Debuté el
13 de febrero de 1992 en la sala de calderas del Edificio Baleares, en la
parada 4 de la Mansa, Punta del Este, Maldonado, República Oriental del
Uruguay; un pedazo de tierra muy cercano a la Argentina pero, en esa fecha, un
pedazo extraoficial del Estado de Israel. Como me dijo mi colega Sergio
Butelman tomando un café en El Greco muchos años después de aquel debut, un día
en el que estaba intentando convencerme de que dejara la agencia multinacional
en la que laburaba para ir a la agencia boutique que él estaba armando: podemos
negociar las alturas de Golán y la Franja de Gaza, pero Punta del Este en
febrero es nuestro.
Recuerdo
con precisión la fecha de mi debut porque era el cumpleaños de mi papá. El
último cumpleaños de papá, que hoy hubiera cumplido 77 años, pero no quiero
hablar de eso, sino de ese otro aniversario que se cumple hoy.
Mi novia se
llamaba Daniela, Daniela Grunwald, y era muy linda de una manera no
convencional. Tenía una nariz un poco más grande de lo que su cara permitía,
quizás demasiado ancha, pero siempre me pareció que eso le daba carácter,
aunque también hacía más difícil nuestros besos: yo soy decididamente narigón,
así que las apretadas con Dani a veces se ponían un poco incómodas en ese
sector; se rozaban cosas que no debían rozarse. Dani tenía labios grandes,
repletos de ganas y juventud, y ojos verdes; no era pelirroja, pero tampoco
rubia, algo en el medio, pero no una mezcla. La combinación era rara, una cara
exótica. Cuando con los chicos del colegio se hacían listas de las cinco más
lindas y de las cinco más feas, no era inusual que Dani apareciera en listas de
los dos tipos.
Con Dani
habíamos empezado a salir el año anterior, en cuarto año del colegio. A mí me
gustaba desde hacía mucho tiempo, pero no me animaba mucho a encararla. No, no
es así. Me corrijo. La verdad es que me daba un poco de vergüenza. Hoy me da
vergüenza decirlo, pero en ese momento me daba vergüenza encararla porque sabía
que muchos amigos me iban a joder con que estaba saliendo con una mina fea.
Gabi se está apretando a un bagayo. Además, se decía que era rapidita. Y como
si eso fuera poco, y esto es lo que realmente me avergüenza: muchos de mis
amigos eran antisemitas culturales; quiero decir, jamás hubieran aceptado su
antisemitismo, pero tampoco hubieran aceptado a Dani. Y yo lo sabía. Y como era
un cagón (o soy un cagón, no sé, por algo veinte años después, hoy, acá, en vez
de pensar en mi papá trato de pensar en Dani) no la encaraba.
Igual, para
ser honesto, hay que decir que no la encaré. Siempre me costó un poco eso, así
que mis planes eran más complicados, y tenían que ver con tratar de forzar
situaciones como para que estar juntos fuera la conclusión casi natural de lo
que había ocurrido hasta allí. De más está decir que eso significó un track
record lamentable de mi parte. En este caso las cosas sucedieron de manera
menos ligada con la voluntad que con el azar. Tampoco es que la jugué de amigo;
teníamos buena onda y compartíamos banco en una electiva (historia en inglés,
nivel avanzado, con un profesor irlandés, pelirrojo y barbudo), pero no es que
teníamos charlas y ese tipo de cosas como yo sí tenía con otras chicas.
Simplemente un día, en la fiesta de Majo Ricciardi, quedamos solos en un lugar
que parecía planificado según mis designios, aunque siendo honesto conmigo
mismo debo decir que no lo fue. Yo me había ido al fondo del jardín de la casa
de los papás de Majo, en Lomas de San Isidro, al costadito de un quincho viejo,
a fumar un pucho lejos de los grandes que custodiaban el evento. (Ahora pienso
que, seguramente, esos grandes, que tendrían diez años más de los que tengo yo,
seguramente estaban menos interesados en custodiarnos que en emborracharse y
tirotearse entre ellos, como me cuenta mi hermanito, mi hermano ya, que se
tirotean las mamis y papis del colegio de sus hijos. En mi vida de soltero todo
es más directo). Me senté en un banco de listones de madera, como los de las
plazas, con la pintura verde inglés descascarándose de a poco, y al rato Dani
apareció medio de la nada y se sentó en el banquito conmigo.
¿Me das una
seca?, me dijo, y le pasé el cigarrillo en silencio. Pitó hondo, exhaló, lo
tiró al fondo, detrás de una planta.
¿A cambio
te puedo dar un beso?, le dije, sin pensarlo, se me impuso, como un bostezo.
Giré la
cabeza hacia la derecha para darle un beso y como vi sus ojos cerrados y los
labios para adelante le di un pico.
Ella abrió
los ojos y me agarró la cabeza con las dos manos y abrió un poco los labios que
parecían una ola perfecta a punto de llegar a una playa y me plantó un hermoso
beso húmedo en los labios. Después se levantó y se fue. Tenía un vestido verde
corto que mostraba mucha pierna; yo me quedé mirando eso, sus piernas cobijadas
por medias negras que tenían algún tipo de dibujo geométrico. Subí la mirada
cuando vi que ella miraba para atrás; sonrió una sonrisa chiquita girando la
cabeza para un lado y para otro y se fue.
Decir que
empezamos a salir ese día sería una exageración. Después de todo, teníamos 16.
Pero bailamos juntos, o por lo menos cerca, en algunas fiestas; a veces
almorzábamos juntos, saliendo del colegio sin darnos la mano. Nos pusimos
oficialmente de novios –porque en mi época pasaba eso; nos poníamos de novios,
el chico tenía que preguntar y la chica responder– el día después del cast
party.
Todos los
años en mi colegio hacíamos una obra de comedia musical, bajo la dirección de
un profesor que era un genio y un loco. Se anotaban los chicos que querían,
había pruebas de canto y de baile, el director elegía los papeles, otros nos
anotábamos para todo lo técnico: escenografía, luces, música. Practicábamos y
trabajábamos por meses, hacíamos unas diez funciones en cuatro fines de semanas
y todo terminaba con una gran fiesta en el salón de actos del colegio. Las cast
parties, fiestas del elenco, eran famosas por estar poco custodiadas por las
autoridades.
El día de
la fiesta de 1991 hicimos con unos amigos un set de cuatro o cinco canciones:
Juan en guitarra y voz, Paqui en batería, Paul con la segunda guitarra, Corcho
en teclados y yo en el bajo. Dani y su amiga Mary hacían los coros. Tocamos
"De música ligera", "Knocking on Heaven's Door" (versión
Guns 'n' Roses), "With or without you" y un par más. Yo era muy malo
tocando, y me estresaba mucho tocar en vivo, no me relajaba. sino que me exigía
todo el tiempo, y siempre me terminaban doliendo los dientes y la mandíbula por
la tensión. El final del set lo sentí como una gran liberación, así que cuando
llegó el turno de saludar a Dani, después de ir haciendo high fives con todos
los compañeros de banda, la abracé y le di un beso. Como no estaba pensando
bien, todavía nervioso y liberado por tocar en vivo, le di un beso largo en la
boca y medio que nos pusimos a apretar ahí parados arriba del escenario. El
nabo de Nacho, que estaba a cargo de las luces, apagó todo y nos apuntó con el
spot, y le hizo una seña a Martín, el DJ, para que apagara la música. Cuando
volvíamos a la casa de Paqui en un 168 casi vacío, Paqui me dijo que durante
algo así como medio minuto, todo el elenco estuvo mirándonos apretar: todo
oscuro, todo silencio, y Gabi y Dani apretando en el escenario bajo la luz del
spot, abrazados, pegados por las bocas y los brazos y las pelvis y las ganas
contenidas durante semanas.
Al día
siguiente, que era sábado, la llamé. Me atendió el papá y corté. Llamé media
hora más tarde: me atendió el papá y pedí por Dani. ¿Quién sos? Gabriel
Marcone. ¿Marcone?, dijo, y me pareció ver una mueca de disgusto. Cortá, papá,
dijo Dani, y escuché el click. Hola. Hola. Fue medio raro lo de ayer, ¿no,
Dani? Sí: muy. Bueno, no sé, pensé... ¿querés ser mi novia? Se hizo un
silencio. Dale, me dijo. Y ese es otro momento en el que podríamos decir que
empezó todo.
Hoy también
podría empezar todo, pero no parece. La cabeza a veces te dice que sí, que hay
tiempo si hay ganas, pero el estómago te dice que estás un poco jugado. Que
lograste lo que lograste, que enderezaste la empresa de tu viejo como para que
tu vieja no quedara en banda; que después hiciste tu camino en publicidad y que
quizás se te pasó lo otro, la familia, que quizás ser tío es suficiente.
Ahí, ese
día, empezó algo y tres meses después la pasé a buscar a pata por el Edificio
Baleares, ya oficialmente de novios. Mis viejos tenían un departamento en la
Punta, no tan lejos del Baleares. Era ese horario extraño en el que por la
rambla Dr. Claudio Williman pasaban autos volviendo de las playas de más lejos,
cruzaban de las playas de la Punta madres con chicos en sus manos, pareos y
ojotas de colores; chicos ya vestidos caminando hacia Gorlero para comer una
pizza en Chopp Garden y jugar unos fichines en FunTime; y, en la otra
dirección, en dirección al templo, chicos de pantalones negros y camisa blanca
con kipás en la cabeza.
Edgardo
Grunwald abrió la puerta y dijo ah, sos vos; pasá flaco. No estaba muy copado
conmigo pápele Grunwald. Pasá, nene, pasá que hace frío, me dijo la mámele,
Adriana, que me quería un poco más. Jamás hubiera aceptado una goi para su hijo
menor, que tenía 11, pero conmigo estaba todo bien. Edgardo tenía una empresa
textil, hacía elásticos para calzoncillos, y Adriana hacía unos knishes de papa
que merecían por lo menos una nota en Radio Jai.
Al rato yo
estaba caminando por la rambla con la mina más linda del mundo. A esa altura se
me había pasado toda la vergüenza y Dani me parecía hermosa, y más esa noche:
se había puesto una pollera y una musculosa negras, se había pintado, tenía la
piel con un color increíble por el sol. Levité hasta uno de los restaurantes
típicos de la zona del puerto, Lo de Tere, en donde mi viejo festejaba
invariablemente su cumpleaños, porque si algo era papá era un hombre de
rutinas. Desde ese día nunca volví a Lo de Tere; cada vez que alguien me dice
de ir logro torcer la elección de restaurante o bajarme del programa.
Me gustaría
poder decir que recuerdo más de esa comida de cumpleaños. Estaban mamá y papá,
por supuesto; mi hermana con su novio de entonces, Alejandro, el mejor novio
que tuvo, el que más la quiso –por supuesto terminó casándose con el opuesto:
el más hosco, el menos sólido, el que se deshilacha día a día–; y mi hermanito.
Sé que papá comió el risotto de mar, porque siempre pedía lo mismo. Mamá estaba
como siempre, mirando todo desde otra dimensión, su cabeza como arriba de un
mangrullo, centinela de la decencia, segura en un mundo que mi viejo le había
construido, mirando a Dani con la seguridad de que no sería más que una novia
pasajera.
Cuando
terminamos. desandamos el mismo camino: desde Lo de Tere al Edificio Baleares.
Volví a caminar muchas veces ese camino, pero nunca más como un hombre virgen.
Esa última caminata virgen por la rambla Williman no fue especial más que por
eso; íbamos charlando, de la mano, hablando mal de ese novio de mi hermana que
ahora me parece tan copado, recordando los interminables partidos de cabeza que
había jugado ese día con mis amigos en la playa, viendo pasar los autos para un
lado y para el otro, el tráfico permanente de Punta del Este en temporada.
Cuando
llegamos al Baleares el ascensor se había roto. Va' satené que caminá, botija,
me dijo el guardia de la noche, que ya era casi un amigo (era hincha de
Nacional y yo estaba tratando de convencerlo de que en Argentina adoptara a
Independiente como su cuadro). Así que agarramos la puertita medio despintada
que daba a las escaleras de servicio, pero en vez de subir guié a Dani con mi
mano derecha hacia las escaleras que iban para abajo, apretándole la mano,
torciéndosela apenas. Los ojos de Dani se abrieron un poco y la cabeza se
inclinó hacia un lado por la sorpresa, pero al toque me sonrió y vino con
ganas.
Al terminar
de bajar llegamos a un pasillo apenas iluminado por dos lamparitas sin aplique,
colgando de un agujero. A unos metros había una puerta que decía sala de
máquinas. Probé y cedió. ¿Te parece, Gabi? Dale, vamos, dije, y entramos. Hacía
calor. En una habitación grande, de unos ocho metros por cinco, había muchos
caños y un par de tanques grandes, las calderas; tachos de pintura, sombrillas
en desuso y ¡gloria al Señor! un par de reposeras con la pintura resquebrajada,
listas para ser lijadas y puestas a punto para el servicio de playa. La sala de
máquinas estaba pintada de gris (la parte de abajo) y blanco (la de arriba), y
apenas iluminada.
Cerré la
puerta con cuidado y llevé a Dani más para adentro. Enfrentados, nos tomamos
las dos manos. Nos besamos. La llevé hacia la pared. Pará, Gabi, me vas a
ensuciar toda la ropa. Me apoyé yo sobre la pared y estuvimos ahí un buen rato.
Dos chicos de 16 pueden estar besándose una temporada entera, parando sólo para
ir a mear cada tanto. En algún momento puse mi mano debajo de la pollera. ¡Cómo
había mirado esa cola esos días en la playa! Ahora la tenía en mis manos. Qué
lindo. A partir de ahí todo fue cada vez más rápido y más rápido y más fuerte,
como en una canción metalera, con el doble bombo. Me arrodillé y le bajé la
bombacha y empecé tocarla y ella me decía que sí o que no, apenas, con un
movimiento, con un susurro, con algo, yo me concentraba para entender las
señales, para leer sus movimientos y sonidos como las notas de una partitura. Y
no lograba asentarme del todo, me temblaba la mano, así sí, así no. Me
desabrochó el jean negro, y puso su mano adentro de mis calzones, lo que me dio
unas cosquillas raras que casi me hicieron acalambrar y me dijo ¿tenés, no?
entre besos y yo le dije que sí, que tenía muchas ganas, que me moría de ganas,
un forro, Gabi, ¿tenés un forro, no? y sí, sí, me acordé de ese forro guardado
hacía meses en la billetera y lo saqué y se me cayó al piso y lo levanté y ahí
fuimos hasta una de las reposeras, yo agarrándola a ella con una mano y a mis
jeans con la otra, con cuidado de no trastabillar.
Volví por
la rambla Williman y en mi cabeza sonaba “Paranoid”, de Black Sabbath. Ese
ritmo rápido, eufórico y euforizante, el rasguido cortito y los dos y uno largo
del final: chaca chaca chaca chaca chaca chaca chaca chaca chaca - cha-cha
chaaaaaa. Caminaba por la rambla pensando en Dani y se me paraba de vuelta, el
Shabat ya en proceso, y yo todavía sin saber que era el último cumpleaños de mi
viejo, mi última noche virgen.
Ahora estoy
en mi departamento, solo, en otro cumpleaños de papá sin papá, en otro
aniversario de mi debut. Miro a la computadora y miro a mi living con las luces
apagadas; veo en los estantes algunos de los premios publicitarios de mi
carrera, las fotos de mis sobrinos, la foto de mis viejos solos; al costado, el
bajo nuevo en el pie y el amplificador, porque sigo tocando mal, pero ahora
suena mejor porque el equipo es mejor. Casi a oscuras, mi laptop me ilumina la
cara como un spot en el escenario. Suena "Paranoid", "Necesito
alguien que me muestre las cosas de la vida que no puede encontrar / debo ser
ciego no veo las cosas que dan felicidad" dice y veo las fotos que subió
Dani a Facebook, una tras otra tras otra tras otra tras otra, su cara igual y
distinta, cambiada e igual y no me decido a mandarle un mensaje y preguntarle
en qué anda.