lunes, 28 de octubre de 2019

Para nunca más volver



Leí Por qué volvías cada verano, de Belén López Peiró, un libro que es una denuncia, una rebeldía, un acto de curación. Es un libro en el que no importa tanto la forma porque lo que importa es lo que dice, el contenido; las palabras no son acá parte de un acto artístico sino político y curativo.
Todos los veranos, una chica era llevada por sus padres desde Buenos Aires a la casa de unos tíos en un pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires. Todos los veranos, su tío, comisario, violento, golpeador, abusaba de ella (como abusaba también de tantas otras). Años después, y a partir de un episodio en el que el padre de la chica casi descubre in fraganti al tío abusando de su hija, la chica denuncia lo que venía ocurriendo hacía años, lo que despierta movimientos judiciales, familiares e internos.
El libro se construye oralmente con tres tipos de textos. Por un lado, oficios judiciales: declaraciones testimoniales o decisiones judiciales donde se tramita la causa. Por otro lado, diálogos truncados (y esto es probablemente lo más interesante desde lo formal): se leen las alocuciones de un personaje hacia otro sin las respuestas, como si se escuchara solo un lado de una conversación telefónica; digo que esto es lo más interesante porque subraya la subjetividad del punto de vista de cada actor. Y, finalmente, textos de la víctima, de la chica.
Así pasan distintas personas involucradas: la víctima, sus padres, su hermano, la tía, primas, abogados, fiscales, psicólogos, médicos. Así vemos cómo la víctima, la chica, debe enfrentarse al deseo de tantos por callar lo que ella necesita decir; las debilidades o mezquindades o simplemente maldades del mundo judicial, la dificultad de derribar a personas grandes en pueblos chicos; la guerra de intereses dentro de las familias, donde se mezcla lo emocional con lo económico.
Es un libro difícil por su dureza y crudeza pero casi que da culpa decirlo, escribirlo: mucho más crudo y duro fue lo que vivió la víctima, la chica, que era usada “como a un galpón, [él] venía a hacerse chapa y pintura, a poner su pija en remojo”. (p. 10) El libro te oprime el pecho y te despierta bronca por todos los que hicieron y permitieron. En parte, el proceso que relata el libro y el libro mismo son el camino para que la víctima, la chica, pueda permitir que se despierte esa bronca en ella, y que saque la culpa de su interior y la pase afuera: “Lo culpo a él por hijo de re mil puta, la culpo a mi tía por cómplice, los culpo a mis viejos por ausentes, a mi pediatra por no notar mi concha rebanada y también a mi abogado por pelotudo desalmado. Pero nada es suficiente.” (p. 99)
Las palabras pasan a ser parte del proceso curativo. El silencio es enfermedad, la palabra es salud. “Callar fue siempre el peor castigo para ellas, para mí. Hablar libera y eso que todavía no desataron sus cadenas.” (p. 86) La víctima, la chica, necesita hablar para dejar de ser víctima y pasar a ser, o tratar de ser, solo, nada más, nada menos, que chica.

lunes, 21 de octubre de 2019

Alarde



Ahora les voy a hablar de Borges, con el mismo desparpajo con el que el Borges de los años 20, y de sus 20 años, habló de quien se le cantó y más también. Arranqué estos días el proyecto de leer las obras completas de Borges, de principio a fin y por orden cronológico, y en esta primera entrega hago mi lectura de Fervor de Buenos Aires, Inquisiciones, Luna de enfrente y El tamaño de mi esperanza, libros de 1923 a 1926, dos de poemas y dos de ensayos.
En el prólogo de 1969 a Fervor…, Borges dice que “aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente - ¿qué significa esencialmente? - el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo”, dice. (p. 15) Es cierto y no lo es, seguramente. Es clarísimo que era una bestia. Fervor… es impresionante en la capacidad para desplegar temas, a veces los mismos de siempre (la ciudad, la frontera, el tiempo, el retorno) y de tratarlos con torrentes de metáforas y adjetivaciones únicas. Ese Borges te personifica todo, hasta los colores: “Con la tarde / se cansaron los dos o tres colores del patio” (p. 26); adjetiva como él solo (“el temporal fue unánime” - p. 29 -; “en vano la furtiva noche felina / inquieta los balcones cerrados” - p. 47). Y arma metáforas con verbos: “alguien descrucifica los anhelos / clavados en el piano” (p. 51); él está “albriciado de luz y pródigo espacio” (p. 53), la soledad “se ha remansado alrededor del pueblo” (p. 55). En Fervor… Borges pinta como solo él pudo hacerlo una ciudad viva y el mundo que lo rodea.
El otro libro de poemas de esta entrega es Luna de enfrente. En su prólogo de 1969 dice Borges que allí quiso “ser argentino” (p. 157) El resultado es de nuevo la oposición entre la llanura y la ciudad, y hasta un poema sobre Facundo (“El general Quiroga va en coche a su muerte”) que no puede dejar de ser eso mismo y un llamado a la tradición argentina a través de Sarmiento. La Argentina es el desierto, la distancia: “Insistente, como una pesadilla, carga sobre mí la distancia” (p. 175); “Aquí otra vez la seguridad de la llanura / en el horizonte / y el terreno baldío que se deshace en yuyos y alambres” (p. 159); “La alta ciudad inconocible arrecia sobre el campo” (p. 165).
Al mismo tiempo, tengo la impresión de que este es un Borges distinto del que yo recuerdo de sus libros de más grande. En comparación con aquel más sosegado, este es un Borges que alardea y pontifica, sobre todo en los ensayos de Inquisiciones y El tamaño de mi esperanza. Inquisiciones es una serie de ensayos sobre distintos autores o sobre la literatura que son, básicamente, una reflexión sobre el lenguaje y sobre la tradición, aunque también hay lugar para otros tópicos típicamente borgeanos (el tiempo, la ciudad, la muerte, el buen morir). Respecto del lenguaje, hay, por ejemplo, una reflexión sobre el origen de la metáfora (“la indigencia del idioma” - p. 97). Y sobre la tradición se prefigura la universalidad del Borges de “El escritor argentino y la tradición”: dice que “Europa nos ha dado sus clásicos, que asimismo son de nosotros.” (p. 70) y cita a Browne diciendo que “Todos los sitios, todos los ambientes, me ofrecen una patria”. (p. 79)
El desparpajo con el que comenta sobre cualquier escritor es digno de su corta edad y, seguramente, de su deseo de hacerse un lugar en el mundo literario. Dice del Ulises de Joyce, confesando “no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran” (p. 71), que el autor “ejerce dignamente esa costumbre de osadía” (p. 71), aunque pueda aburrir: “despliega la única jornada de su héroe sobre muchas jornadas de lector. (No he dicho muchas siestas.)” (p. 72) Con Ascasubi es un poco más directo: dice que en París terminó de ultimar su obra “en ambos sentidos del verbo” (p. 89) y se pregunta “¿Qué diferencia va de la labor de Ascasubi a la de sus continuadores? La que de la imbelleza va a la belleza.” (p. 91) El alarde se extiende del contenido a la forma, desplegando un idioma que por momentos puede resultar antiguo y demasiado florido, alejado al que recuerdo más clínico de los años posteriores. Como ejemplo citaría a la oración con que empieza “Después de las imágenes”, salvo que es demasiado larga; o a esta: “Este concepto abarcador que no desdeña recorrer muchas veces los caminos triviales y que permite la hermanía de la visión de todos y el hallazgo novelero, alcanza innumerable atestación en la segura dualidad de la vida.” (p. 144)
El nivel del desparpajo y el alarde roza la soberbia si no tuviera un poco de ironía y de humor sobre sí mismo: dice ya en El tamaño de mi esperanza: “mientras yo viva, no me faltará quien me alabe” (p. 192). Allí sigue la reflexión sobre el idioma y sobre la argentinidad, lo criollo (“hay espíritu criollo (...) nuestra raza puede añadirle al mundo una alegría y un descreimiento especiales. Ésa es mi criollez. Lo demás - el gauchismo, el quichuismo, el juanmanuelismo - es cosa de maniáticos”, p. 223) y Buenos Aires (que “más que una ciudá, es un país y hay que encontrarle la poesía y la mística y la pintura y la religión y la metafísica que con su grandeza se avienen.”, p. 185), sobre la tradición y las modas artísticas.
Pero lo central es el lenguaje: “Lo que persigo es despertarle a cada escritor la conciencia de que el idioma apenas si está bosquejado y de que es gloria y deber suyo (nuestro y de todos) el multiplicarlo y variarlo.” (p. 202) “Todo sustantivo es una abreviatura. En lugar de contar frío, filoso, hiriente, inquebrantable, brillador, puntiagudo, enunciamos puñal; en sustitución de alejamiento de sol y profesión de sombra, decimos atardecer.” (p. 204) También hay tiempo para pensar los adjetivos y las metáforas, para discutir sobre la rima y para seguir criticando a Ascasubi (habla de su “bostezabilidá”, p. 210) y a Lugones (menciona no solo su “forasteridá”, p. 211, sino que dice también de él que “ninguna tarea intelectual le es extraña, salvo la de inventar”, p. 235).
Mi sensación, hasta acá, es que este primer Borges es una bestia y un monstruo: no podés creer lo que hace con las palabras y lo que ya era como escritor a los 25 o 26 años, y tampoco el desparpajo de poder decir lo que quisiera de cualquier cosa o escritor. Quizás dentro de dos años, cuando sepa un poco de Borges, podré decir algo distinto.

martes, 8 de octubre de 2019

Un libro curioso



Hace unas semanas, coincidí en una comida con Martín Hadis, autor de Siete guerreros nortumbrios. Enigmas y secretos en la lápida de Jorge Luis Borges. Primero hablamos de su libro y de mi novela y luego hicimos lugar a la antigua práctica del trueque: yo me llevé un ejemplar de ese libro curioso, y él se llevó un ejemplar de Flanders.
Siete Guerreros... es un libro muy curioso; es un libro sobre una lápida pero, por supuesto, es mucho más. El principal argumento de Hadis es que “la lápida de Borges en Ginebra es un objeto literario” (p. 25); es decir, un objeto que se puede leer, que se inscribe en una lectura de la tradición o las tradiciones del autor; que es pasible de interpretación y, más aún, que debe ser interpretado. La “lápida honra y prosigue ese hábito borgiano de presentar lo íntimo y personal a través de alusiones y citas” pero al mismo tiempo, “como ocurre con sus cuentos y poemas, el descifrarla no representa una imposibilidad.” (p. 182-183)
Hadis presenta un argumento muy sólido según el cual la lápida une “varios de los núcleos de la obra de Borges: su predilección por la épica, sus lecturas de antiguos textos sajones y escandinavos, la inspiración que recibía de su propia genealogía, sus encuentros y desencuentros con la fe cristiana, la divergencia de sus dos linajes - criollo e inglés -, y la forma en que éstos, al final de su vida, llegaron a fusionarse.” (p. 14) A partir del estudio de la lápida, Hadis nos lleva a la relación de Borges (y de su obra) con el inglés antiguo, con el escandinavo antiguo y son sus literaturas cruzadas por la épica. Nos lleva, además, a la lucha dentro de Borges entre sus dos linajes: unos ancestros anglosajones ligados con las letras y otros criollos con las armas y su relación con el cristianismo. Finalmente, la lápida enlaza lo escandinavo con su visión sobre el amor y sobre su relación con María Kodama.
En la comida, Hadis me comentó algo que dice también en el prólogo: que este libro “puede servir como una introducción gradual a su universo literario.” (p. 14) En mi caso, ese encuentro y este libro inteligente y divertido, que enlaza con sencillez lo complejo, me dio el empujoncito que necesitaba para, finalmente, emprender una lectura un poco más seria del principal exponente de nuestra tradición.