Leí hasta que no haya nada, de José
Santamarina, un escritor al que sigo desde hace años y de quien esperaba hace
años su ópera prima.
hasta
que no haya nada
es un Bildungsroman escondido en una colección de cuentos pero sobre todo es un
libro hermoso, especialmente si viviste los noventa desde su sector, que es mi
sector, de la sociedad argentina.
Hubo un momento
durante el gobierno de Macri en el que la gente repetía una y otra vez que era
un gobierno de chicos del Newman. Yo me hacía el ofendido y decía: no es
cierto, también somos unos cuantos los del San Andrés.
Santamarina, que
no fue parte del gobierno de Macri, arrancó su primaria en el Newman justo diez
años después de que yo la hiciera en el San Andrés: sus grados coincidían con
los años, desde 1991 a 1997, como los míos desde 1981 a 1987.
(Me hicieron notar
hace unos meses que mis apuntes de lectura hablan cada vez más de mí y menos de
los libros. Quizás con algunos libros me animo a escribir más lo que me hacen
ellos a mí, lo cual entiendo que debería interpretarse como un gesto de amor.)
Digo que hasta que no haya nada es un
Bildungsroman escondido detrás de una colección de cuentos porque así, en
cuatro textos sin continuidad, nos cuenta cómo es que aquel chico que en 1981
entraba a esa escuela se convirtió en este hombre que escribe hoy.
El primero de los
textos, “Como recuperar una pestaña cerrada”, es más una novella que un cuento corto. Comienza con José de chiquito y
termina con José a los treinta y pico, viendo con naturalidad y perplejidad que
uno de sus amigos de entonces es un padre de cuatro niños y que él mismo está
evaluando la compra de una Thermomix.
En el medio pasan
los temas que construyen ese pasaje: el colegio que lo formó, la clase social,
su clase social, la religión, la música, el grupo de amigos, las muertes, el
miedo, la memoria, los 90, la escritura. El miedo.
¿Qué es un
escritor? Una persona desdoblada, que se guarda cosas, que tiene una vida
interna que es “un texto paralelo escribiéndose adentro, queriendo salir” (p.
25). Es alguien que recuerda, que se anima “a revisitar, a bancarse uno mismo
en el pasado” (p. 67).
Crecer es que los
recuerdos se alejen y escribir es ayudar a dejarlos atrás: “Hay un momento
indefinido en que la mente empieza a traer las mismas escenas, con la misma
precisión con que las trajo siempre, pero las cosas empiezan a quedar más
lejos. (...) Pareciera que las que quedan son las importantes y que las otras
son las prescindibles, pero capaz que no. (...) Me parece que escribo para que
esas también se pierdan. Que ponerle palabras a las cosas es perseguir la
ilusión de que lo que importa ya no importe. Que escribo para dejar las cosas
atrás” (p. 114).
El texto que le
sigue, “Arial verde sobre fondo rosa fluorescente”, es un cuento hermoso que
hace doble click sobre un momento más acotado durante la adolescencia. Y sobre
la muerte.
Escrito en segunda
persona, el cuento había sido publicado en Nenes bien, donde era claramente de un orden de calidad distinto a los relatos
que lo acompañaban. Los temas repiten a muchos de la novella anterior, incluyendo el miedo, la clase, el rugby, la
vergüenza y la inhibición, pero sobre todo el tema de la muerte.
Como en todo Bildungsroman,
Eros y Tánatos juegan.
El otro cuento
propiamente dicho del libro es “La línea T”, donde José sale de la universidad
y entra al mundo laboral con la comodidad de la gente de nuestra clase y
prosigue la búsqueda, en teatro y en terapia, de su propia voz.
Finalmente, “Una
silla en el aire”, un texto de no ficción, es un doble click sobre la decisión
de convertirse en escritor (si existe tal cosa). “Yo ya intuía que eso no se
puede explicar. Que las experiencias alrededor de una inclinación tan íntima y
molesta como la escritura son intransferibles” (p. 209).
Además, hábilmente
identifica una tradición propia, la tradición literaria del Newman, y mata al
padre, Juan Forn, diciéndole: así se escribe desde el Newman, y no como lo
hacías vos. Así, directo, derecho, sin vergüenza; o con vergüenza pero sin
ocultamientos. “Escribir es decir, todas las veces, acá estoy yo. Levantar la
mano no para pedir permiso sino para tomar la palabra” (p. 236).
Ser escritor
también es traicionar y poner límites a la traición. Tras un primer éxito
público con la escritura, el padre no queda del todo feliz y José se da cuenta de
“que iba a tener que caminar en puntas de pie para evitar los deslices, para
cuidarlos y cuidarme, para no ningunear nunca el amor ni la vida en tres
dimensiones pero igual perseguir la pulsión desleal que tiene toda escritura”
(p. 217).
Darse cuenta que
se es escritor, que la escritura lo encontró, es darse cuenta de que hay que
encontrarse con el pasado y desencontrarse con la comprensión de ese pasado.
Y da miedo, claro.
Esa emoción recorre los cuatro textos, está presente en los cuatro textos; lo
dice más claro quizás en “Como recuperar una pestaña cerrada” (“A los diez
años, igual que a los veinte, igual que a los treinta, el miedo no está hecho
de miedo sino de pensar. Alcanza con ubicar un deseo, ponerse un objetivo o
encarar una tarea y preguntarse si uno puede, si no va a salir lastimado: la
pregunta ya es el miedo” - p. 42).
En miedo está
presente en los cuatro porque el Bildungsroman encubierto es, en este caso,
cómo se convirtió en un hombre y un escritor, pero no por sacarse los miedos de
encima, sino por aprender a convivir con ellos. Porque “A la escritura, como a
la música, como al sexo, como al mar, se entra pensando que uno sabe quién es y
se sale no teniendo ni idea” (p. 238).
Un libro hermoso hasta que no haya nada. Compren y lean.
Yo ahora comenzaré mi espera del próximo libro de José.
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