Desde que rearmé la
biblioteca que me quedó después de dos mudanzas, la de los libros que más
quiero, hace unos meses, la miro con ganas, queriendo releer todo. El fin de
semana largo del 8 de diciembre viajaba a Uruguay para un casamiento y decidí
llevar la trilogía involuntaria de Mario Levrero, que leí hace tanto tiempo que todavía no tenía este blog, este blog que ya nadie lee y que cada vez siento más
absurdo.
La trilogía involuntaria
comienza con La ciudad, que comienza con un epígrafe de Kafka que marca el tono
de lo que se viene. Un diálogo en el que alguien dice que ve una ciudad y otra
persona responde poniendo en duda que el primero esté viendo una ciudad,
diciendo que apenas se ven “contornos imprecisos en la niebla”. A lo largo del
libro (¿la novela?), nada nunca será preciso: los edificios no responden a la
forma que tienen los edificios, los mapas no son mapas o lo son de lugares
irreconocibles, los libros tienen palabras que no son palabras, letras que no
son letras. Por ejemplo, pero esto es válido para casi cualquier descripción:
“aquella pared parecía de mármol, o tal vez de azulejos, aunque es probable que
no se tratara de ninguna de estas cosas”. (p. 135)
La ciudad sigue durante
cuatro días a un protagonista cuyo nombre desconocemos. Comienza en una casa
que “no había sido habitada ni abiertas sus puertas y ventanas durante muchos
años” (p. 21), y lo sigue en busca de cosas que nunca encuentra y encontrando
cosas que no busca. Un viaje en un camión misterioso, una ciudad que no parece una ciudad, una empresa que no hace ni vende nada, la búsqueda infructuosa de
una mujer, Ana, y el regreso, inverosímil, desde una estación de tren en medio
de la nada, en zorra, hasta otra estación y, finalmente, en un tren con destino
a Montevideo (único momento en el libro en el que se nombra a algo conocido de
la realidad).
¿Qué es real y qué no lo es
en el libro? En tres o cuatro ocasiones el protagonista nos cuenta de sus
sueños, pero la impresión general es que todo el relato puede ser el de un
sueño. Las cosas tienen la imprecisión general, la ausencia de bordes
definidos y el aura absurda de los sueños. Y, sobre todo, la concepción del tiempo
de los sueños, de relojes derretidos: “Fue en ese momento que descubrí el temor que me dominaba.
¿Cuánto tiempo hacía que vivía preocupado por lo imprevisto? Quizá desde que
salí de la casa, en busca del almacén; quizá desde mucho tiempo atrás, o desde
siempre” (p. 51). La mirada externa de lo mismo se da cuando el protagonista se
mira a un espejo: “la imagen reflejada se parecía tan poco a la que guardaba de
mí mismo en mi memoria que realmente me asustó” (p. 81). (Juntando el epígrafe y los sueños, Borges describió a Kafka como "escritor de pesadillas" - Textos cautivos, t. IV, p. 288).
La ciudad puede pensarse como una rescritura surrealista de la famosa alegoría de la caverna de Platón. El protagonista vive como dentro de
la caverna. A oscuras. Sin saber dónde va ni para qué. Quiere regresar a esa
casa húmeda del comienzo sin saber para qué. Como dice Ana, el camino tiene
poco sentido porque “de todos modos no llegaremos nunca a ninguna parte” (p.
38). Este gran sueño, o esta pesadilla leve, o abrumadora, como una metáfora
del absurdo de la vida.
El libro tiene tres tipos
de personajes: quienes esperan algo con una fe incomprensible (como Giménez);
quienes representan papeles que parecen estar ahí solo para completar lo que ve
nuestro protagonista, como los personajes secundarios de un parque temático; o quienes
vagan sin saber a dónde van ni por qué. No parece haber volición o posibilidad
creadora (de hecho, el sexo se intuye como deseo pero no se concreta). Giménez
pregunta al protagonista qué ha sacado en limpio y él responde “que,
evidentemente, en el mundo hay muchas cosas que no comprendo. (...) que cada
día que pasa voy comprendiendo menos.” Agregando después ya fuera del diálogo:
“Desde que había salido de aquella casa -no; más bien desde que había llegado,
o tal vez desde mucho tiempo atrás- no había hecho otra cosa que andar perdido
en un mar inmenso, que lo abarcaba todo” (p. 79).
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