miércoles, 3 de septiembre de 2025

Cuando algo se rompe

 


Leí Crac, de Josefina Licitra, un libro de auto-ficción en el que la autora examina la difícil relación con su padre.

La autora nació en el mismo año que yo, 1975, y tres años después su padre se exilió en España. Él y su madre eran militantes de izquierda y la relación entre padre e hija se ve claramente determinada por el exilio del padre – y por la negativa de su madre a seguirlo–. (El libro, entonces, se inscribe en un cuerpo de literatura de hijos de los setenta, de los que leí La casa de los conejos, de Laura Alcoba, y La caja Topper, de mi amigo Nicolás Gadano).

Entre 1978 y 2016 padre e hija mantienen una relación como pueden, con cartas, algunos viajes de ella a España y algunos encuentros en Montevideo. En 2016, por alguna razón que la autora no logra desentrañar, el padre deja de hablarle y escribirle. Ella hace lo que una escritora puede hacer con eso: escribir y publicar: “Cuando me desoriente, escribo. No conozco otra forma de condensar el vapor en el que flotan, todavía sin lenguaje, la vida y sus infinitos misterios. Y después publico lo que escribo, eso sí. Nadie escribe para sí mismo” (p. 10). La publicación en 2019 de un texto sobre este abandono en una revista brasileña produce una respuesta de su padre después de años de silencio: califica al artículo como “un misil bajo la línea de flotación” y da a entender que nunca más le hablará –la nota, le dice a Josefina, “dinamitó lo que quedaba de nuestra relación” (p. 15)–.

Cinco años más tarde, la autora se entera de que el padre viene a Argentina y espera que él la llame; mientras tanto, vuelve a hacer lo que hace una escritora: escribir. Crac es el diario de esos nueve días en los que espera que el padre la llama, y donde, mientras tanto, trata de ordenar su cabeza en lo que hace a esa relación con el padre. Y no es menor, porque esa relación está en el centro de quien ella es; no sólo porque es hija, sino porque es escritora en parte por él: “Lo primero que escribí fueron cartas a mi padre” (p. 25).

Lo que más me gustó del libro son las reflexiones de Licitra respecto de la escritura. Por un lado, de lo dicho, de cómo le sirve para orientarse en la vida; del otro lado, está el “miedo a hacer daño” con la escritura (p. 46). “No sé pensar sin escribir y no sé escribir sin publicar” (p. 54), un problema que tenemos muchos si además tenemos ese miedo de dañar. Al final del día, sin embargo, “No se escribe respetando una lista de temas. Se escribe lo que no se puede no escribir. Se escribe lo inevitable. Se escribe como quien se chupa el veneno del brazo y lo escupe al piso” (p. 55).

Lo que menos me gustó es más ideológico y el problema puede ser mío. Con el padre está todo mal, claro. A sus sesenta o setenta años, mientras se convirtió en un pequeño empresario en España, le dice a su hija que entiende a su “vida actual como un gran paréntesis” que espera cerrar cuando se “sienta partícipe de nuevas utopías sociales” (p. 67). Me hizo acordar a una famosa frase que se le atribuye a Talleyrand, quien habría dicho que después de la Revolución Francesa los aristócratas franceses “no han aprendido nada, ni han olvidado nada”. Es decir, el Sr. Licitra dice estar dispuesto a ser partícipe de otra utopía social, olvidando quizás los millones de muertos que produjeron esas utopías, y el dolor y la pérdida y el desgarro, como el que sufre su propia familia.

La autora, sin embargo, parece no cuestionar esa búsqueda de utopías. Dice que ante la existencia de familias de militantes y otras totalmente distintas, siempre se preguntó “qué tipo de familia es la que yo defiendo. Porque algunas cosas de la mía me dan orgullo, o al menos tienen el tinte cinematográfico de toda épica, pero el costo de ese orgullo es el desgarro” (p. 40). Y cuando se pregunta por el hecho de que sus padres y tantos otros pusieron en riesgo la vida de sus propios hijos en aras de aquellas utopías, a fin de cuentas no se pregunta por la moralidad de la elección de la violencia política como camino, sino por la moralidad de tener hijos en esa situación. Dice que ve “dos formas de pensar la relación entre el amor y la responsabilidad social. La primera está hecha de preguntas y resentimiento. ¿Por qué mis padres guardaban armas bajo mi cama?” (p. 82). (Nótese el “responsabilidad social”: tener armas estaría emparentado con la “responsabilidad social”). Después pone la otra versión y se pregunta “por qué se le pide a la militancia un pergamino moral que nadie tiene”, refiriéndose a la moralidad o no de tener un hijo en esas circunstancias, o en cualquier otra: “Traer hijos al mundo es moralmente cuestionable.” Lo que no parece cuestionable para Licitra es ser partícipe de la violencia política.

Pero todo esto quizás es mío. Entiendo que para cualquier hijo es difícil cuestionar en serio a los padres y salirse de las visiones del mundo heredadas. Y que siempre comienzo por tratar de empatizar con el dolor de quienes perdieron familiares o sufrieron a raíz de toda esa locura. Pero compruebo una vez más que la literatura de los setenta es un tema que no me convoca.


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