El cerebro, dicen,
categoriza. Pone cosas en categorías; la gente es cristiana, atea, judía, musulmana u otra; los libros son novelas, cuentos, poesía, no ficción, etc. El libro de Esteban
Serrano, No quiero que te olvides de mí,
está en la categoría de ensayos sobre consumos culturales que armó la editorial Indie; pero también está en la de no ficción intimista; en la de libros de mis amigos; en la de libros que
leí en taller mientras se estaban escribiendo (como La caja Topper de Nico Gadano). Y en la categoría de libros hermosos, claro; tanto que odio un poco no
poder tenerlo en papel.
La colección
“Paraíso ordenado” publica ensayos de autores que cuentan cómo influyeron sobre
ellos determinados productos culturales. Esteban habla de La sociedad de los poetas muertos, una película de 1989 que
movilizó a buena parte de quienes éramos adolescentes por esa época. Pero habla sobre
mucho más que eso, en planos superpuestos: se cruza el recuerdo de ver la
película en un cine, consumo que obró como catalizador de un duelo no
cerrado por el suicidio de su abuelo; la relectura metódica y obsesiva de la
misma película por Netflix treinta años después y la misma pregunta y otras
preguntas por ese duelo; la reconstrucción del autor de su adolescencia; la
mirada del autor sobre su presente; y una reflexión sobre lo que une a aquel
hijo con el padre de hoy, es decir, sobre la familia, la paternidad y la
transmisión de los mandatos.
El libro está
construido en un formato raro, con capítulos muy cortos, cada uno de los cuales comenta tres minutos de la película, va al pasado y vuelve al presente.
Esa elección, quizás artificial, le permite a Esteban tener un ritmo muy
especial que se mantiene durante todo el libro como una vocecita que no para de
hacerse preguntas adentro de su cabeza. Es que Serrano mira con extrañeza su
adolescencia, su actualidad y todo eso que pasó en el medio entre aquel
adolescente que llora desconsolado en el cine y este padre que trata de
entender qué es una familia. En el medio, él mismo fue, por momentos, “ese
extra, fuera de foco, en segundo plano, comiendo disimuladamente. Una bolsa de
palitos salados Leone, abajo de mi banco.” (l. 246) En el medio, “las
decisiones son de otros. ¿Es eso el destino?” (l. 93)
La película se une
con la vida del autor al hablar de abuelos, padres e hijos. “Ser padre es
complicado, sobre todo cuando nos pasa como le pasa a Mr. Perry, que creemos
que se trata demasiado de nosotros mismos.” (l. 142) El Sr. Perry es el padre
del suicida; el autor es el nieto del suicida; y el padre de un chico de 13 y de una chica de
dieciséis de quien dice “Ya siento que en muchas cosas me ve como un escalón por
el que tiene que pasar.” (l. 121) La forma de su reflexión es curiosa porque
une la obsesión metódica del formato de los tres minutos con un formato casi
psicoanalítico de metáforas que son asociaciones libres. Quizás en el mejor
momento del libro, el autor piensa, en medio de una fiesta de cumpleaños, sobre
los esquimales viejos que se van a morir solos y termina con una nave espacial:
“Mientras se reparten pedazos de torta negra de cumpleaños a diestra y
siniestra, en los platitos finos de las ocasiones especiales, pienso que un
iglú es como una cápsula espacial. Una cápsula espacial que no va a ningún
lado. Y pienso que una familia también es una cápsula espacial pero defectuosa.
Sin rumbo y sin instrucciones.” (l. 801)
Consumos
culturales como aquella película y como este ensayo ayudan a darle sentido a esa experiencia de ser parte de una familia; no
llegan a ser mapas ni manuales, pero quizás sí muletas; o la sombra de un árbol donde
descansar en el medio de un viaje interminable desde ningún lado hacia ningún
otro lado.
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