Leí La última fiesta, de Ángeles Salvador, de
quien también leí tardíamente su otra novela, El papel preponderante del oxígeno.
La
última fiesta
es una novela sobre la corrupción o sobre la responsabilidad, que quizás es lo
mismo. Leí medio mal la novela, de una forma muy entrecortada, y tardé semanas
en sentarme a escribir sobre ella. Voy a decir poco: que es una voz tremenda,
con sentencias duras, que te cuenta y te convence de una manera de mirar la
vida; que es un mirada muy divertida y con bella ironía de la politiquería
argentina, del mediopelismo vernáculo; que es una narración tremenda y directa,
intercalada de menúes de comidas de los personajes y de audios de WhatsApp de
personajes secundarios que tejen por detrás.
Pero me quedo con
las sentencias. Acá van algunas:
El deseo: “Yo
empezaba a darme cuenta de que era hermoso ver a un hombre volverse loco,
hacer, marcar, pedir a gritos ejecutar su novedad, sus fantasías
prostibularias, y entonces ese más, que no dejaba de ser iniciático y
premonitorio a la vez, ese más que se repitió durante todo aquel verano, era
entre Guillermo y yo un pacto por corromper” (p. 29).
Los perros: “me
empecé a encariñar con ellas, por costumbre y porque me hicieron la típica
emboscada tierna de los perros” (p. 40).
La palabra: “La
palabra es primero.” (p. 41).
Los hombres: “Les
cuento un secreto que vale guita: casi todo político soñó con ser un crack,
pero no se le dio, por rotura de ligamentos, por procedencia de clase, por
morfón.” (p. 79).
Las mujeres: “si
cada mañana no me plancho el pelo doy uruguaya de Rocha” (p. 100).
Los hombres (bis):
“El trillizo abre grandes los ojos y me muestra lo que quería que mirara: una
verga común.” (p. 151).
La corrupción:
“Así vivimos la tercera ola de amor de nuestra pareja. La primera ola, el
verano. La segunda ola, la noche gourmandise, y la tercera ola, la tajada.
Pensábamos que era merecida, es decir, que estaba mal pero estaba bien.” (p.
183).
La tecnología:
“Pusieron mis dos vibradores en la mesa del comedor al lado de mi iPad y de la
pava eléctrica que les había prestado Fina”. (p. 194).
El matrimonio:
“Tenía que comenzarlo y tenía que pedirle piedad, las dos cosas a la vez. Pero
como ella nunca tuvo marido no la creí capaz de manejar esa ambigüedad.” (p.
259).
Las mujeres (bis):
“entonces solo me dediqué a hacer comentarios maliciosos sobre ella, su ropa,
su cara, su estatura inacabada.” (p. 267).
La
responsabilidad: “Todos los días en la cárcel del arrepentimiento son así:
melancólicos y sin ningún respeto por el destino. La culpa es siempre de uno.”
(p. 269).
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