muy distinta la contracción de la palabra. Vivió medio mareado sobre esa diferencia” (p. 78).

Pero claro, quedaba el Mundial, quedaba Maradona. El libro arranca después, ya en Miami, vestido de rosa, donde “tensado por la culpa residual de no haber conseguido el Mundial o por el shock del alivio que lo toma cuando se lava los dientes y se acuerda de que sí lo ganó, de que ya está; atravesado por esos derechos y obligaciones, lo que está haciendo, otra vez, es correr atrás de la pelota, con la pelota, haciendo que la pelota haga lo que él quiera” (p. 10). En el camino quedaron Alemania 2006, casi siempre desde el banco; Sudáfrica 2010 con Maradona en el banco; Brasil 2014 y esa final fatídica; Rusia 2018 con Sampaoli haciendo cosas raras.

Recién cuando muere Maradona, Messi puede ganar con la selección. Tenía que morir el padre para que el hijo triunfara, da a entender José. “Con treinta y cuatro años, llegando a la vejez prematura del atleta, Lionel Messi se va a encontrar con una Copa América sin Maradona adentro de la cancha ni en el banco de suplentes ni en las tribunas ni en ningún lado. Esa es otra puerta que se abre. Ahora la tierra es de los que quedan vivos” (p. 70). Ya no está Diego y Messi puede ganar en el Maracaná y en Catar y decir ya está.

¿Ahora sí los argentinos lo van a querer más que a Maradona? No se lo pregunta José. Sin duda lo quieren más ahora que antes, digo yo, le respondo a Scariolo, pero creo que ni así logra Messi que lo quieran más que a Diego. Porque es unidimensional, porque no habla de tortugas escapadas ni pelotas manchadas; porque no habla, porque sólo juega con la pelota y hace que la pelota haga lo que él quiere. José lo cuenta maravillosamente, en pocas páginas, con gran belleza, haciendo justicia a todo lo que Messi nos dio.

lunes, 25 de agosto de 2025

Una novela de los noventa


 

Leí El Plan Limón, de mi amigo Claudio Weissfeld, una novela rápida y divertida que es quizás tanto sobre su personaje principal, Darío Miller, como sobre la Buenos Aires de los años noventa en la que se desarrolla.

Sin ir más lejos, la primera escena ocurre en un Blockbuster, donde la novia le dice a Darío que ella se encarga de agarrar un pote de helado Haggen Dazs sabor caramel. Por la ventana, Darío cree ver que pasa caminando su viejo psicoanalista, Fainstein. Quizás esa aparición, real o imaginada, es lo que le despierta una crisis en el peor momento (además de la necesidad de volver a ver al durísimo psicoanalista). Se terminan los noventa y, en medio de la recesión previa a la gran crisis, con despidos por todos lados, Darío se pregunta cuándo se convirtió en un burgués; se pregunta qué pasó con el Darío de los 20, que veía cine arte, y que ahora compra helado alquilando películas pochocleras; cuándo se convirtió en funcionario gris de una empresa y casi casado con Valeria, una mina que ya no le despierta nada. Se pregunta si Valeria la burguesa o Karina, que “[m]ilitaba en el CPT, TFO, o alguna otra sigla de una organización de progresistas que se sacan las Reebok para visitar Ciudad Oculta los sábados a la tarde” (p. 24).

En ese contexto, comete el error, o el fallido, de estar en medio de una manifestación en contra de los despidos en su empresa: termina golpeado por la policía, despedido y enganchado con Karina, sin que ello le permita definir su camino. Como le dice a Karina: “Si estoy con Valeria, el psicólogo me acusa de burgués neo conservador. Si estoy con vos, mi viejo cree que soy un trosko. Ahora pienso en viajar a Israel y me decís terrorista. ¿Por qué no se van todos a la concha de su madre?” (p. 111).

Ese es un lugar importante: detrás de esta trama del presente está la del pasado; desde temprano nos dicen que hay algo que resolver con la madre. Y el viaje a Israel, a través del Plan Limón que organiza la comunidad de Darío, puede ser lo que resuelva tanto ese pasado como la pregunta por el futuro de Darío. Y todo alrededor de esto está, como un personaje principal, la Buenos Aires de los noventa –con sus marcas (Romanaccio, Telefunken, Pringles), sus jugadores de fútbol (Batistuta y Balbo, pero también Carrario, el Gallego González y Pobersnik), los locutorios, los call centers, los bares viejos que aún resisten–, lo que hace de El Plan Limón una novela particularmente divertida para quienes anduvimos por ahí.