Leí Las chicas no lloran, de Olivia Gallo: me movilizó y me perturbó por su contenido y me atrapó por su forma.
En la contratapa del libro, Maga Etchebarne dice que la autora es una joven “sabia”. La palabra me llamó la atención porque me acordé de que en la contratapa del libro de Maga, Los mejores días, Inés Estévez decía que era un libro sobre “mujeres sabias” y a mí no me pareció. Me pareció que las chicas de los cuentos de Maga no habían aprendido a vivir; que creían que porque hacían cosas que sus padres no aprobarían (coger, tomar drogas, tomar alcohol) eran sabias y eso, a mí, no me parecía sabiduría. (Quizás leo demasiado como padre de hijas...) Estévez hablaba de los personajes de Magalí, y Magalí habla de Olivia, no de sus personajes. Yo me quedo con sus personajes, no con la autora, y sus personajes no me parecen sabias; no me despiertan admiración, ni siquiera envidia, como podría ocurrir: me despiertan tristeza.
El hilo conductor principal de estos cuentos es la desesperanza, la nostalgia (a una edad muy temprana), la tristeza y la falta de sentido, de proyecto. La nostalgia es muy llamativa: como dice en “Caramelos ácidos de limón”, un excelente cuento en el que una chica es testigo del suicidio de un amigo de sus padres, “Esa fue la primera vez que sentí en el pecho el nudo horrible y hermoso de la nostalgia.” (p. 34) La nostalgia está presente en “El lugar más seguro del mundo”, en el que una chica vuelve a Mar del Plata, recuerda años pasados y ve que ya no es tan chica; está en “El ruido de mil moscas”, en el que una chica va al zoológico con un novio con el que ya sabe que no vale la pena seguir (mientras piensa si sale con otro chico).
Hay algo de esperanza en tres cuentos. En “Áfrika”, dos chicos se van, quizás para no volver; y aunque parece un escape más que un proyecto, no podemos asegurar que no vaya a funcionar. En “La primera letra”, una chica tiene un novio que no le convence y comienza una amistad con un compañero de trabajo. Y en “El susurrador de caballos”, una chica reactiva, mucho tiempo después, una amistad con un chico que había sido cortada por la adolescencia. En los tres casos, la esperanza se intuye apenas (en el tercero el cuento termina con un “hola” en un chat). Por lo demás, ahí andan estas chicas: en parejas que no van a ningún lado, y con más conciencia del bajón que del high de sus experiencias con las drogas: leemos “Yo empecé a sentir el bajón: una especie de tristeza prehistórica y latente que de repente se despertaba y se expandía por el cuerpo.” (p. 27) pero no la descripción del momento de euforia. Son chicas para quienes “La fiesta siempre está en otro lugar.” (p. 39)
La tristeza “prehistórica” es el bajo continuo de esta obra que es al mismo tiempo hermosa por el tono, las imágenes y por una poética especial. Hay “edificios plateados que se amontonan sobre las avenidas como liendres” (p. 9), árboles que crecen “altos y torcidos como adolescentes” (p. 77-8) y “una calle lacia, distinta de las adoquinadas” (p. 105). Es un libro tan bello como triste.
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