El primero de mayo estaba en la cama leyendo Elogio de la sombra y se acercó hija#2; se subió a la cama y me preguntó si leía Borges. Le dije que sí y le dije “vení, leamos este que te va a gustar”. Leímos “Junio, 1968”, un poema en el que un Borges casi ciego, consciente de que está en “la tarde de oro” de la vida, disfruta de estar en una biblioteca a pesar de que “sabe que ya no podrá descifrar / los hermosos volúmenes que maneja” porque “siente esa felicidad peculiar / de las viejas cosas queridas.” En la segunda lectura, con un poco de ayuda, hija#2 vio un poco más de lo que pasaba: los libros, la biblioteca, el hombre grande y casi ciego, la textura de los libros en sus manos. Hija#2, que ama los libros, entendió algo.
Ese poema es la sensación que me queda después de una lectura de Elogio de la sombra: la de un Borges calmo, más tranquilo en su propia piel. En el prólogo, dice que “A los espejos, laberintos y espadas que ya prevé mi resignado lector se han agregado dos temas nuevos: la vejez y la ética.” (p. 379) La vejez y la muerte están, efectivamente, muy presentes. En “Heráclito”, en “Las cosas”, en “Una oración”, en “His end and his beginning”, en “Un lector” y, obviamente, en el final “Elogio de la sombra”: “Esta penumbra es lenta y no duele; / fluye por un manso declive / y se parece a la eternidad.” Detrás de todo está muy presente, también, como siempre, la pregunta por la identidad. En “El laberinto” dice “He olvidado / los hombres que antes fui”. En “Fragmentos de un evangelio apócrifo” dice “Nadie es la sal de la tierra, nadie, en algún momento de su vida, no lo es.” (También dice esta belleza: “Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena.”) Y claro, el último verso del último poema, el que le da el nombre al libro, que junta la identidad con la muerte: “Pronto sabré quién soy.”
Hay unos cuantos textos políticos. En “A cierta sombra, 1940” hay una clarísima postura pro-aliados: “Que no profanen tu sagrado suelo, Inglaterra / el jabalí alemán y la hiena italiana”. “Pedro Salvadores” refiere la historia de un unitario que se esconde de la mazorca en un sótano durante nueve años y que al huir Rosas emerge gordo, blanco, hablando en voz baja. Salvadores nunca recupera sus campos, muere en la miseria y el texto concluye: “Como todas las cosas, el destino de Pedro Salvadores nos parece un símbolo de algo que estamos a punto de comprender.” Hay tres poemas en defensa de Israel: “A Israel” (“Salve, Israel, que guardas la muralla / de Dios, en la pasión de tu batalla”); “Israel” (Israel como un mismo hombre, con distintas imágenes del judío en la historia, “que ahora ha vuelto a su batalla, / a la violenta luz de la victoria, / hermoso como un león al mediodía.”); e “Israel, 1969” (“Serás un israelí, serás un soldado. (...) Una sola cosa te prometemos: / tu puesto en la batalla.”)
Pero lo que queda es esa sensación de que uno puede volver a uno o dos poemas, leerlos, pensarlos, dejarlos, con la calma de esa tarde de oro, de ese manso declive.
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