Mi
amiga D. me regaló The Speechwriter. A Brief Education in Politics, libro
escrito por un muchacho de nombre curioso: Barton Swaim. A pesar de que venía
más que bien predispuesto, no me volvió loco el libro de Barton, y sí, lo vamos
a llamar por su nombre y no por su apellido, porque me recuerda a John Turturro haciendo de un escritor llamado
Barton Fink en una película del mismo nombre de los hermanos Coen: Fink escribe
guiones horribles en un hotel gigantesco que termina prendiéndose fuego en
Hollywood; Swaim, cuyo apellido me hace pensar en un nadador, quizás en el
cuento "The Swimmer" de Cheever, agua y fuego, escribe un libro sobre
un político que se prende fuego.
Agarré
el libro con muchas ganas. Primero, porque además de regalármelo, D. le puso
una dedicatoria hermosa: escribió "para nuestro Sam/Toby local." D.
hacía referencia al dúo de speechwriters de The West Wing, una serie de
política que corrió entre 1999 y 2006 en el que todos los personajes tenían
algo de idealismo, una serie que ahora, después del cinismo de Frank Underwood
en House of Cards, parece un cuento de hadas. Por supuesto, D. sabe que dedico
buena parte de mi tiempo a la comunicación, que desde hace quince años más o
menos ando escribiendo para otros, ya sea en política o empresas. Más o menos
conscientemente, parece que D. sabe también que en mí anida esa ambivalencia
entre Sam (un escritor que termina siendo candidato, que se anima a crecer y
salir del closet de ser “la mano derecha de” o “the guy behind the candidate”)
y Toby (el escritor más sombrío al que la ex mujer describe como “demasiado
triste”). Agarré el libro con ganas, además, porque siempre es divertido leer
un libro sobre un campo que conocés y porque el libro me llegó en una de esas
ediciones americanas de tapa dura que son tan hermosas: la cubierta, las tapas,
el papel de alto gramaje, todo eso te predispone bien. Finalmente, me
interesaba porque conocía y había seguido de cerca el escándalo que daba
sentido al libro de Barton.
Barton
era escritor en el equipo de Mark Sandford, ex gobernador republicano de
Carolina del Sur. En 2009, Sandford desapareció por unos días: nadie sabía
dónde estaba. Cuando apareció, tres o cuatro días después, se supo que tenía
una amante argentina. Un escándalo, y los escándalos son divertidos. Lo más
divertido del caso es que Sandford hizo todo lo que no debe hacer un político
en una circunstancia como esa; en palabras de Barton, "Cualquier otro
político (...) hubiera emitido la cantinela habitual de cómo esto era una
cuestión privada y sobre cómo iba a tener que trabajar con su esposa algunos
temas difíciles y cómo había decepcionado a su familia, a su equipo y a los
ciudadanos de este gran estado. El gobernador era incapaz de la cantinela habitual;
su fortaleza era su locura." (p. 191) En cambio, Sandford dio una
conferencia de prensa que es algo así como todo lo que no habría que hacer en
una situación como aquella: detalles, sentimientos, balbuceos, dudas en cámara
y hasta momentos en que parecía que se pondría a llorar. Francamente, una
performance lastimosa. (Acá está el larguísimo y deshilvanado statement inicialde Sandford, y acá sus respuestas a las preguntas de la prensa).
Barton
perdió su crédito inicial bastante rápidamente. Debo decir, igual, que algo me
molestaba de antes de empezar: hablando de un ex-jefe, Barton estaba rompiendo
un mandamiento del profesional de comunicación; uno debe cierta
confidencialidad aún después de terminado el lazo laboral. Antes de empezar con el libro
propiamente dicho, Barton se defiende de esa crítica no haciéndose cargo de su
pasado como profesional de la comunicación; más que eso, se define como
escritor. Y el escritor, dice, está casi obligado a traicionar, a hacer
literatura con el fuego de las pasiones humanas. “No escribí este libro para
vengarme de nadie ni para revelar secretos escabrosos o primicias internas. Lo
escribí porque tuve que hacerlo. Soy un escritor, y un escritor no puede ser
testigo del tipo de cosas de que fui testigo sin escribir sobre ellas para que alguien
más lo disfrute.” Entiendo la defensa de Barton, y hasta estoy dispuesto a
aceptarla, con una condición: la traición tiene que valer la pena, el libro
tiene que ser bueno, y el de Baton no lo es.
El
libro tiene cosas buenas, desde ya, y no sólo para alguien que se dedica a algo
parecido. Está bueno ver qué le ocurre al escritor del discurso cuando escucha
sus palabras en boca de su jefe o cliente ("la primera vez sentí una
corriente de electricidad surcándome (...) Me sentí mareado." - p. 15), o
los problemas casi morales de estar escribiendo para otro. Explica
sencillamente la necesidad de escritores políticos: "los políticos de alto
nivel necesitan escritores (...) porque no se puede esperar que ninguna persona
normal diga algo interesante tantas veces por día sobre tantos temas a tantos
grupos distintos de personas." (p. 86)
Lo
mejor es el retrato de lo que significa trabajar para alguien que uno no
respeta. Desde ya, eso es malo en cualquier profesión: trabajar para un jefe
con poco vuelo o que no trata bien a la gente de su equipo siempre es malo.
Pero creo (y quizás me equivoque por pensar que lo mío es diferente) que sí es
un poco más complicado cuando estás en cuestiones tan ligadas a la política o a lo público en general. Escribir
cosas en las que no creés o cosas en las que creés pero sabés que en última
instancia tu jefe no, que sólo las dice para quedar bien, por ejemplo, es feo.
En estos quince años en que me dedico básicamente a esto he tenido jefes peores
y mejores, y uno hace todo con mucho más alegría cuando cree en su jefe. A
Barton le tocó la mala; según él, nadie del equipo respetaba demasiado al
gobernador: era un tipo de una "avaricia neurótica" (p. 25), muchas
veces quedaba fijado en detalles sin ver lo más importante de un trabajo, se
enojaba demasiado por minucias, era muy malo con la gente de su equipo
("Si estabas en su equipo, no tenía ningún conocimiento de tu existencia
como persona", p. 123), etc. Sobre todo, Barton no le perdona al gobernador
que escribera mal, que usara siempre las mismas muletillas que no agregaban
nada a los escritos.
Eso
es parecido a lo que yo objeto de Barton: no tanto que haya mandado al frente a
su ex-jefe sino que sea un mal escritor. Un poco porque el libro no está
particularmente bien escrito, pero sobre todo porque está mal pensado. Barton
no se decidió a escribir un libro de no-ficción, diciendo todo como fue y con
nombres y apellidos y lujo de detalles. El libro nunca da el nombre y apellido
del gobernador, ni siquiera dice que era republicano. Es una cosa muy extraña:
un libro de política que saca todos los detalles de la política; resulta
ridículo leer, por ejemplo, que "el gobernador se convirtió en el crítico
más fuerte de su partido al paquete de estímulo económico del nuevo
presidente" (p. 120) sin que se mencione siquiera el nombre de Barack
Obama o la gran crisis económica en que se encontraba Estados Unidos. No se puede escribir de política sobre un vacío político.
Hacia
el final del libro, Barton parece darse cuenta de que no había mucho ahí y se
pone a teorizar. Dice que el verdadero problema del desengaño es haber creído
en los políticos; a los políticos nunca hay que creerles, dice: lo único
importante para ganar elecciones es la imagen, y por eso los políticos se concentran sólo en eso. “La vanidad (…) es la falla peculiar y mortal de la
política democrática moderna” (p. 200).
Barton
me parece tan deshonesto como Sandford al no ir a fondo con un libro de no
ficción, y me parece un mal escritor por no aprovechar todo este material para
ir por el otro camino: una gran novela política. Barton se ríe de Sandford y de
su caída, pero yo sentí más empatía con el gobernador que con el narrador. Hay
ahí, en esta historia, material para una gran novela política en clave de
tragedia: el valor de Sandford como político, su capacidad para decir verdades
incómodas (su heroísmo “consistía en su honestidad brutal respecto de los
límites de lo que podía hacerse” - p. 142) y su dificultad para ocultarlas
(como en esa tremenda conferencia de prensa donde dice muchas más verdades de
las necesarias) fue también su falla trágica, lo que llevó a su ruina política.
Si Barton hubiera escrito esa novela, metiéndose de lleno en el fuego de las
pasiones de Sandford, si al hacerlo hubiera tenido más compasión y empatía con
el tipo que se prende fuego en vivo en CNN, quizás le hubiera perdonado su
traición, quizás esa traición hubiera valido la pena. Ahí es cuando Swaim me
hace acordar al swimmer de Cheever, un tipo vencido y perdido, y pienso que
quizás Barton no se merecía un jefe mucho mejor que Sandford.
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