“Cierro los ojos y me
invaden un cansancio extremo, una desilusión extrema y algo muy parecido a la
desesperación” (p. 21), nos dice el protagonista de París apenas comienza la
tercera novela de la trilogía involuntaria de Mario Levrero (acá mi lectura de
La Ciudad y acá la de El lugar). El protagonista acaba de llegar a París
después de un viaje en tren de trescientos siglos, y deambula en busca de algo
que él no conoce por una ciudad llena de polvo y que espera la llegada de los
alemanes.
Todo es difuso en París. Si
La ciudad parece un sueño oscuro y El lugar una pesadilla larga y cruel, París
puede muy bien ser el desvío de un loco que cree que puede vivir trescientos
siglos, que puede volar, que no come ni duerme pero sueña y que se puede
comunicar con los árboles. Por momentos, el protagonista parece un dios, un
dios perdido y asustado, por otros simplemente un psicótico. Y a veces, un hombre: perdido, sin rumbo, sin sentido.
Entre lo difuso de París
está el tiempo: no sólo viene el protagonista de ese viaje de trescientos años,
no logra ubicar nunca del todo dónde está en el tiempo. Para potenciar esto, en
muchas oportunidades el autor pasa del presente al pasado en la narración, y el
protagonista llega a decir que “Hay un desajuste en el tiempo que me está
desesperando - dije en voz alta” (p. 41). Y también, como en las dos novelas
anteriores, hay una confusión permanente entre sueño y vigilia, incluso con un
pasaje largo donde el personaje vive en paralelo entre vigilia y sueño,
llevando conscientemente el sueño a un momento donde coincida con la vigilia y
las dos versiones de él pasen a ser una. (El personaje llega a decir: “no veo
que haya mucha diferencia con la vigilia” - p. 81).
Aunque pasa de todo (desde
otra guerra con Alemania, un concierto de Gardel, humanoides voladores) en la
novela no pasa mucho. Al narrador no le pasa mucho (¿o sí?). Llega a París y
busca recordar para qué está allí. Trata de recordar, de ordenar sus ideas,
pero no parece llegar a mucho. En un momento se consolida “la idea de que había
realizado un viaje en ferrocarril de trescientos siglos, de que en ese viaje
había sucedido algo, tal vez conmigo mismo, que lo invalidaba; que el propósito
que me había llevado a emprenderlo ahora yacía olvidado e inútil. Que mi
presencia en París no tenía, ahora, ningún motivo” (p. 94). Y como en La ciudad
y El lugar, piensa en irse aunque no hay dónde ir ni razón para hacerlo: “el
problema es: adónde. Hacía qué lugar, a qué ciudad, a qué país dirigir mi
vuelo” (p. 80).
Sin embargo, desde las
primeras páginas, en la estación de tren, ya le habían dado un indicio de un
motivo posible; un hombre le dice: “no me parece insensato emprender un viaje
para darse cuenta de su inutilidad. Si usted cambia esa naciente desesperación
por una calmada desesperanza, habrá obtenido algo que muchos humanos anhelan”
(p. 22). El mismo llamado, pasar de la desesperación a la desesperanza, se
repite tres veces.
En una interpretación, el
protagonista lo acepta y ríe por ello, por el absurdo de la vida, por el sin
sentido. En una segunda interpretación, el fracaso es total. Tras el desfile de
los humanoides alados en la azotea piensa que quizás el motivo del viaje era
estar en París esa noche para unirse a ellos, pero perdió esa alternativa,
atado por el miedo y el deseo terrenal. El hombre como un ser atrapado entre
imposibles. La tercera interpretación es la locura: “Pensé que nada de esto
tenía sentido. Todo no era más que una fantasía, un delirio. Era probable que
ni siquiera los seres voladores hubieran existido en la realidad, y que hasta
yo mismo careciera de alas” (p. 121). En las tres interpretaciones queda en el
centro de la escena el absurdo de la existencia.
¿Por qué releí la trilogía
involuntaria? No lo sé. Y no puedo decir que me haya gustado. Como en esa
sección donde sueño y vigilia van paralelos, leer estos libros produce en
paralelo el placer de la prosa hipnótica de Levrero y la inquietud del
contenido. Y ahora me dieron ganas de releer La novela luminosa. Raro. Como
Levrero.
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