domingo, 22 de agosto de 2021

Cómo (no) ser escritor



Me arrepiento un poco de haberme anotado en el Mundial de Escritura. Ahora me siento obligado a escribir y voy a escribir tres mil caracteres de morondanga por día. 

Pienso que no tengo que escribir más, que tengo que tirar la toalla, darme cuenta de que I don’t have what it takes, como el personaje de “Harmony of the World”, un cuento de Charles Baxter; desde chiquito, el personaje parece un genio del piano, hasta que llega a la universidad y cerca de terminar viene un profesor y le dice: no, querido, el piano no es lo tuyo; sí, sí, tenés técnica, pero no tenés pasión, dedicate a otra cosa. Una suerte la de ese muchacho, que entonces entrega eso y puede vivir una vida apacible. Bueno, yo igual: salvo que nadie me confundió con un genio de chico y nadie me dijo lo del profesor.

Venía con algo así en la cabeza y después leí Hornby (genio del que leí casi todo, incluyendo State of the Union), que medio que me dice lo mismo sin hablarme a mí, porque bueno, él es un astro de la literatura y vive en Londres y yo ni lo uno ni lo otro. Y el libro de Hornby no tiene nada que ver con la pasión, ni con la escritura ni conmigo. Pero me lo dice, o yo lo escucho, simplemente por lo bueno que es él, Hornby. 

En Just Like You, su última novela, Hornby hace lo de siempre: cuenta con humor y sensibilidad historias que hablan de cosas que importan. Algo como lo que traté de hacer yo en Flanders, pero claro, no soy Nick, aunque en un texto que me publicó La Agenda traté de emularlo un poco a partir de una consigna suya en otro Mundial de Escritura. ¡Ay! Yo yo yo. En fin.

Just Like You habla de la identidad o, más bien, de la “política de la identidad”, o de cómo hoy las categorías de raza, género, nacionalidad, clase social y demás parecen permear más que nunca las relaciones humanas. Y Nick lo explora a través de una historia de amor entre Joseph, un chico negro de 22 sin estudios universitarios, y Lucy, una mujer blanca de 42, maestra de escuela, madre de dos hijos y con un ex marido adicto. Desde poco antes del referéndum por Brexit hasta la elección de Trump, Joseph y Lucy intentan armar algo a pesar de todas sus diferencias y de un momento histórico en el que están todos todo el tiempo enfatizando las diferencias o negándolas pero nunca ignorándolas.

En el medio, el libro tiene una trama que atrapa: queremos saber qué va a pasar, y entonces lo leí en dos o tres días. Pero atrapa no tanto por la trama sino por los personajes. Joseph es hermoso en su espíritu casi infantil, en su inseguridad y en su mirada casi adolescente de la vida:

“‘¿Pero a dónde va eso?’, preguntó su madre.

‘¿A dónde va cualquier cosa?’, dijo Joseph. (...)

quizás no había un futuro para esto, pero había un presente, y de eso consiste la vida.” (p. 128-130)

Y Lucy más todavía; es divertida y sensible y práctica y mujer, muy mujer; no se me ocurre otro autor varón que se meta dentro de un personaje femenino como Nick (quizás sobre todo en How to be Good). Y en el medio de esa trama atrapante por esos personajes enternecedores Nick te hace reír (a veces literalmente a carcajadas en mi caso) y te emociona y te hace pensar. 

No es una novela sobre Brexit ni sobre la política de la identidad, pero sí es una novela que explora qué le hace ese espíritu de los tiempos a las personas. Como dice, quizás explicando un poco demasiado: “Era un tiempo en el que todos estaban prometiéndose nunca perdonar a la gente. Los políticos nunca serían perdonados por lo que habían hecho, los familiares y amigos nunca serían perdonados por cómo habían votado, por lo que habían dicho, quizás hasta por lo que pensaban. La mayor parte del tiempo, no se perdonaba a las personas por ser ellas mismas.” (p. 343) Y en el medio, mientras te cuenta un poco de eso, la pasás muy bien, hasta que pensás qué dice todo eso de vos como escritor y te preguntás para qué te anotaste en el Mundial y si no es hora de tirar la toalla. 


Originales de las citas usadas

“‘But where’s it going?’, said his mother.

‘Where’s anything going?’, said Joseph. (...)

maybe there was no future in it, but there was a present, and that’s what life consists of.” (p. 128-130)

“It was a time when everyone was vowing never to forgive people. Politicians were never going to be forgiven for what they had done, friends and family were never going to be forgiven for the way they had voted, for what they had said, maybe even for what they thought. Most of the time, people were not being forgoven for being themselves.” (p 343)


lunes, 16 de agosto de 2021

Aventura literaria

Leí 100 Years of the Best American Short Stories, hermosa colección editada por Lorrie Moore (genia) y Heidi Pitlor.

Me siento a escribir mi apunte de lectura, como hago con cada libro que leo hace tanto tiempo, y no puedo sino empezar diciendo esto: tardé más de dos meses en leer este libro. Y en el medio no leí nada más (digo, más allá de periódicos, de Twitter, de las cosas que leo por trabajo, y que me fanaticé con la serie The Americans). Y es raro, porque normalmente leo un libro cada dos o tres semanas. Y es un libro largo, pero no tanto: setecientos y pico de páginas. Cuarenta cuentos: ¿cómo vas a tardar más de dos meses en leer 40 cuentos? ¿No te gustó? ¿Ni un cuento por día? Explica eso en parte la situación personal, con rutinas aún no armadas, y en otra parte que una colección de cuentos no te agarra tanto como una novela, por ejemplo. Habiendo dicho eso, es una colección hermosa.

Me encontré con viejos amigos: con “Brothers” de Sherwood Anderson; “My Old Man” de Ernest Hemingway, el del padre jockey de carreras; “The Enormous Radio” de John Cheever, en la que una pareja compra una radio que sintoniza los departamentos de los vecinos (“Ella escuchó demostraciones de indigestiones, amor carnal, vanidad abismal, fe y desesperanza.”, p. 165). Nos encontramos, casi uno al lado del otro, al joven David de “Pigeon Feathers” (John Updike) que se esfuerza por mantener la fe cristiana, y al joven judío Ozzie que se mete en problemas con el rabino por preguntar por Jesucristo en “The Conversion Of The Jews”, de Philip Roth. (Ese cuento contiene esto: “Para Yakov Blotnik la vida se había fraccionado a sí misma de manera muy sencilla: las cosas o bien eran-buenas-para-los-judíos o bien no-eran-buenas-para-los-judíos.” p. 218) Otros cuentos releídos con extremo placer: “Everything That Rises Must Converge” de Flannery O’Connor, “Will You Please Be Quiet, Please” de Raymond Carver, “Fiesta” de Junot Díaz, “Awaiting Orders” de Tobias Wolff, “Friend of My Youth” de Alice Munro. 

Disfruté mucho de cosas de autores de los que leí poco, como “The Whole World Knows” de Eudora Welty, o el tremendo “By the River” de Joyce Carol Oates. Y confirmé que no me vuelven loco los postmodernos (aunque claro que tiene lo suyo “The School”, de Donald Barthelme.)

Finalmente, disfruté mucho con algunos autores que no conocía: en “I Stand Here Ironing” de Tillie Olsen, una madre reflexiona sobre su hija. En “Friends”, de Grace Paley, unas amigas acompañan a una que está cerca de la muerte y reflexionan sobre la vida que vivieron juntas y lo que viene: “La gente quiere ser joven y bella. Cuando se ven en la calle, sean varones o mujeres, si se están poniendo viejos se miran a las caras un poco avergonzados. Es muy claro que quieren decir perdón, no quise llamar la atención a la mortalidad y la gravedad al mismo tiempo.” (p. 347) Me encantó un cuento de Charles Baxter, a quien nunca había leído: “Harmony of the World” reflexiona sobre la pasión y el talento, la gloria y la armonía. Fuertísimo en el buen sentido “Lawns” de Mona Simpson y carveriano “Helping” de Robert Stone, una ventana a un mundo nuevo “If You Sing Like That for Me” de Akhil Sharma. Increíblemente bien logrado “Diem Perdidi” de Julie Otsuka, sobre una madre con Alzheimer o senilidad; y un hallazgo Lauren Groff, con “At the Round Earth’s Imagined Corners”: un cuento corto que, como “The Third and Final Continent” de Jhumpa Lahiri, también en la colección, cuenta en pocas páginas una vida entera y un mundo desconocido.

En definitiva, una colección hermosa por la cantidad de cuentos brillantes. Y porque define un poco las posibilidades casi infinitas del género. Como dice Lorrie Moore en la introducción, entre muchas otras cosas, (y de otra manera, pero yo lo junto y le doy más enters):

“Un cuento es un ruido en la noche. (...)

Al escritor de un cuento corto

lo mandan por un camino para ver qué quieren

realmente

los lectores

para poder consolarlos (...)

Los cuentos cortos son sobre problemas

en la mente. (...)

Un cuento corto es sobre el amor.

Pero no es una historia de amor. (...)

El cuento corto es la mente humana

en su forma más aventurera.”

 

Originales de las citas

“She overhead demonstration of indigestions, carnal love, abysmal vanidad, faith, and despair.” (p. 165)

“For Yakov Blotnik life had fractionated itself simply: things were either good-for-the-Jews or no-good-for-the-Jews.” (p. 218)

“People do want to be young and beautiful. When they meet in the street, male or female, if they’re getting older they look at each other’s faces a little ashamed. It’s clear they want to say, Excuse me, I didn’t mean to draw attention to mortality and gravity all at once.” (p. 347)

“A story is a noise in the night.” (Introducción)

“A short story writer is sent out on the road to see who her readers actually are in order to console them.” (Introducción)

“Short stories are about trouble in mind.” (Introducción)

“A short story is about love. Yet it is not a love story.” (Introducción)

“The short story is the human mind at its most adventurous.” (Introducción)

lunes, 2 de agosto de 2021

Una de espías

 


Estoy leyendo muy poco por distintas razones. Una de ellas es que las últimas tres semanas estuve mirando, con la obsesión de un adicto, The Americans, una serie de seis temporadas que estuvo en televisión de 2013 a 2018. Amé The Americans por varias razones, a pesar de que, como siempre, hay un momento en que las series largas ya no pueden sostenerse.

Spoiler alert: voy a espoilear a mansalva porque sí, un poco escribo estas cosas porque quiero que ustedes me quieran, que todo el mundo crea que soy brillante y único, pero más que nada escribo este blog para mí.

La primera temporada me volvió loco. En la zona de Washington, a principios de la década de 1980, dos espías rusos infiltrados viven como americanos, como una pareja normal, con sus dos hijos y su pequeña empresa, su casa con garage y sus desayunos con cereales. Durante seis temporadas, estos dos mundos - el del espionaje y el universo que es cualquier familia - se van a cruzar y chocar una y otra vez. Detrás de la fachada familiar (¿cómo escribir un apunte sobre una serie de espías sin usar esa palabra?), la serie muestra, sobre todo al principio, la locura del espionaje de guerra fría: violencia, sexo, crueldad emocional. Y lo muestra: muestra escenas sexuales sin irse de mambo pero mostrando; muestra asesinatos fríos, mecanismos truculentos de disposición de cadáveres y más. (A medida que las temporadas avanzan, sin embargo, y en términos generales, se reduce el nivel de explicitud de sexo y violencia. Como un teorema de Baglini de la televisión, da la impresión de que su éxito le impedía ser lo crudo que era al principio). Pero junto con la trama del espionaje está la trama de pareja entre Elizabeth y Philip y la trama familiar entre ellos y sus hijos.

Después de la primera o de la segunda, la serie baja un poco, empieza a tener algunos momentos donde se complica la verosimilitud, pero me mantuvo siempre ahí. La sexta y última temporada ya fue un poco demasiado; como en Ozark, cuando se involucra a niños en temas de adultos todo me parece menos creíble. (Dato curioso: estas dos series se emparentan no solo por el mix entre temas criminales con familiares sino también por la actuación de Julia Garner, genial en Ozark como una sureña white trash). Y también me complica la verosimilitud el hecho de que los espías parecen adquirir mucho más conocimiento macro político del que, para mí, deberían; una de las cosas que más me gustaron de las primeras temporadas es que ellos operan a tientas, sin saber nunca demasiado bien qué están haciendo y para qué. Pero incluso en la sexta temporada, que se me hizo un poco larga a veces, con demasiadas escenas de Philip haciendo cuentas para ver si su negocio se funde o no y Elizabeth fumando mientras mira al horizonte (y es en lo único que se me complicó el papel de Keri Russell: no sabés fumar, Keri, sorry), incluso en esa última y casi fallida temporada, la serie hizo conmigo todo lo que quiso: me enamoré de Elizabeth, hermosa y sexy, y la odié por calculadora, fría y fanática; me emocioné con Philip, el personaje roto, y con el pobre Stan Beeman; y sufrí con Oleg Igórevitch Burov, el buen soviético que quiere salvar al mundo. Y sí, en la secuencia larga del capítulo final, con “Brothers in Arms” de fondo, me emocioné un poco también.

The Americans se puede ver con Ozark (por esto del cruce entre el mundo criminal y el de una familia) y se puede ver con Chernobyl porque está siempre hablándote un poco de la deshumanización de un sistema totalitario, y también de su contraparte norteamericana. (Una nota historiográfica, casi, acá: me gusta que The Americans presenta la visión soviética del mundo casi en su mejor luz posible, destacando el papel de URSS en la Segunda Guerra Mundial y el nivel de destrucción que significó para ella la guerra.) 

La tensión permanente dentro de los personajes principales (la pareja de infiltrados pero también los de segundo grado como Beeman y Burov) es entre el deber burocrático y la humanidad. Philip y Elizabeth, o más bien, Mischa y Nadezdha, sus nombres rusos, entregaron su vida al Partido Comunista o a la Unión Soviética. Elizabteh, hasta el final, opera como una fanática; pero duda al final, como Philip antes, aparecen grietas de humanidad en su fanatismo. Y también Beeman y Burov, los personajes nivel B, se enfrentan en más de una oportunidad con la disyuntiva entre obedecer y hacer lo correcto. Al final del día, sin embargo, The Americans, ahí, parece más cerca de The West Wing, y de tan optimista parece ingenua: en todos termina ganando la humanidad. Philip “se retira”, Elizabeth se da vuelta, Stan los deja irse, Burov vuelve a Washington (e incluso: Gabriel va a visitar a Martha en Moscú y Paige decide quedarse contra las órdenes de sus padres). En el fondo, parece decirnos la serie, todos estos son buenos, incluso los que matan y descuartizan, solo que el contexto de la Guerra Fría, el peligro real de un holocausto nuclear y la demencia acordada de la destrucción mutua asegurada los obliga a comportarse de otra manera. Después del holocausto y durante la Guerra Fría, los humanos todavía podemos ser humanos.

Durante la quinta y sobre todo la sexta temporada, cuando el interés ya no era tan alto, me mantuve adicto. Quería ver cómo terminaba, claro, y me seguía entreteniendo. Pero quería ver cómo terminaba no solo en términos de “ver qué pasó” sino preguntándome cómo resuelve esto el guionista. Porque qué le pasa a los personajes, cómo terminan, es importante para entender qué nos quieren decir. Y uno pensaba, claro, esto no puede terminar bien. El final de Hollywood posible (se entregan a los americanos, les dan identidades falsas y viven una vida feliz en el Midwest) hubiera sido una traición a la serie y a sus protagonistas. Por otro lado, los guionistas la podrían haber podrido en serio, para un lado o para el otro: los podrían haber matado o ellos se podrían haber salido 100% con la suya. Al final, lo que ocurre es el mejor final posible sin desnaturalizar totalmente la serie y los personajes: ellos logran volver a Rusia pero con el costo de perder a los hijos, que se quedan en Estados Unidos; y está bien, es el mínimo costo que tendrían que pagar y sería inverosímil que un chico criado en los EE.UU. de los 70 y 80 quisiera ir a vivir a la Unión Soviética. El final elegido es el mejor posible para todos, y todos terminan sin perder toda su humanidad. Y eso un poco me hizo feliz, más allá de que no deje de verlo como ingenuo.