Es muy cruel esa
canción que le cantan a un club que tuvo que dejar su estadio y construyó otro
estadio en otro barrio mucho tiempo después. Un libro, como un club, no puede
no tener barrio. Tiene que ser de algún lado, tiene que tener un corazón
geográfico y desde ahí puede extenderse al mundo. Barcelona FC es universal
desde la particularidad. La máxima de pinta tu aldea y pintarás el mundo parte
de ahí; contame la particularidad y llegarás a la universalidad porque todos
tenemos algo en común. Pero si querés pasar de lo universal a lo particular, al
menos en la literatura, me parece que no va.
Eso me pasó con El
amante japonés, de Isabel Allende. Me costó desde el principio; me pareció un
poco difícil engancharme con una historia escrita por una autora chilena que
ocurre en California y en la que protagonizan una chica de Moldavia (sí, sí,
Moldavia), un hijo de inmigrantes japoneses y una judía polaca que emigró justo
antes de que su familia muriera en el Holocausto. Intenté igual porque estoy en
plan limpiar la mesa de luz de libros que tengo allí hace demasiado tiempo,
pero en la página 59 escribí en un margen: “esta prosa no tiene código postal”.
De qué barrio sos, amante japonés, pienso ahora, y me acuerdo de una banda de
rock argentina formada por hijos de inmigrantes japoneses que se llama Los Tintoreros. Su
primer disco se llama Chas Park. ¿Ven lo que hicieron? Le pusieron nombre de
barrio, como 2 Minutos con Valentín Alsina. No quiere decir que esos discos sean buenos, pero tienen que empezar sonando auténticos.
“Martha y Sarah, las
hijas de los Belasco, vivían en un mundo tan distinto al de Alma, sólo
preocupadas por la moda, las fiestas y los posibles novios, que cuando se
topaban con ella en los vericuetos de la mansión de Sea Cliff o en las raras
cenas formales en el comedor, se sobresaltaban sin poder recordar quién era esa
chiquilla y por qué estaba allí.” Esa cita, que comienza en la página 58, me
hizo anotar en el margen lo del código postal. La otra manera de decir lo que
me pasó con este libro es que es el opuesto a lo que me pasó con El libro de la locura de Anne Sexton traducido por Noe Torres: ahí decía que el libro no
parecía traducido, que eran palabras que fluían; en cambio, este libro parece traducido:
“nadie podía jactarse de conocerla, hasta que Irina Bazili logró penetrar en la
fortaleza de su intimidad.” (p. 33) Y es lógico que parezca traducido, porque
si por un segundo imaginamos que esos personajes existen y viven en San
Francisco, ¿en qué otro idioma van a hablar sino en inglés? Pero la lógica no
lo hace sonar, al menos para mí, menos artificial, y alrededor de la página 100
me di por vencido.
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