lunes, 22 de julio de 2019

De qué barrio sos




Es muy cruel esa canción que le cantan a un club que tuvo que dejar su estadio y construyó otro estadio en otro barrio mucho tiempo después. Un libro, como un club, no puede no tener barrio. Tiene que ser de algún lado, tiene que tener un corazón geográfico y desde ahí puede extenderse al mundo. Barcelona FC es universal desde la particularidad. La máxima de pinta tu aldea y pintarás el mundo parte de ahí; contame la particularidad y llegarás a la universalidad porque todos tenemos algo en común. Pero si querés pasar de lo universal a lo particular, al menos en la literatura, me parece que no va.
Eso me pasó con El amante japonés, de Isabel Allende. Me costó desde el principio; me pareció un poco difícil engancharme con una historia escrita por una autora chilena que ocurre en California y en la que protagonizan una chica de Moldavia (sí, sí, Moldavia), un hijo de inmigrantes japoneses y una judía polaca que emigró justo antes de que su familia muriera en el Holocausto. Intenté igual porque estoy en plan limpiar la mesa de luz de libros que tengo allí hace demasiado tiempo, pero en la página 59 escribí en un margen: “esta prosa no tiene código postal”. De qué barrio sos, amante japonés, pienso ahora, y me acuerdo de una banda de rock argentina formada por hijos de inmigrantes japoneses que se llama Los Tintoreros. Su primer disco se llama Chas Park. ¿Ven lo que hicieron? Le pusieron nombre de barrio, como 2 Minutos con Valentín Alsina. No quiere decir que esos discos sean buenos, pero tienen que empezar sonando auténticos.
“Martha y Sarah, las hijas de los Belasco, vivían en un mundo tan distinto al de Alma, sólo preocupadas por la moda, las fiestas y los posibles novios, que cuando se topaban con ella en los vericuetos de la mansión de Sea Cliff o en las raras cenas formales en el comedor, se sobresaltaban sin poder recordar quién era esa chiquilla y por qué estaba allí.” Esa cita, que comienza en la página 58, me hizo anotar en el margen lo del código postal. La otra manera de decir lo que me pasó con este libro es que es el opuesto a lo que me pasó con El libro de la locura de Anne Sexton traducido por Noe Torres: ahí decía que el libro no parecía traducido, que eran palabras que fluían; en cambio, este libro parece traducido: “nadie podía jactarse de conocerla, hasta que Irina Bazili logró penetrar en la fortaleza de su intimidad.” (p. 33) Y es lógico que parezca traducido, porque si por un segundo imaginamos que esos personajes existen y viven en San Francisco, ¿en qué otro idioma van a hablar sino en inglés? Pero la lógica no lo hace sonar, al menos para mí, menos artificial, y alrededor de la página 100 me di por vencido.

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