lunes, 15 de septiembre de 2025

El peor de los mundos

 


Leí Dystopia. A Natural History, de Gregory Claeys porque, como les contaba, estoy leyendo distopías y organizando un taller para leer y comentar distopías: acá más información. La historia natural de las distopías de Claeys es una enormidad y, por momentos, al rastrear tan al pasado algunos de los componentes que suelen estar en las distopías, el argumento se deshilacha un poco. Pero es monumental y súper interesante en entender el género y cómo se relaciona con la política y los momentos históricos.

La primera parte presenta “La teoría y prehistoria de la distopía”. Asocia a la distopía con la modernidad y con un “pesimismo secular” (p. 4) y presenta las formas más tradicionales del fenómeno: “la distopía política; la distopía ambiental; y, finalmente, la distopía tecnológica, donde la ciencia y la tecnología finalmente amenazan con dominar o destruir a la humanidad”, desde el holocausto nuclear a la dominación de la inteligencia artificial. Aunque no toda distopía es anti-utópica, desde el Terror jacobino al bolchevismo hay claras muestras de cómo las utopías pueden derivar en su opuesto; en cómo la búsqueda del mejor de los mundos puede dejarnos en el peor.

Un tema crucial que analiza en esta parte Claeys es el de cómo los grupos pueden terminar sofocando la libertad y permitiendo la violencia contra los externos. El otro motivo clave de esta parte es el tema de la monstruosidad. En la mirada cristiana, el diablo se convierte en el monarca de la distopía; pero irónicamente, o no tanto, la verdadera distopía termina siendo el supuesto combate que le presenta la Inquisición, que sería un ejemplo para los despotismos modernos. La Inquisición proporciona “un claro paradigma para un sistema extensivo de persecución basado en la obsesión dual con la fe y la herejía. (…) se ha sugerido de manera plausible que el despotismo moderno se modeló conscientemente en su mentalidad, identificando enemigos por y persiguiendo meramente por la pureza de las ideas, infligiendo dolor en proporción a su obsesión con la pureza, la lealtad y la unidad, y controlando el pensamiento por principio” (p. 104).

En la segunda parte, “Totalitarismo y distopía”, Claeys analiza los cuatro peores regímenes de la humanidad y su relación con lo distópico. El punto crucial aquí es el miedo, en “cómo los regímenes generalmente llamados ‘totalitarios’ usaron el miedo para crear y mantener su poder”, en cómo la “psicología paranoide y persecutoria de grupos distópicos” (p. 113) es central para explicar dichos regímenes. Claeys trata primero a la Unión Soviética, que pasó de ser la promesa de “la sociedad más perfecta jamás conocida” a “uno de los regímenes más ignominiosos que haya jamás construido la humanidad” (p. 128).

Luego analiza el nazismo, mucho menos totalitario internamente, pero quizás igualmente o más totalitariamente con el “otro”. Su peor exponente es, claramente, Auschwitz, con sus tres objetivos: “proporcionar trabajo de corto plazo; quebrar la personalidad y deshumanizar a los prisioneros; y matarlos en masa en las cámaras de gas” (p. 193). Sigue con China, donde siempre las muertes se cuentan por millones, incluyendo el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. Y quizás el peor de todos, y el menos conocido en Occidente, la Camboya de los Khmer Rouge: “Imagine un país entero en el que todas las familias tuvieron al menos un asesinado, y quizás siete, ocho o más parientes. Esa fue la catástrofe del régimen de Pol Pot en Camboya, el primer ‘auto-genocidio’ de la historia” (p. 219), en el que habrían muerto entre un quinto y un tercio de la población en 5 años.

En definitiva, Claeys define a la “distopía política despótica en términos de una forma peculiar de la identidad grupal en la que la obsesión con la pureza de la identidad se queda supeditada a una persecución obsesiva de 'enemigos'. Esto generalmente se sustenta en una identidad milenarista secular”. (p. 267)

La tercera parte, “La revuelta literaria contra el colectivismo”, es una impresionante revisión de la literatura distópica desde el siglo XVIII hasta el presente. Dedica un capítulo (“Mecanismo, colectivismo y humanidad”) a analizar las distopías previas a las distopías políticas despóticas, donde ve cuatro temas principales: “el avance del revolucionarismo y el terror que implicaba; el potencial desencadenamiento de inventos científicos y tecnológicos que resultarían más destructivos que beneficiosos; la perspectiva de un control eugenésico sobre la procreación y la familia; y la amenaza más generalizada de la mecanización como algo intrínsecamente deshumanizante” (p. 271). Allí se destacan autores como H. G. Wells y Aelfrida Tillyard (con Concrete, un libro con muchas similitudes a Brave New World). En EE. UU., una utopía colectivista a cargo de Bellamy despertó muchísimas distopías en respuesta. Y hay un texto que muchos consideran como la primera novela distópica, The Iron Heel, de Jack London.

La primera guerra mundial produjo una crisis en la creencia en el progreso permanente de la humanidad y, por las matanzas que permitió el avance de la tecnología bélica, un temor en el potencial destructivo de las máquinas. También ayudó a la llegada de la revolución bolchevique, que fue central al género, inspirando a autores como Zamyatin, Huxley, Orwell y Rand. Tras la primera guerra mundial, ya no era tan fácil hacer sátira, y “los escenarios de pesadilla son mucho más realistas” (p. 355). We, de Yevgeny Zamyatin (1924) es una de las principales y primeras distopías anti-utópicas, y un libro que intentaré leer, con elementos de Orwell (un estado totalitario), pero también de Huxley (“la utopía del placer como la distopía de la similitud”, p. 342).

Claeys luego dedica un capítulo a Brave New World y otro a 1984, de los que no voy a decir nada acá porque ya me dedicaré a ellos. Y concluye con un capítulo sobre “Las distopías post-totalitarias”. Después de 1945 se destacan cinco temas: la posibilidad de un holocausto nuclear, la de la degeneración ambiental, los riesgos que surgen del progreso de la mecanización, la degeneración cultural de las sociedades liberales y la ansiedad en relación con la guerra contra el terrorismo (p. 447). Entre otras obras pasan por aquí Fahrenheit 451 (Ray Bradbury), Lord of the Flies (William Golding), A Clockwork Orange (Anthony Burgess), The Handmaid’s Tale (Margaret Atwood) y The Road (Cormac McCarthy). El colectivismo político pierde espacio frente los impactos de la tecnología, el aumento poblacional y la degradación ambiental, además de surgir con más fuerza el tema del género.

¿Para qué sirve el género distópico? En comparación con tratados o narrativas históricas, lo que la literatura logra es “hacer que nos lleguen experiencias a nivel individual y emocional que carecen de sentido cuando quedan perdidas en el anonimato de la narrativa histórica” (p. 269). Y los temas que analiza cambian, porque cambian los temas que nos preocupan.

“La distopía literaria, nacida primero como reacción al revolucionarismo popular, llegó a satirizar los excesos de la explotación capitalista, las proyecciones de una civilización centrada en la máquina y los extremos de la ambición utópica. (...) La confluencia de la Primera Guerra Mundial y el bolchevismo dio inicio a la unión de los temores al culto a la tecnología y al colectivismo político extremo que asociamos por primera vez con We, de Zamiatin. Los principales autores posteriores (…) reconocieron la centralidad tanto del grupismo como de la tecnofilia en la opresión moderna. (...) Después de 1945, las visiones del Apocalipsis a menudo incluían armas atómicas. Los robots, la vigilancia y la dominación corporativa también cobraron una importancia cada vez mayor. Luego, el colapso medioambiental pasó a primer plano. (...) la distopía define cada vez más el espíritu de nuestra época” (p. 498). Y por eso, y porque se ven cosas preocupantes en el futuro (y en el presente), Claeys concluye diciendo que es un género al que le ha llegado su hora.

 

 

Originales de las citas usadas

“three main, if often interrelated, forms of the concept: the political dystopia; the environmental dystopia; and finally, the technological dystopia, where science and technology ultimately threaten to dominate or destroy humanity” (p. 4).

“Lasting from the twelfth through the eighteenth centuries, the papal and even more the Spanish ‘Inquisitions’ (from the Latin, to search) provide a clear paradigm for an extensive system of persecution based upon the dual obsession of faith and heresy. (…) it has been plausibly suggested that modern despotism was consciously modelled on its mentality, identifying enemies by and persecuting merely for the sake of the purity of ideas, inflicting pain in proportion to its obsession with purity, loyalty, and unity, and controlling thought on principle” (p. 104).

“In both history and literature, ‘dystopia’ has been most frequently identified with the colossal tragedies of twentieth-century despotism. (…) This chapter focuses on how the regimes usually termed ‘totalitarian’ used fear to create and maintain their power, and how this fear became so extreme and so destructive. (…) Its aim is to establish how the paranoid, persecutory psychology of dystopian groups outlined in the Introduction here, and, in particular, expressions of secular religiosity, provide key insights into the mentality of these regimes and movements” (p. 113).

“For a time, the Revolution shone as a great beacon of freedom against despotism, and a logical extension of the American and French struggles for liberty. It symbolized the faith in which much of the vibrant idealism of the twentieth century was invested, and promoted the most potent secular religion of the epoch. Its promise was that of the most perfect society ever known (…) an immensely noble experiment degenerated into one of the most ignominious regimes humanity has ever constructed” (p. 128).

“The camp system at Auschwitz had three interwoven purposes: to provide short-term labour; to break down personality and dehumanize the inmates; and to kill them en masse in the gas chambers” (p. 193).

“Imagine an entire nation in which every family has had someone murdered—perhaps seven or eight relatives or more. That was the catastrophe of the Pol Pot regime in Cambodia, the world’s first ‘auto-genocide’”. (p. 219).

“We have defined the despotic political dystopia here in terms of a peculiar form of group identity in which an obsession with purity of identity becomes contingent upon an obsessive pursuit of ‘enemies’. This is usually underpinned by a secular millenarian identity” (p. 267).

“We commence with the nineteenth-century literary dystopia. This was dominated by four themes: the progress of revolutionism and the terror it implied; the potential unleashing of scientific and technological inventions which would prove more destructive than not; the prospect of a eugenic control over parenthood and the family; and the more generalized threat of mechanization as intrinsically dehumanizing” (p. 271).

“One of the most obvious changes in dystopian literature after World War I is the seriousness of moral tone evident after 1918. Running through the 1930s, this makes lighter satire more difficult, and indicates that prophetic warnings of real nightmarish scenarios are much more realistic than the imaginative projections of the pre-war period” (p. 355).

“the utopia of pleasure is the dystopia of similarity” (p. 342).

“But what does imaginative literature, which projects horrifying or disastrous conditions, do that political tracts or historical narratives cannot? (…) Literature often does this by bringing home at the individual, emotional level experiences which, writ large, are meaningless when lost in the anonymity of historical narrative” (p. 269).

“the literary dystopia, first born as a reaction to popular revolutionism, came to satirize the excesses of capitalist exploitation, the projections of machine-centred civilization, and the extremes of utopian ambition. (…) The coalescence of World War I and Bolshevism began the wedding of the fears of technology worship and extreme political collectivism which we first associate with Zamyatin’s We. The leading subsequent authors of literary dystopias, notably Huxley, Orwell, and Skinner, all recognized the centrality of both groupism and technophilia to modern oppression. (…) After 1945, visions of Apocalypse often involved atomic weapons. Robots, surveillance, and corporate domination also loomed ever larger. Then environmental collapse moved to the forefront. (…) Dystopia thus describes negative pasts and places we reject as deeply inhuman and oppressive, and projects negative futures we do not want but may get anyway. In so doing it raises perennial problems of human identity. Shall we be monsters, humans, or machines? Shall we be enslaved or free? Can we be ‘free’ or only conditioned in varying degrees? Shall we preserve our individuality or be swallowed by the collective? (…) dystopia increasingly defines the spirit of our times” (p. 498).

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