“¿Cuánto falta?”, preguntó Benja desde la tercera fila de asientos.
“Ocho minutos”, dijo Memo, porque eso decía Waze que faltaba hasta la esquina donde doblamos para ir a la cancha.
“Y de ahí ocho minutos hasta el acceso, ocho hasta el estacionamiento y ocho hasta el palco”, dije yo.
Fue premonitorio: tardamos exactamente eso hasta el puente rojo y el vallado donde controlan los permisos de estacionamiento; y ocho minutos a paso de hombre hasta el estacionamiento. El acceso estaba obstruido por colectivos estacionados, por gente caminando por la calle y por grupitos de hinchas vestidos de rojo alrededor de vendedores con heladeras de telgopor.
“Qué Fernet generoso”, dijo Sole; un tipo de musculosa negra servía el Fernet en vasos de plástico grandes, y otro abrió una botella de Coca que explotó por el gas, salpicando a todos los muchachos de la ronda.
Estacionamos y caminamos por Alsina; pasamos un cacheo, pasamos debajo de las vías y accedimos al predio. Después de otro cacheo usamos las entradas magnéticas en los molinetes.
“Hoy tenemos que tocar el botín izquierdo de Bochini, con el derecho perdimos”, dijo Benja. Unas semanas atrás, con el enano habíamos tocado el botín derecho de la escultura del ídolo del club tratando, sin éxito, de generar una cábala y una tradición.
“No sé, quizás tenemos que probar sin tocar al Bocha, Benja, ¿qué pensás?”, le dije.
“No, no, hoy el izquierdo, y si perdemos...”
“¡No, Benja!”, lo interrumpí, “hoy no podemos perder, hoy no vamos a perder”.
“No, no, ya sé”, me respondió el hijo menor de Memo, un primo que es amigo pero que en verdad es hermano.
Seguimos por el playón y entramos al estadio por la garganta. Subimos las escaleras y caminamos paralelo al arco de los milagros, viendo a la izquierda la pileta, verde en el final del invierno, y al llegar a la otra garganta enfilamos para el arco de las vías. Ahí miré el reloj heredado del viejo y puse mis manos en los bolsillos del jean. Se estaban cumpliendo los ocho minutos de la última etapa y yo caminaba con las manos en los bolsillos, la campera abierta, la bufanda roja sin atar, cayendo hacia cada uno de los bolsillos donde tenía mis manos, mis zapatos un poco hacia afuera, como si estuvieran marcando las dos menos diez. Estaba caminando en la postura típica de mi viejo, igual a la foto que tenía detrás de su bar, en la que estaba en el otro lugar de sus pasiones, el hipódromo.
Empezamos a bajar las escaleras y escuché a papá decir “vengan, chicos, quédense cerca”. “Síganme”, nos dijo, y nos pasamos del piso del palco que tenemos con Memo; llegamos a la planta baja y doblamos a la izquierda, “por acá”, y entramos al túnel que lleva a la popular local. “Quiero ver cómo forma la reserva”, dijo el viejo, y ahí sobre la pared de siempre estaba pegado un papel membretado, con los números gordos en rojo. El equipo titular iba con Goyén; Clausen, Villaverde, Trossero y Killer; Giusti, Marangoni, Burruchaga y Bochini; Morete y Calderón. En la reserva jugaba un diez que prometía, Merlini. Salimos del túnel de vuelta hacia las piletas y doblamos a la izquierda, caminamos unos metros y entramos a la confitería que está debajo de la popular local, la de la visera icónica. Comimos milanesas con papas fritas y papá nos dejó tomar Coca, que venía en botella de vidrio. Después de terminar, y antes de ir a nuestras plateas, papá le compró un gorrito tipo piluso a Memo, que desde ese día fue hincha de Independiente.
Volvimos a subir las escaleras, ahora oscuras como el Fernet, y escuché que papá me decía “vos seguí viniendo, Negro, seguí viniendo que veo todo con tus ojos”, y cuando salimos de las escaleras Benja me dijo “Perro: ¿estás bien, Perro?”
Tenía puesto el gorrito de lana que le compré para su cumple de ocho hace unos días y me acordé del partido contra Tigre, al final, cuando me preguntó, después del gol para la victoria en la última jugada del partido, con sus ojos enormes y su voz aguda, “¿estás llorando, Perro?”, y me acordé también del mensaje de WhatsApp que le dejó hace un par de meses a mi hija, con la misma voz inocente, diciéndole “no te preocupes, Lucre, tu abuelito ahora está mejor porque está con Jesús”, aunque el viejo siempre tuvo, más bien, simpatía por el diablo.
“Sí, Benja, ¿cómo no voy a estar bien? ¡Si le tocamos el botín izquierdo al Bocha!”
Abrí la puerta al palco y el estadio explotaba, el humo de los fuegos artificiales salpicándonos a todos como la espuma de la botella de Coca Cola, pero tiñendo todo de rojo.
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