Acabo de terminar de
ver The Vietnam War, un documental de 10 episodios y 18 horas de duración, y es
una de las cosas más conmovedoras que he experimentado como lector. Lo escribo
así en Twitter y alguien - @GustArballo - me felicita por el comentario. Respondo
que sí, que es como leer, en parte porque terminé de leerlo y sentí la
necesidad de escribir sobre lo que me pasó, como hago con cada libro que leo
hace algunos años y, así, soy uno de los pocos seres humanos que aún tienen un
blog.
Me va a ser imposible
hacer de esto una reseña, como hago con los libros, porque no fui tomando notas
como hago en los márgenes de los libros; no fui subrayando y anotando; y sé de
cine mucho menos de lo que sé de libros, que de por sí es bastante poco. Pero siento que
tengo que dejar algo por escrito. Lo cual puede ser, al fin de cuentas, una
nueva autoreferencia, la segunda en dos párrafos de este texto (¿esta es la
tercera?)
El documental es
extraordinario por muchas razones. Primero, obviamente, por el material de
origen: una guerra que duró, para los vietnamitas, prácticamente 30 años
(1945-1975); y que tuvo todo tipo de condimentos desde lo puramente militar, lo
político doméstico (lo que ocurría al interior de cada país), lo geopolítico,
lo ideológico, el choque de civilizaciones distintas y las millones de
historias personales, concretas, de quienes fueron formados, deformados y
destruidos por esa guerra. (Historias como la de Tim O’Brien, que aparece en el documental y de quien leí el impresionante What they carried). En segundo lugar, por el material fílmico y
fotográfico: los periodistas tuvieron un grado de acceso a esa guerra que quizás
nunca antes tuvieron ni tendrán; ves entrevistas a soldados en medio de la
batalla y no podés creer que eso sea real. Viste tantas películas y series de Vietnam que te cuesta terminar de caer en la cuenta que esos cuerpos son reales. Tercero, por lo que los realizadores
hacen con eso, la genialidad con la que cuentan la historia y las historias de
algunos de los que estuvieron ahí, historias que me llevaron una y otra vez a
las lágrimas.
Esto no puede ser una reseña pero igual dejo tres apuntes sobre tres momentos que me conmovieron. El primero es con la historia de Hal Kushner,
un cirujano, mayor del ejército, que es prisionero de guerra durante años. Al
contar su liberación, relata que lo llevan a un avión y que ahí le dicen qué
querés, tenemos todo lo que quieras, y el tipo dice que pidió una Coca Cola con
hielo molido y en el momento que lo dice, que dice algo tan simple como “a coke
with crushed ice” se le quiebra la voz. Porque así de fácil es, a veces, así de
finito es lo que nos separa de la inhumanidad, lo que nos conecta con nuestras vidas. De eso habla el segundo momento, con Matt
Harrison, un oficial que dice que “la pátina de la civilización es muy fina (…)
una y otra vez vi a un buen muchacho joven, de Huron, South Dakota, que allá en
Huron ayudaba a las viejitas a cruzar la calle y que iba a la iglesia todos los
domingos. (…) No hacía falta mucho tiempo para que esa pátina de civilización
se erosionara y ahora era capaz de hacer cosas que simplemente son inhumanas”.
Y el tercero es, hacia el final, cuando se ve y se discute sobre el memorial en
Washington, y me vino a la mente el recuerdo de llegar al memorial del Holocausto
en Berín, perderme en medios de esos pilotes y sentir la opresión, la angustia,
total.
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