El
lugar, tomo dos de la
trilogía involuntaria de Mario Levrero, es mucho más oscuro que su predecesor, La ciudad. Si La ciudad parece un sueño con tonos de pesadilla, El lugar parece una pesadilla larga y
cruel en tres actos.
En la primera parte, un
personaje sin nombre despierta en un lugar desconocido y vaga por un tiempo de
imposible indefinición en un laberinto, un laberinto recto interminable de una
habitación tras otra que un predecesor suyo describe como un infierno. A la
entrada del infierno de Dante una inscripción dice que los que ingresan deben
abandonar toda esperanza. Desde temprano, la idea de la (des)esperanza está
presente: “durante el sueño no había concebido mayores esperanzas de que
aquello fuese una pesadilla; desperté con la idea más o menos clara de que
estaba viviendo algo distinto.” (p. 29)
En más de un momento el
personaje cree haber llegado a un lugar reservado para él. Pero sigue adelante,
quizás no con esperanza pero sí con la convicción de que debe encontrar una salida
y con alguna idea de cierto libre albedrío. Cuando encuentra la salida de ese
laberinto recto llega a un “patio”, con otras personas que hablan su idioma.
Allí, nuevamente, parece haber un lugar reservado para él, pero sigue pensando
que debe salir aunque le hacen y se hace la pregunta de para qué y no logra
responderla. Al salir del patio, con una mujer llamada Alicia y un niño, llega
a un lugar que parece replicar el laberinto recto pero en un contexto rural. Y
también encuentra un lugar reservado para él: “el sistema empezaba a repetirse.
La casa parecía estar esperándonos. Los elementos estaban dispuestos para que
nos fuera cómoda; había, además, un escritorio, con una máquina de escribir y
abundante papel. (...) Todo estaba en orden. Me sentí desolado” (p. 131).
Distintos elementos nos
hacen pensar que el personaje de El lugar
es el mismo del de La ciudad,
incluyendo la referencia a una mujer llamada Ana y la información explícita de
que le falta el reloj (p. 20). La gran diferencia es la referencia a los
apuntes que va tomando, que se transforman finalmente en el relato de El lugar. Es en esa casa rural, con
Alicia y el niño donde el narrador estructura este relato, y después de eso
decide irse. Como ocurre en distintos lugares dentro de El lugar, se le presenta un lugar adecuado para él pero lo rechaza
porque no es elegido por él, y decide irse a pesar de no poder decir para qué,
a pesar de no haber una esperanza de algo mejor: “Comencé a explicarle, aunque
cada vez era menos claro para mí mismo, la angustia que me producía estar allí;
aunque todo se pareciera, en ese momento, a lo que alguna vez había deseado –una
vida tranquila en el campo–, no podía tolerar la idea de haber sido llevado
allí contra mi voluntad, de sentirme perdido, extraviado” (p. 132).
Llega así a una tercera
etapa, decididamente urbana, en parte dentro de un hotel, donde hay violencia,
tortura, un erotismo degrandante. Parece, esta etapa, una metáfora de un
totalitarismo. Pero el personaje sigue adelante, a pesar de sufrir violencia y
tortura, y llega finalmente a su ciudad, que imaginamos Montevideo, con una
cicatriz que parece la consecuencia de la tortura sufrida en el hotel y con “las
hojas escritas a máquina” (p. 153) en la casa en el campo.
Allí, en la ciudad, vuelve
a trabajar sobre sus apuntes: “de pronto, al escribir, pensé que no podía ser
casual que en aquel lugar siempre hubiera tenido a mano papel y lápiz” (p.
157). Y si en el lugar se deprimía pensando que su vida allí no era tan distinta
de su vida “real” antes de ser transportado al lugar, en la ciudad siente que
no está mucho mejor que en el lugar: “Ahora que la ciudad, mi ciudad, me
resulta ajena y aun repulsiva, pienso que estoy repitiéndome en mi actitud de
aquel otro lugar. Que no lograré aproximarme realmente a ninguno de mis amigos,
ni a Ana, ni a ninguna otra mujer; que sólo los utilizaba para olvidar la
soledad, para evadirme de este ser que me habita, que me odia, que me obliga a
actuar en contra de mí mismo. (...) El extraño soy yo.” (p. 158).
Así, El lugar se presenta como una metáfora de la vida con una mirada
existencialista. En el patio, cuando se suicida el Francés, mientras el resto
busca explicaciones, el narrador piensa: “¿Cómo explicar que no necesitaba más
motivos que una noche de insomnio y de lucidez para quitarse la vida? Para
quien está realmente vivo, la vida se vuelve a veces muy difícil, puede llegar
a ser intolerable, sin necesidad de motivaciones especiales” (p. 122). La vida puede
ser un infierno, como el laberinto recto; parece un lugar sin esperanzas, sin
posibilidad de conexión verdadera con otros y donde uno busca cierta libertad y
la vida nos presenta estructuras rígidas.
En ese contexto, una opción
parece el suicidio. La otra: escribir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario