Leí El
Plan Limón, de mi amigo Claudio Weissfeld, una novela rápida y divertida
que es quizás tanto sobre su personaje principal, Darío Miller, como sobre la
Buenos Aires de los años noventa en la que se desarrolla.
Sin ir más
lejos, la primera escena ocurre en un Blockbuster, donde la novia le dice a
Darío que ella se encarga de agarrar un pote de helado Haggen Dazs sabor
caramel. Por la ventana, Darío cree ver que pasa caminando su viejo
psicoanalista, Fainstein. Quizás esa aparición, real o imaginada, es lo que le
despierta una crisis en el peor momento (además de la necesidad de volver a ver
al durísimo psicoanalista). Se terminan los noventa y, en medio de la recesión
previa a la gran crisis, con despidos por todos lados, Darío se pregunta cuándo
se convirtió en un burgués; se pregunta qué pasó con el Darío de los 20, que
veía cine arte, y que ahora compra helado alquilando películas pochocleras;
cuándo se convirtió en funcionario gris de una empresa y casi casado con
Valeria, una mina que ya no le despierta nada. Se pregunta si Valeria la
burguesa o Karina, que “[m]ilitaba en el CPT, TFO, o alguna otra sigla de una
organización de progresistas que se sacan las Reebok para visitar Ciudad Oculta
los sábados a la tarde” (p. 24).
En ese
contexto, comete el error, o el fallido, de estar en medio de una manifestación
en contra de los despidos en su empresa: termina golpeado por la policía,
despedido y enganchado con Karina, sin que ello le permita definir su camino.
Como le dice a Karina: “Si estoy con Valeria, el psicólogo me acusa de burgués
neo conservador. Si estoy con vos, mi viejo cree que soy un trosko. Ahora
pienso en viajar a Israel y me decís terrorista. ¿Por qué no se van todos a la
concha de su madre?” (p. 111).
Ese es un
lugar importante: detrás de esta trama del presente está la del pasado; desde
temprano nos dicen que hay algo que resolver con la madre. Y el viaje a Israel,
a través del Plan Limón que organiza la comunidad de Darío, puede ser lo que
resuelva tanto ese pasado como la pregunta por el futuro de Darío. Y todo
alrededor de esto está, como un personaje principal, la Buenos Aires de los
noventa –con sus marcas (Romanaccio, Telefunken, Pringles), sus jugadores de
fútbol (Batistuta y Balbo, pero también Carrario, el Gallego González y
Pobersnik), los locutorios, los call centers, los bares viejos que aún
resisten–, lo que hace de El Plan Limón una novela particularmente
divertida para quienes anduvimos por ahí.
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