Luché como casi ya no lucho para
terminar un libro.
Y claudiqué. No me gustó lo que
leí de El Libro de los Afectos Raros,
libro de cuentos de Carlos Gamerro. Llegué más o menos hasta la mitad, a la
hoja 91 de 168, dejé sin terminar el cuarto cuento de un total de siete.
¿Qué efecto raro me causó? La verdad es que no me divirtieron muchos los cuentos. Dos de los que leí me interesaron: el
primero tenía algún misterio, y el tercero trataba problemas de
pareja en medio de un alzamiento carapintada. El tercero, sobre sado-masoquismo en el ambiente del fisiculturismo me molestó un poco. En el cuarto dejé de insistir: era sobre la relación entre un profesor particular y una alumna de nueve años, un
cruce entre Lolita y Don't stand so close to me. Los temas,
digamos, no me atraparon.
Sobre todo, sin embargo, no
logré sentirme cómodo con la prosa. Como cuando leí "sus pechos altos y
perfectos brillaron en una breve ráfaga de seducción" (p. 65); o: "En
esa repentina quietud que sucede a la puesta del sol, y que parece alimentarse
de la luz menguante, su voz sonó con un timbre metálico, como si proviniera de
las reverberaciones de un extraño gong golpeado por un lejano chino de película
y acercado por la extraña sonoridad de la superficie del agua." (p. 24)
Lo que más me gustó, porque
siempre hay algo que gusta, fue esta: "no hay nada más obsceno que el
cuerpo de una mujer hermosa cuando ya no nos produce deseo." (p. 20)
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