Leí un poco menos
de 200 páginas de El traductor,
novela de Salvador Benesdra calificada por Elvio Gandolfo como una de las
mejores de la historia argentina y uno de esos libros que algunos miembros de
la intelligentsia argentina, lo que sea que sea eso, comenzaron a comentar en
los últimos tiempos: baste decir que la publicó Eterna Cadencia, esa editorial de
altas pretensiones, y que fue mencionada recientemente en su newsletter por Esteban Schmidt, escritor de escritores.
El lector de este
blog, ser mitológico, ya sabe lo que viene: me pareció un bodrio.
La novela –lo que
leí de ella– gira en torno de un personaje difícil de querer, Mario Zevi, y
parece cruzar tres argumentos: el romántico, el empresario-laboral y el
político-ideológico. Zevi es traductor de una editorial progresista poco
después de la caída del Muro de Berlín y se engancha (quizás más por odio que
por amor) en una difícil relación con Romina, una joven adventista. La novela
tiene una música, de eso no hay duda, una cadencia que me recuerda al mejor
Halperín Donghi, frases largas con muchas subordinadas, que hay que dejar
entrar en segundo plano para que la cosa quede.
Pero me aburrió. Me
aburrió y me molestó.
Lo más molesto,
para mí, resultó la relación con la adventista. Un ex trotskista judío porteño
y una salteña adventista que vienen de mundos ideológicos distintos y que no
logran ninguna conexión sexual: “Oír palabras de amor puede a uno consolarlo de
muchas malas cogidas. Pero no de infinitas. A la larga, el frío de la piel se
impone sobre las palabras más ardientes.” (p. 153). Pero Zevi insiste en querer
lograr lo imposible, hacer acabar a su objeto, y va y viene pero no zafa de la
adventista (al menos hasta la página 200, donde ya nos dicen que la cosa no va
a terminar bien).
También nos dicen
que terminará mal para Zevi la trama laboral. Zevi es traductor en una
editorial progresista (“Ni oficinista ni creador, ni amo ni esclavo, sino
intermediario del lenguaje” - p. 38) y logra por un tiempo un puesto que
deseaba. Benesdra aprovecha para burlarse del progresismo. “Los progresistas
son siempre unos cagones, turco” (p. 120), le dice el amigo a Zevi en una
conversación larguísima y con un lenguaje que no suena de ninguna manera al que
puedan usar dos amigos charlando, y Benesdra usa esta trama para ironizar sobre
esas empresas tan argentinas, empresas de gente de izquierda que siempre, en
algún momento, llegan a tensiones entre la parte “empresa” y la parte
“izquierda”.
La tercera trama,
sobre este mundo post Guerra Fría, está, creo, dentro de la cabeza de Zevi, que
tiene que traducir a un neonazi alemán que lo tiene hipnotizado, y que nos hace
pensar que producirá algún choque interno en las ideas de Zevi.
Hay, claro,
contactos obvios entre las tres tramas: trotskista/adventista, progresismo en
el mundo laboral, ideas tras la caída de las ideologías. Y podemos creer –le
doy crédito a Benesdra– que junta las tres cosas al final de las 650 páginas,
produciendo una especie de Montaña Mágica
de las Pampas, pero me aburrió y cerré antes de las 200 páginas.
Quizás fallé como
lector.
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