martes, 27 de octubre de 2015

El fuego de las pasiones


Mi amiga D. me regaló The Speechwriter. A Brief Education in Politics, libro escrito por un muchacho de nombre curioso: Barton Swaim. A pesar de que venía más que bien predispuesto, no me volvió loco el libro de Barton, y sí, lo vamos a llamar por su nombre y no por su apellido, porque me recuerda a John Turturro haciendo de un escritor llamado Barton Fink en una película del mismo nombre de los hermanos Coen: Fink escribe guiones horribles en un hotel gigantesco que termina prendiéndose fuego en Hollywood; Swaim, cuyo apellido me hace pensar en un nadador, quizás en el cuento "The Swimmer" de Cheever, agua y fuego, escribe un libro sobre un político que se prende fuego.
Agarré el libro con muchas ganas. Primero, porque además de regalármelo, D. le puso una dedicatoria hermosa: escribió "para nuestro Sam/Toby local." D. hacía referencia al dúo de speechwriters de The West Wing, una serie de política que corrió entre 1999 y 2006 en el que todos los personajes tenían algo de idealismo, una serie que ahora, después del cinismo de Frank Underwood en House of Cards, parece un cuento de hadas. Por supuesto, D. sabe que dedico buena parte de mi tiempo a la comunicación, que desde hace quince años más o menos ando escribiendo para otros, ya sea en política o empresas. Más o menos conscientemente, parece que D. sabe también que en mí anida esa ambivalencia entre Sam (un escritor que termina siendo candidato, que se anima a crecer y salir del closet de ser “la mano derecha de” o “the guy behind the candidate”) y Toby (el escritor más sombrío al que la ex mujer describe como “demasiado triste”). Agarré el libro con ganas, además, porque siempre es divertido leer un libro sobre un campo que conocés y porque el libro me llegó en una de esas ediciones americanas de tapa dura que son tan hermosas: la cubierta, las tapas, el papel de alto gramaje, todo eso te predispone bien. Finalmente, me interesaba porque conocía y había seguido de cerca el escándalo que daba sentido al libro de Barton.
Barton era escritor en el equipo de Mark Sandford, ex gobernador republicano de Carolina del Sur. En 2009, Sandford desapareció por unos días: nadie sabía dónde estaba. Cuando apareció, tres o cuatro días después, se supo que tenía una amante argentina. Un escándalo, y los escándalos son divertidos. Lo más divertido del caso es que Sandford hizo todo lo que no debe hacer un político en una circunstancia como esa; en palabras de Barton, "Cualquier otro político (...) hubiera emitido la cantinela habitual de cómo esto era una cuestión privada y sobre cómo iba a tener que trabajar con su esposa algunos temas difíciles y cómo había decepcionado a su familia, a su equipo y a los ciudadanos de este gran estado. El gobernador era incapaz de la cantinela habitual; su fortaleza era su locura." (p. 191) En cambio, Sandford dio una conferencia de prensa que es algo así como todo lo que no habría que hacer en una situación como aquella: detalles, sentimientos, balbuceos, dudas en cámara y hasta momentos en que parecía que se pondría a llorar. Francamente, una performance lastimosa. (Acá está el larguísimo y deshilvanado statement inicialde Sandford, y acá sus respuestas a las preguntas de la prensa).
Barton perdió su crédito inicial bastante rápidamente. Debo decir, igual, que algo me molestaba de antes de empezar: hablando de un ex-jefe, Barton estaba rompiendo un mandamiento del profesional de comunicación; uno debe cierta confidencialidad aún después de terminado el lazo laboral. Antes de empezar con el libro propiamente dicho, Barton se defiende de esa crítica no haciéndose cargo de su pasado como profesional de la comunicación; más que eso, se define como escritor. Y el escritor, dice, está casi obligado a traicionar, a hacer literatura con el fuego de las pasiones humanas. “No escribí este libro para vengarme de nadie ni para revelar secretos escabrosos o primicias internas. Lo escribí porque tuve que hacerlo. Soy un escritor, y un escritor no puede ser testigo del tipo de cosas de que fui testigo sin escribir sobre ellas para que alguien más lo disfrute.” Entiendo la defensa de Barton, y hasta estoy dispuesto a aceptarla, con una condición: la traición tiene que valer la pena, el libro tiene que ser bueno, y el de Baton no lo es.
El libro tiene cosas buenas, desde ya, y no sólo para alguien que se dedica a algo parecido. Está bueno ver qué le ocurre al escritor del discurso cuando escucha sus palabras en boca de su jefe o cliente ("la primera vez sentí una corriente de electricidad surcándome (...) Me sentí mareado." - p. 15), o los problemas casi morales de estar escribiendo para otro. Explica sencillamente la necesidad de escritores políticos: "los políticos de alto nivel necesitan escritores (...) porque no se puede esperar que ninguna persona normal diga algo interesante tantas veces por día sobre tantos temas a tantos grupos distintos de personas." (p. 86)
Lo mejor es el retrato de lo que significa trabajar para alguien que uno no respeta. Desde ya, eso es malo en cualquier profesión: trabajar para un jefe con poco vuelo o que no trata bien a la gente de su equipo siempre es malo. Pero creo (y quizás me equivoque por pensar que lo mío es diferente) que sí es un poco más complicado cuando estás en cuestiones tan ligadas a la política o a lo público en general. Escribir cosas en las que no creés o cosas en las que creés pero sabés que en última instancia tu jefe no, que sólo las dice para quedar bien, por ejemplo, es feo. En estos quince años en que me dedico básicamente a esto he tenido jefes peores y mejores, y uno hace todo con mucho más alegría cuando cree en su jefe. A Barton le tocó la mala; según él, nadie del equipo respetaba demasiado al gobernador: era un tipo de una "avaricia neurótica" (p. 25), muchas veces quedaba fijado en detalles sin ver lo más importante de un trabajo, se enojaba demasiado por minucias, era muy malo con la gente de su equipo ("Si estabas en su equipo, no tenía ningún conocimiento de tu existencia como persona", p. 123), etc. Sobre todo, Barton no le perdona al gobernador que escribera mal, que usara siempre las mismas muletillas que no agregaban nada a los escritos.
Eso es parecido a lo que yo objeto de Barton: no tanto que haya mandado al frente a su ex-jefe sino que sea un mal escritor. Un poco porque el libro no está particularmente bien escrito, pero sobre todo porque está mal pensado. Barton no se decidió a escribir un libro de no-ficción, diciendo todo como fue y con nombres y apellidos y lujo de detalles. El libro nunca da el nombre y apellido del gobernador, ni siquiera dice que era republicano. Es una cosa muy extraña: un libro de política que saca todos los detalles de la política; resulta ridículo leer, por ejemplo, que "el gobernador se convirtió en el crítico más fuerte de su partido al paquete de estímulo económico del nuevo presidente" (p. 120) sin que se mencione siquiera el nombre de Barack Obama o la gran crisis económica en que se encontraba Estados Unidos. No se puede escribir de política sobre un vacío político.
Hacia el final del libro, Barton parece darse cuenta de que no había mucho ahí y se pone a teorizar. Dice que el verdadero problema del desengaño es haber creído en los políticos; a los políticos nunca hay que creerles, dice: lo único importante para ganar elecciones es la imagen, y por eso los políticos se concentran sólo en eso. “La vanidad (…) es la falla peculiar y mortal de la política democrática moderna” (p. 200).

Barton me parece tan deshonesto como Sandford al no ir a fondo con un libro de no ficción, y me parece un mal escritor por no aprovechar todo este material para ir por el otro camino: una gran novela política. Barton se ríe de Sandford y de su caída, pero yo sentí más empatía con el gobernador que con el narrador. Hay ahí, en esta historia, material para una gran novela política en clave de tragedia: el valor de Sandford como político, su capacidad para decir verdades incómodas (su heroísmo “consistía en su honestidad brutal respecto de los límites de lo que podía hacerse” - p. 142) y su dificultad para ocultarlas (como en esa tremenda conferencia de prensa donde dice muchas más verdades de las necesarias) fue también su falla trágica, lo que llevó a su ruina política. Si Barton hubiera escrito esa novela, metiéndose de lleno en el fuego de las pasiones de Sandford, si al hacerlo hubiera tenido más compasión y empatía con el tipo que se prende fuego en vivo en CNN, quizás le hubiera perdonado su traición, quizás esa traición hubiera valido la pena. Ahí es cuando Swaim me hace acordar al swimmer de Cheever, un tipo vencido y perdido, y pienso que quizás Barton no se merecía un jefe mucho mejor que Sandford.

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