lunes, 29 de julio de 2024

Brutalidad

Volví a ver, después de muchos años, The Pacific, una miniserie de diez capítulos sobre el teatro del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. La serie está bien, pero está tan lejos de su antecesora Band of Brothers que no puede sino dejar gusto a poco. 

Ambas miniseries comparten no sólo el tema más amplio, sino a sus creadores, Tom Hanks y Steven Spielberg. La Segunda Guerra Mundial es claramente un tema de interés para Spielberg, quien dirigió al menos cuatro películas sobre la guerra o relacionadas con ella (1941, Empire of the Sun, Schindler’s List y Saving Private Ryan). En esta última, de 1998, Spielberg dirige a Tom Hanks, y después Hanks y Spielberg producirán juntos tanto Band of Brothers (2001) como The Pacific (2010). 

Band of Brothers es simplemente extraordinaria; la vi entera por lo menos cuatro veces y no descarto volver a verla. Sigue a una unidad específica de paracaidistas durante el conflicto, desde su entrenamiento inicial hasta la desmovilización final. Eso ayuda a darle continuidad y permite ahondar en algunos personajes que estarán presentes en todos o casi todos los episodios. 

Esas son probablemente las cosas que hacen menos disfrutable a The Pacific, que en lugar de seguir a una unidad, va contando las historias de tres personajes que no se relacionan entre sí (más allá de que los tres son marines y combaten en el mismo teatro de operaciones). Las historias quedan un poco fragmentadas, no se unen demasiado bien, y no logramos conectar mucho con ellos (y mucho menos con los personajes secundarios). Los tres personajes son John Basilone, Robert Leckie y Eugene Sledge; de hecho, la miniserie está basada en los libros de los últimos dos (With the Old Breed: At Peleliu and Okinawa, de Sledge, y Helmet for My Pillow, de Leckie). 

Más allá de lo que falta, lo que sí logra transmitir la serie es la increíble brutalidad del teatro del Pacífico, que según recuerdo también se ve en Empire of the Sun. Las acciones bélicas en Europa estuvieron más o menos enmarcadas dentro de las reglas aceptadas de la guerra; las del Pacífico mucho menos, y mucho más motorizadas por el odio racial de los occidentales y el fanatismo religioso-político de los japoneses (que venían de cometer todo tipo de atrocidades en China y Corea). Años después de ver por primera vez The Pacific, en 2014 estuve en el Museo Nacional de la Guerra del Pacífico, un museo increíble para entender mejor qué pasó en ese teatro del que solemos saber mucho menos que del europeo. El museo está en Fredericksburg, Texas, porque allí nació el comandante americano del teatro, el almirante Nimitz. Aunque menos educativa que el museo y no tan buena ficción como Band of Brothers, valió la pena ver The Pacific la primera vez, aunque no tanto la segunda.

martes, 23 de julio de 2024

Descomposición


Leí y disfruté Tiempo muerto, de Margarita García Robayo, una novela corta sobre uno de los temas más habituales de la literatura moderna: un matrimonio en problemas o, más bien, los problemas del matrimonio. No está mal, por supuesto, porque sigue siendo cierto que todas las familias felices son iguales, pero cada pareja es infeliz de una manera única, y en eso, en esa subjetividad, se asienta mucha literatura. Hay un subconjunto de esto que es el de los muchachos, los muchachos que, llegando a los 40 o a los 50, empiezan a desesperar. En ese mundo puede inscribirse incluso una obra publicada por este servidor. Otro gran conjunto es el de las chicas, las chicas que, atravesadas por la maternidad, se dan cuenta de que el tipo que tienen al lado ya no les sirve tanto como antes, o que ellas han sido transformadas radicalmente, o que finalmente ven que ese tipo quiere una madre y que ellas ya tienen suficiente con los hijos de verdad, u otras combinaciones en esta tónica. 

En este caso, García Robayo cuenta la historia de cómo Lucía, ya un poco cansada de Pablo, se entera de que este era, en pocas palabras, y dicho en otras palabras por un cardiólogo, “un fiestero de puta madre” (p. 16). Pero detrás de eso hay algo más importante, la extrañeza entre dos que eran tan cercanos, que es también un poco la extrañeza frente a la imagen que nos devuelve el espejo después de algunos años: “Lo raro no son las infidelidades, piensa Lucía; ella también cometió algunas (...) Lo verdaderamente raro es mirar al otro y preguntarse quién es, qué hace ahí, en qué momento le cambiaron tanto los rasgos de la cara.” (p. 49)

García Robayo cuenta esta historia con humor y con un lenguaje y una estructura rápida, con capítulos cortos, con idas y venidas en el tiempo y el espacio, de New Jersey a Miami y Colombia, y con cierto aire caribeño, feliz. Y lo cuenta, también, un poco del lado de Pablo. Nos llega el punto de vista de Pablo, o quizás lo que Lucía piensa que sería ese punto de vista: “Antes de parir era la persona más inteligente y más bondadosa que él conocía, y ahí estaba su falla, pero él no la vio, o no quiso verla: nadie podía ser las dos cosas en grado superlativo.” (p. 25) ¿No será Lucía la que se siente transformada por la maternidad? “Pero esa imagen, la de su mujer y sus hijos acoplados orgánicamente en una especie de mátrix doméstica, lo perturbaba en un punto de su cabeza que no conseguía aplacar.” (p. 58) No estoy convencido que esa decisión sea la mejor; quizás el libro ganaría escrito en primera persona, con una mirada más primaria y sin la defensa de Pablo, pero en todo caso fue una lectura feliz.

 

Otras citas agradables

“Tenía dificultades con las tablas de multiplicar -eso decía una tal miss Fox en el último informe de la escuela- pero se sabía de memoria los dieciséis números de la tarjeta de crédito de su mamá” (p. 10).

“dos hijos constituían la medida perfecta de la maternidad. Más era presuntuoso. Menos era mezquino” (p. 18).

“el aire de ese lugar estaba intoxicado. Más que cambiarlo, pensó, habría que dializarlo” (p. 79).

  

martes, 16 de julio de 2024

Chinverguenchas


Vi Shameless, versión americana, una serie de doce temporadas sobre una familia de pobres blancos en el South Side, el barrio pobre y peligroso de Chicago.

La serie sigue a los Gallagher, con un pater familiae, Frank, alcohólico y drogón, vago y psicopatón, aunque en las últimas temporadas lo hacen un poco menos malo; la madre, Monica, es drogadicta y bipolar y, como la matan antes, no llegan a hacerla nunca querible como a Frank. Ejerce bastante de madre la hija mayor, Fiona, sobre todo en las primeras temporadas; y ejerce un poco de padre, y sobre todo al final, Lip (protagonizado por Jeremy Allen White, a.k.a., The Bear). Después vienen Ian, pelirrojo, homosexual y bipolar, que se engancha con Mickey Milkovich, que se dedica al crimen; Carl, de pocas luces, que al principio es dealer en una esquina y termina siendo policía; Debbie, pelirroja también gay, pero sobre todo violenta; y finalmente Liam, el hermano negro, que hacia el final se revela como inteligente y en busca de conectar con sus raíces negras.

En pocas palabras, los Gallagher son un quilombo, y en las primeras temporadas es más visiblemente así. La casa es un descontrol que Lip y Fiona tratan de ordenar como pueden mientras Frank y Monica aparecen y desaparecen. Un tema habitual, permanente, de la serie es el de la ley y la moralidad en general. Los Gallagher mayores están siempre del otro lado. Hacen fraude con la ayuda social, abusan de sustancias, no se hacen responsables de sus hijos, no trabajan casi nunca, viven de joda y, de hecho, hasta el final Frank mantiene que esa es su manera de vivir. Diviértanse más, preocúpense menos, les dice a sus hijos. Los chicos están más en el borde: Lip y Fiona muchas veces hacen cosas fuera de la ley, roban incluso, para alimentar a sus hermanos y pagar las cuentas. Y hasta los policías (un personaje que está en las primeras temporadas y está medio enamorado de Fiona, y Carl y sus colegas al final) distan mucho de ser estrictos cumplidores de la ley. La serie un poco te pregunta: ¿no le tenemos que perdonar a Lip, Fiona y sus hermanos que afanen un poco por lo que les tocó? ¿Podían ser otra cosa con los padres que les tocaron?

Hasta quizás la novena temporada, donde tendría que haber terminado la serie, Lip y Fiona son casi ejemplos paradigmáticos de los que fracasan al triunfar. Los dos tienen oportunidades reales de armarse vidas mejores: Fiona de armar buenas relaciones y de hacer buenos negocios; Lip de ir a la universidad, de graduarse, de laburar en lugares en los que en uno o dos años podría armarse una vida distinta para él y sus hermanos. Los dos tiran por la borda cada una de esas oportunidades ellos solitos. Y ahí la serie te parece estar diciendo: no había otra, no hay salida. Pero en verdad te muestra que están ahí, muy cerquita… Y volvemos a Frank: al final de la serie, Frank dice, en una carta a sus hijos, que él vivió como quiso; que esa manera de vivir, sin laburar, sin cuidar a sus hijos, guiado por el deseo más primario y del día y no por el deber, esa, para él es la buena vida. Pero sus hijos no; ellos dudan de si ellos mismos se pueden y quieren gentrificar o no, como se gentrifica su barrio. Los Gallagher hijos son unos desclasados morales.

Muy pocas series aguantan más allá de unas pocas temporadas. Para mí, Shameless aguanta bastante bien hasta la 9. Cambia antes, sin dudas. Las primeras temporadas son más sórdidas, más directas, más obscenas, mientras que al avanzar se va domesticando un poco, y busca enganchar más desde el humor. Es lógico, creo que pasa mucho en otras series. Pero en los doce años pasan muchas cosas con el streaming, y al ver las últimas temporadas me acordé varias veces de una nota del Economist que decía, básicamente, que los buenos años del streaming están en el pasado. Que las mejores series, las que se animaban a hacer cosas que no se podían hacer ni en el cine ni en la televisión, dieron paso a series más medidas. Y en Shameless se ve eso: a medida que pasan las primeras temporadas se va yendo el sexo explícito, las cosas más duras, etc. En esa línea también se da lo que decía sobre Frank, que al final parece ser perdonado como un sinvergüenza, un pícaro, cuando al principio se lo pintaba mucho más como un psicópata dispuesto a cualquier cosa, incluso a hacerle cualquier maldad a sus hijos, para lograr sus objetivos.

Ligado a esto, la serie tendría que haber terminado en la temporada 9, cuando Fiona decide irse de Chicago y Lip tiene un hijo con su novia Tami. De alguna manera, los dos grandes “héroes”, con sus enormes limitaciones, terminaban un arco narrativo general: Fiona se liberaba del papel de madre que le impusieron sus padres irresponsables, Lip pasaba a ser padre. ¿Les iba a ir bien a uno y al otro? No sabemos, lo podrían haber dejado así; quizás, al final, lo lograban; quizás no. Pero las últimas tres temporadas no tenemos nada extra sobre la vida de Lip y Fiona desaparece sin que aparezca mencionada (salvo en alguna ocasión Frank recordándola de bebé). El público parece estar de acuerdo: tras una primera temporada de 1,03 millones de espectadores promedio, de la 2 a la 8 la vieron entre 1,36 y 1,71 millones; luego cayó de 1,5 en la 8 a 1,04 en la 9, 0,85 en la 10 y 0,58 en la 11.

Yo llegué al final, me divertí por momentos, me aburrí hacia el final, pero llegué a la meta para ver cómo la cerraban: no fue de la mejor manera.

domingo, 7 de julio de 2024

Lector desnudo



Decir que leí La mujer desnuda sería una exageración. Leí entre diez y veinte páginas y ahí la dejé. 

Compré el libro en una visita a una librería de la Banda Oriental hace lo que ahora parecen dos o tres décadas pero fueron apenas unos meses. Me lo recomendaron, leí la primera oración, como hago habitualmente, y dije sí, hay una música acá, y lo compré. Ahora no estoy muy seguro de que la música esté; o, si está, quizás es una de esas sinfonías modernas, con sonidos a veces bellos y ritmos indefinidos, melodías elusivas.

Tardé todos esos meses en empezar a leerla. En el medio pasaron muchas cosas pero sigo en el mismo lugar. En un momento lo empezó mi mujer y me lo devolvió al rato con un “no me gustó nada”. Supuse que sería demasiado poético. A ella no le gusta la poesía. Pero yo tampoco la terminé. Ni cerca. La primera línea me pareció genial, hay que decirlo: “El día en que Rebeca Linke cumplió los treinta años, ocurrió lo que ella había venido sufriendo por adelantado desde hacía mucho tiempo atrás: nada.” (p. 11) Después, después todo se me hizo oscuro.

La mujer desnuda fue publicada por primera vez en Montevideo en 1950 con la firma de Armonía Somers, que era en realidad el seudónimo de Armonía Liropeya Etchepare Locino: el nombre real me suena más irreal que el seudónimo; y si hubiera tenido que apostar si el nombre o el apellido eran lo real, hubiera dicho que “Armonía” era más inventado que “Somers”. ¿Pero qué es inventado y qué es real en esta vida?

La mujer desnuda fue, parece, un hito de la literatura (feminista) uruguaya, despertando una gran polémica. Tras su publicación inicial, fue publicada con muchos cambios nuevamente en 1967. La edición que tengo, bastante linda, con buen papel, ilustrada, repone la versión inicial. Dicen que la de 1967 es más misteriosa. No podré decirlo.

Aparentemente, la novela cuenta de una muchacha, Rebeca, que a los 30 se va al campo. Que allí se corta la cabeza, despertando huracanes de sangre. Y luego se pone de nuevo la cabeza, se la pega, y sale a caminar por el bosque con una libertad recién conseguida y comienza acostarse con hombres. Libre, libertad, libre albedrío, son palabras que llegué a leer. También leí esto: “Había entrado en esa choza, es cierto, y había deseado algo, no sabía ya qué, pero tan fuertemente, que casi podría decir que lo había vivido.” (p. 32)

Hace poco terminé un libro de mil páginas que me aburrió y ahora no terminé uno de cien. Esta explicación es plausible: terminé el libro de mil, escribí mi habitual lectura, me pregunté por qué había hecho el esfuerzo de terminarlo, no pude responderme; y el siguiente libro que no me atrapó fue dejado antes de las veinte páginas. 

Hay que disfrutar las lecturas. Yo no pude o no supe disfrutar de La mujer desnuda.

lunes, 1 de julio de 2024

Desde el corazón

 


Leí Cuorens, de mi amigo Sebastián Brea, algo así como una fábula sobre cómo hay que vivir la vida, o, más bien, sobre cómo es la búsqueda de la felicidad. En ese sentido, es casi un libro de autoayuda, pero en el mejor de los sentidos: en el sentido de que el propio autor parece estar reflexionando sobre cómo es una vida buena y compartiendo eso con los demás.

El libro no es completamente una fábula, porque los dos personajes principales, más que animales, son dos seres imaginarios que representan dos aspectos del ser humano: Sapiens, nuestra parte más racional, y Cuorens, nuestra parte más relacionada con los sentimientos y la espiritualidad. A través de un diálogo entre estos dos personajes, Brea nos va llevando a pensar en cómo hacer lo que nos sugiere el subtítulo del libro: “Evolucionar hacia el corazón”. Una de las formas de definir al objetivo del psicoanálisis es “integrar el pensar y el sentir”, y algo así nos sugiere el libro: que venimos de siglos de sobredimensionamiento del pensar y que hay que evolucionar hacia nuestro costado más sensible y espiritual.

El libro se lee muy bien, es muy llano y directo, sin una trama demasiado elaborada ni un lenguaje complejo. Es un lenguaje simple y directo, con algunas metáforas felices (“El bosque era una catedral de pinos”, p. 31). Y una voz muy propia, la de un autor que comparte desde la humildad y con humor, un camino propio, una búsqueda muy personal, y eso es muy valioso. Una forma de verlo es con los excelentes epígrafes que acompañan a las secciones; se intuye en esos epígrafes lecturas que hablan de una búsqueda que es, de cierta manera, y parafraseando a Borges, la tarea de todo hombre: “ser justo y ser feliz”. Un libro escrito desde el corazón, que nos llama con amor a vivir mejor.

 

El libro es puede conseguir en mareMíum pequeña editorial.