lunes, 29 de mayo de 2023

Fallar

 


Leí un poco menos de 200 páginas de El traductor, novela de Salvador Benesdra calificada por Elvio Gandolfo como una de las mejores de la historia argentina y uno de esos libros que algunos miembros de la intelligentsia argentina, lo que sea que sea eso, comenzaron a comentar en los últimos tiempos: baste decir que la publicó Eterna Cadencia, esa editorial de altas pretensiones, y que fue mencionada recientemente en su newsletter por Esteban Schmidt, escritor de escritores. 

El lector de este blog, ser mitológico, ya sabe lo que viene: me pareció un bodrio.

La novela –lo que leí de ella– gira en torno de un personaje difícil de querer, Mario Zevi, y parece cruzar tres argumentos: el romántico, el empresario-laboral y el político-ideológico. Zevi es traductor de una editorial progresista poco después de la caída del Muro de Berlín y se engancha (quizás más por odio que por amor) en una difícil relación con Romina, una joven adventista. La novela tiene una música, de eso no hay duda, una cadencia que me recuerda al mejor Halperín Donghi, frases largas con muchas subordinadas, que hay que dejar entrar en segundo plano para que la cosa quede. 

Pero me aburrió. Me aburrió y me molestó. 

Lo más molesto, para mí, resultó la relación con la adventista. Un ex trotskista judío porteño y una salteña adventista que vienen de mundos ideológicos distintos y que no logran ninguna conexión sexual: “Oír palabras de amor puede a uno consolarlo de muchas malas cogidas. Pero no de infinitas. A la larga, el frío de la piel se impone sobre las palabras más ardientes.” (p. 153). Pero Zevi insiste en querer lograr lo imposible, hacer acabar a su objeto, y va y viene pero no zafa de la adventista (al menos hasta la página 200, donde ya nos dicen que la cosa no va a terminar bien). 

También nos dicen que terminará mal para Zevi la trama laboral. Zevi es traductor en una editorial progresista (“Ni oficinista ni creador, ni amo ni esclavo, sino intermediario del lenguaje” - p. 38) y logra por un tiempo un puesto que deseaba. Benesdra aprovecha para burlarse del progresismo. “Los progresistas son siempre unos cagones, turco” (p. 120), le dice el amigo a Zevi en una conversación larguísima y con un lenguaje que no suena de ninguna manera al que puedan usar dos amigos charlando, y Benesdra usa esta trama para ironizar sobre esas empresas tan argentinas, empresas de gente de izquierda que siempre, en algún momento, llegan a tensiones entre la parte “empresa” y la parte “izquierda”. 

La tercera trama, sobre este mundo post Guerra Fría, está, creo, dentro de la cabeza de Zevi, que tiene que traducir a un neonazi alemán que lo tiene hipnotizado, y que nos hace pensar que producirá algún choque interno en las ideas de Zevi. 

Hay, claro, contactos obvios entre las tres tramas: trotskista/adventista, progresismo en el mundo laboral, ideas tras la caída de las ideologías. Y podemos creer –le doy crédito a Benesdra– que junta las tres cosas al final de las 650 páginas, produciendo una especie de Montaña Mágica de las Pampas, pero me aburrió y cerré antes de las 200 páginas. 

Quizás fallé como lector.


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