lunes, 11 de diciembre de 2017

Saltar, flotar



Leí El que no salta es un inglés, la ópera prima de Martín Wilson. Creo que su segundo libro, Qué paja ir al centro, me gustó más. Pero acá está también todo lo que hace que esté bueno leer a Wilson: su verdad, su tono y su mirada.
El libro, que es una cosa rara, ni una novela ni una colección de poesía ni una selección de cuentos pero un poco de las tres, empieza con esta oración: “Mi vida es una mentira.” (p. 5) Estoy seguro de que hay mucho en el libro que no es verdad, pero también que acá hay verdad. Que Wilson cuenta su verdad y es una verdad que, además, me resulta muy familiar en muchas cosas; vivimos en un mundo parecido, en un lugar parecido, y nos escapamos de él de maneras parecidas (el fútbol, las palabritas).
Hablando de su hermano cuenta eso de él mismo. De cómo se escapó. “Él no se escapó, el escapista fui siempre yo. Me escapé de cerca, quedándome en el lugar en el que nací por casualidad, yendo y viniendo, haciéndome argentino, saltando para no ser inglés, siguiendo a Boca Juniors y cuidando al borracho.” (p. 21) El libro cuenta esa verdad suya con ese tono. Los mejores momentos del libro, y son varios, son aquellos en los que cuenta su dolor, su verdad, con una liviandad abrumadora. Quizás le quedó de la estirpe inglesa el stiff upper lip, la resistencia a dramatizar lo cotidiano.
Wilson va caminando por la vida y nos cuenta lo que ve. “A casa volví caminando. Fueron casi cuarenta minutos observando vidas, departamentos, casas, árboles, autos, motos, cosas que uno ve cuando camina, pájaros, palomas, semáforos, parejas, hojas en el suelo, hojas bailando en un remolino de viento.” (p. 56) Nos cuenta lo que ve afuera y lo que ve adentro. Y en esa caminata y esa liviandad está lo mejor y lo peor del libro. A veces parece que le falta un poco de trabajo, que podría haber construido más. Y puede ser que me guste más el Wilson de los poemas interminables en los blogs en Facebook en los mails. Pero me pregunto si esto no es un poema enorme de cincuenta páginas. Y si el punto no es justamente esa liviandad para mirar la vida, como una hoja arremolinada, ver la verdad a los ojos como cuando se miente (“Una vez, un viejo que conocí en el bar El Odeón jugando al truco me dijo que para mentir hay que mirar bien a los ojos” - p. 8), pero sin perder esa mirada liviana, que solo parece inocente y despreocupada.

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