lunes, 22 de septiembre de 2025

¿Un mundo mejor?

Leí Utopia. A Very Short Introduction, de Lyman Tower Sargent, uno de los más conocidos estudiosos académicos de lo utópico. (Para quienes le interese el tema, el libro está disponible online acá). Estoy siguiendo, claro, una línea de investigación relacionada con untaller que estoy armando sobre novelas distópicas. El libro es muy interesante, pero estoy algo en desacuerdo con el autor en un punto clave: que él no enfatiza, como yo, el carácter eminentemente político de lo utópico.

Rápidamente, el autor aporta dos definiciones de utopía. La suya: “Una sociedad no existente descripta en bastante detalle y normalmente localizada en un tiempo y un espacio (…) que el autor busca que un lector contemporáneo vea como una sociedad considerablemente mejor que la sociedad en la que vivía el lector” (p. 24). La que me gusta más es la otra, de Darko Suvin: “La construcción verbal de una comunidad cuasi-humana en particular donde las instituciones sociopolíticas, las normas y las relaciones individuales están organizadas de acuerdo con un principio más perfecto que el de la comunidad del autor, estando esta construcción basada en un alejamiento que surge de una hipótesis histórica alternativa” (p. 24).

Luego, Sargent habla de “tres caras del utopianismo: la utopía literaria, la práctica utópica y la teoría social utópica” (p. 24). De la práctica, ligada con comunidades generalmente pequeñas, no voy a decir nada, porque no me interesa. De vuelta, porque son cosas no políticas, o apolíticas y a veces antipolíticas. Quiero decir: es gente que se une para vivir de una manera distinta, sin Estado, o contra el Estado. Puede andar individualmente, no digo que no, pero no es mi taza de té, dirían los ingleses.

Para Sargent las utopías son a la vez indispensables y peligrosas: “el utopianismo es esencial para la mejora de la condición humana, y en este sentido los opositores al utopianismo están equivocados y son potencialmente peligrosos. Pero también argumento que, usado erróneamente, el utopianismo es en sí mismo peligroso” (p. 27).

Sargent sostiene que la utopía es anterior a Tomás Moro, inventor de la palabra. Todos los pueblos antiguos, sostiene, tenían ideas de mundos perfectos, donde había comida para todos y concordia, principalmente como mitos de épocas doradas pasadas. Pero la mayoría de esas son fantasías no políticas, son mundos ideales donde hay abundancia de comida y concordia natural. Son situaciones parecidas a lo que sería después el edén para el cristianismo. Virgilio sí presentaría una mirada más política; no sólo pone esa situación mejor en el futuro, sino que “el mundo mejor pasó a estar basado en la actividad humana y no simplemente como un regalo de los dioses” (p. 33). También Esparta puede ser pensada como una utopía: una comunidad que se da una forma política totalmente nueva en búsqueda de una situación mejor (aunque para muchos es la primera distopía real, empezando por el hecho de que tiraban por una barranca a los niños con alguna discapacidad). Y en Esparta se basa Platón para su utopía, La República, de donde es posible trazar (con muchas ganas) una línea hasta los despotismos modernos. Sargent también cuenta de la primera distopía literaria, imaginada por Aristófanes: una comunidad regida por mujeres que fracasa porque no existe el altruismo necesario. (Es decir, por un problema político).

El cristianismo, como la mayoría de las religiones, según Sargent, tiene una visión utópica. O más bien dos: hay una utopía en el pasado (el edén) y otra en el futuro (el paraíso). Hay, además, una distopía, el infierno. Pero no son miradas políticas: no se relacionan con un Estado, ni con leyes obligatorias ni son, en última instancia, creación de los hombres sino de Dios; “no son accesibles al género humano sin la intervención de Dios”, dice Sargent (p. 105).

Hasta la modernidad, entonces, las utopías políticas son pocas. En los siglos XIX y XX aparecen utopías políticas modernas; quiero decir, comunidades que se imaginan mejores porque tendrían mejores instituciones políticas. Sargent no lo dice, pero creo yo que acá juega el proceso de secularización (creemos un mundo mejor acá sin esperar al cielo) y todo se acelera desde la Revolución Francesa, momento clave en el que se buscó “cambiar todo”, y que despertó el revolucionarismo (también socialista) que se desplegaría en aquellos siglos.

Los tres utopistas mencionados por Sargent son el norteamericano Edward Bellamy (1850-98) y los ingleses William Morris (1834-96) y H. G. Wells (1866-1946). Ellos despertaron, a su vez, una gran oleada de escritores distópicos, que ganaron espacio después de las catástrofes del siglo XX (las dos guerras, la gran depresión, etc.). Destaca aquí a Zamiatin, Huxley y Orwell, con similitudes en que atacan el mal uso del poder y tanto al capitalismo como al comunismo, además de la búsqueda de controlar “el poder del deseo sexual” (p. 44). La literatura utópica que resurge tras los años sesenta es una “literatura escarmentada, que sabía que lograr una sociedad mejor no sería fácil” (p. 45). También ganan espacio los temas ambientales y de género.

Finalmente, en lo que hace a la teoría social, hay básicamente dos miradas: la de quienes creen que la capacidad de imaginar utopías es fundamental para el progreso, y la de quienes responsabilizan al utopianismo por las peores catástrofes de la historia (el nazismo, el comunismo, Camboya, etc.). “Hasta cierto punto, ambos tienen razón”, dice Sargent (p. 110). De uno y otro lado quedan autores como Karl Popper, Ernst Bloch, Bauman, Mannheim y otros. Me detengo un poco en Mannheim, quien pone a ideología y utopía como dos polos dentro de la lucha política; la primera representando al pensamiento de los grupos dirigentes (a la manera de Gramsci), y la segunda a quienes se oponen. En definitiva, “Mannheim argumenta que tanto la ideología como la utopía emergen del conflicto político” (p. 120), volviendo así a la definición inicial que más me gustaba: la utopía no como un mero sueño o fantasía, sino como una visión política y que guía la práctica política. Algo similar, siguiendo a Mannheim, piensa Ricoeur, quien está “preocupado principalmente por cómo la utopía presenta formas alternativas de distribución del poder” (p. 129). Esto es, en última instancia, lo que me llevo de Sargent (aunque un poco por oposición): una mirada eminentemente política de lo utópico.

Resumen general: “Aunque la palabra ‘utopía’ tiene su origen en un lugar y un momento particular, el utopianismo ha existido en toda tradición cultural. El utopianismo ha mantenido en todos lados la esperanza de una vida mejor y, al mismo tiempo, han surgido preguntas tanto sobre las mejoras propuestas específicas y, en algunos casos, sobre si la mejora es posible. El utopianismo ha inducido a personas a hacer grandes esfuerzos para lograr mejorar reales, y ha sido mal utilizado por otros para ganar poder, prestigio, dinero y demás para ellos mismos. Y algunas utopías se han convertido en distopías, mientras que otras utopías han sido usadas para derrotar a esas mismas distopías. Por lo tanto, las utopías son esenciales, pero potencialmente peligrosas”. (p. 131)

 

 

 

 

 

 


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