jueves, 15 de diciembre de 2022

Un tren a ningún lado

 


Desde que rearmé la biblioteca que me quedó después de dos mudanzas, la de los libros que más quiero, hace unos meses, la miro con ganas, queriendo releer todo. El fin de semana largo del 8 de diciembre viajaba a Uruguay para un casamiento y decidí llevar la trilogía involuntaria de Mario Levrero, que leí hace tanto tiempo que todavía no tenía este blog, este blog que ya nadie lee y que cada vez siento más absurdo.

La trilogía involuntaria comienza con La ciudad, que comienza con un epígrafe de Kafka que marca el tono de lo que se viene. Un diálogo en el que alguien dice que ve una ciudad y otra persona responde poniendo en duda que el primero esté viendo una ciudad, diciendo que apenas se ven “contornos imprecisos en la niebla”. A lo largo del libro (¿la novela?), nada nunca será preciso: los edificios no responden a la forma que tienen los edificios, los mapas no son mapas o lo son de lugares irreconocibles, los libros tienen palabras que no son palabras, letras que no son letras. Por ejemplo, pero esto es válido para casi cualquier descripción: “aquella pared parecía de mármol, o tal vez de azulejos, aunque es probable que no se tratara de ninguna de estas cosas”. (p. 135)

La ciudad sigue durante cuatro días a un protagonista cuyo nombre desconocemos. Comienza en una casa que “no había sido habitada ni abiertas sus puertas y ventanas durante muchos años” (p. 21), y lo sigue en busca de cosas que nunca encuentra y encontrando cosas que no busca. Un viaje en un camión misterioso, una ciudad que no parece una ciudad, una empresa que no hace ni vende nada, la búsqueda infructuosa de una mujer, Ana, y el regreso, inverosímil, desde una estación de tren en medio de la nada, en zorra, hasta otra estación y, finalmente, en un tren con destino a Montevideo (único momento en el libro en el que se nombra a algo conocido de la realidad).

¿Qué es real y qué no lo es en el libro? En tres o cuatro ocasiones el protagonista nos cuenta de sus sueños, pero la impresión general es que todo el relato puede ser el de un sueño. Las cosas tienen la imprecisión general, la ausencia de bordes definidos y el aura absurda de los sueños. Y, sobre todo, la concepción del tiempo de los sueños, de relojes derretidos: “Fue en ese momento que descubrí el temor que me dominaba. ¿Cuánto tiempo hacía que vivía preocupado por lo imprevisto? Quizá desde que salí de la casa, en busca del almacén; quizá desde mucho tiempo atrás, o desde siempre” (p. 51). La mirada externa de lo mismo se da cuando el protagonista se mira a un espejo: “la imagen reflejada se parecía tan poco a la que guardaba de mí mismo en mi memoria que realmente me asustó” (p. 81). (Juntando el epígrafe y los sueños, Borges describió a Kafka como "escritor de pesadillas" - Textos cautivos, t. IV, p. 288). 

La ciudad puede pensarse como una rescritura surrealista de la famosa alegoría de la caverna de Platón. El protagonista vive como dentro de la caverna. A oscuras. Sin saber dónde va ni para qué. Quiere regresar a esa casa húmeda del comienzo sin saber para qué. Como dice Ana, el camino tiene poco sentido porque “de todos modos no llegaremos nunca a ninguna parte” (p. 38). Este gran sueño, o esta pesadilla leve, o abrumadora, como una metáfora del absurdo de la vida.

El libro tiene tres tipos de personajes: quienes esperan algo con una fe incomprensible (como Giménez); quienes representan papeles que parecen estar ahí solo para completar lo que ve nuestro protagonista, como los personajes secundarios de un parque temático; o quienes vagan sin saber a dónde van ni por qué. No parece haber volición o posibilidad creadora (de hecho, el sexo se intuye como deseo pero no se concreta). Giménez pregunta al protagonista qué ha sacado en limpio y él responde “que, evidentemente, en el mundo hay muchas cosas que no comprendo. (...) que cada día que pasa voy comprendiendo menos.” Agregando después ya fuera del diálogo: “Desde que había salido de aquella casa -no; más bien desde que había llegado, o tal vez desde mucho tiempo atrás- no había hecho otra cosa que andar perdido en un mar inmenso, que lo abarcaba todo” (p. 79).

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