lunes, 26 de diciembre de 2022

La otra opción es escribir

 


El lugar, tomo dos de la trilogía involuntaria de Mario Levrero, es mucho más oscuro que su predecesor, La ciudad. Si La ciudad parece un sueño con tonos de pesadilla, El lugar parece una pesadilla larga y cruel en tres actos.

En la primera parte, un personaje sin nombre despierta en un lugar desconocido y vaga por un tiempo de imposible indefinición en un laberinto, un laberinto recto interminable de una habitación tras otra que un predecesor suyo describe como un infierno. A la entrada del infierno de Dante una inscripción dice que los que ingresan deben abandonar toda esperanza. Desde temprano, la idea de la (des)esperanza está presente: “durante el sueño no había concebido mayores esperanzas de que aquello fuese una pesadilla; desperté con la idea más o menos clara de que estaba viviendo algo distinto.” (p. 29)

En más de un momento el personaje cree haber llegado a un lugar reservado para él. Pero sigue adelante, quizás no con esperanza pero sí con la convicción de que debe encontrar una salida y con alguna idea de cierto libre albedrío. Cuando encuentra la salida de ese laberinto recto llega a un “patio”, con otras personas que hablan su idioma. Allí, nuevamente, parece haber un lugar reservado para él, pero sigue pensando que debe salir aunque le hacen y se hace la pregunta de para qué y no logra responderla. Al salir del patio, con una mujer llamada Alicia y un niño, llega a un lugar que parece replicar el laberinto recto pero en un contexto rural. Y también encuentra un lugar reservado para él: “el sistema empezaba a repetirse. La casa parecía estar esperándonos. Los elementos estaban dispuestos para que nos fuera cómoda; había, además, un escritorio, con una máquina de escribir y abundante papel. (...) Todo estaba en orden. Me sentí desolado” (p. 131).

Distintos elementos nos hacen pensar que el personaje de El lugar es el mismo del de La ciudad, incluyendo la referencia a una mujer llamada Ana y la información explícita de que le falta el reloj (p. 20). La gran diferencia es la referencia a los apuntes que va tomando, que se transforman finalmente en el relato de El lugar. Es en esa casa rural, con Alicia y el niño donde el narrador estructura este relato, y después de eso decide irse. Como ocurre en distintos lugares dentro de El lugar, se le presenta un lugar adecuado para él pero lo rechaza porque no es elegido por él, y decide irse a pesar de no poder decir para qué, a pesar de no haber una esperanza de algo mejor: “Comencé a explicarle, aunque cada vez era menos claro para mí mismo, la angustia que me producía estar allí; aunque todo se pareciera, en ese momento, a lo que alguna vez había deseado –una vida tranquila en el campo–, no podía tolerar la idea de haber sido llevado allí contra mi voluntad, de sentirme perdido, extraviado” (p. 132).

Llega así a una tercera etapa, decididamente urbana, en parte dentro de un hotel, donde hay violencia, tortura, un erotismo degrandante. Parece, esta etapa, una metáfora de un totalitarismo. Pero el personaje sigue adelante, a pesar de sufrir violencia y tortura, y llega finalmente a su ciudad, que imaginamos Montevideo, con una cicatriz que parece la consecuencia de la tortura sufrida en el hotel y con “las hojas escritas a máquina” (p. 153) en la casa en el campo.

Allí, en la ciudad, vuelve a trabajar sobre sus apuntes: “de pronto, al escribir, pensé que no podía ser casual que en aquel lugar siempre hubiera tenido a mano papel y lápiz” (p. 157). Y si en el lugar se deprimía pensando que su vida allí no era tan distinta de su vida “real” antes de ser transportado al lugar, en la ciudad siente que no está mucho mejor que en el lugar: “Ahora que la ciudad, mi ciudad, me resulta ajena y aun repulsiva, pienso que estoy repitiéndome en mi actitud de aquel otro lugar. Que no lograré aproximarme realmente a ninguno de mis amigos, ni a Ana, ni a ninguna otra mujer; que sólo los utilizaba para olvidar la soledad, para evadirme de este ser que me habita, que me odia, que me obliga a actuar en contra de mí mismo. (...) El extraño soy yo.” (p. 158).

Así, El lugar se presenta como una metáfora de la vida con una mirada existencialista. En el patio, cuando se suicida el Francés, mientras el resto busca explicaciones, el narrador piensa: “¿Cómo explicar que no necesitaba más motivos que una noche de insomnio y de lucidez para quitarse la vida? Para quien está realmente vivo, la vida se vuelve a veces muy difícil, puede llegar a ser intolerable, sin necesidad de motivaciones especiales” (p. 122). La vida puede ser un infierno, como el laberinto recto; parece un lugar sin esperanzas, sin posibilidad de conexión verdadera con otros y donde uno busca cierta libertad y la vida nos presenta estructuras rígidas.

En ese contexto, una opción parece el suicidio. La otra: escribir.

Lecturas 2022

Fue un año de lecturas raro. Leí 31 libros, que es justo el promedio de libros leídos por año desde 2012, cuando empecé a llevar esta estadística. (Trece años de lecturas en el blog es... algo, qué se yo). Leí casi el mismo porcentaje de varones en 2022 (79%) que el promedio histórico (80%), pero mucho más en inglés (74%) que el promedio histórico (55%). Todo esto no parece tan raro, pero los números esconden un hecho (casi vergonzoso): 11 de los 31 libros son novelas de la serie de Jack Reacher de Lee Child. Casi un tercio de lo leído ha sido de esa dudosa calidad.

Hablando de calidad, esto es lo que más disfruté del año:

Esta es finalmente mi rabia, libro de poemas de mi amiga personal Noelia Torres;

Yo también soy una mosca, de mi también amigo personal Esteban Serrano, alias @cienperros;

El papel preponderante del oxígeno y La última fiesta, de Ángeles Salvador;

Hasta que no haya nada, de José Santamarina; y

Small things like these, de Claire Keegan, genia.

¿Qué nos deparará 2023? Comienza con mucho varón en español y rioplatense, releyendo Levrero y enfilando a terminar, finalmente, con las obras completas de Borges.

jueves, 15 de diciembre de 2022

Un tren a ningún lado

 


Desde que rearmé la biblioteca que me quedó después de dos mudanzas, la de los libros que más quiero, hace unos meses, la miro con ganas, queriendo releer todo. El fin de semana largo del 8 de diciembre viajaba a Uruguay para un casamiento y decidí llevar la trilogía involuntaria de Mario Levrero, que leí hace tanto tiempo que todavía no tenía este blog, este blog que ya nadie lee y que cada vez siento más absurdo.

La trilogía involuntaria comienza con La ciudad, que comienza con un epígrafe de Kafka que marca el tono de lo que se viene. Un diálogo en el que alguien dice que ve una ciudad y otra persona responde poniendo en duda que el primero esté viendo una ciudad, diciendo que apenas se ven “contornos imprecisos en la niebla”. A lo largo del libro (¿la novela?), nada nunca será preciso: los edificios no responden a la forma que tienen los edificios, los mapas no son mapas o lo son de lugares irreconocibles, los libros tienen palabras que no son palabras, letras que no son letras. Por ejemplo, pero esto es válido para casi cualquier descripción: “aquella pared parecía de mármol, o tal vez de azulejos, aunque es probable que no se tratara de ninguna de estas cosas”. (p. 135)

La ciudad sigue durante cuatro días a un protagonista cuyo nombre desconocemos. Comienza en una casa que “no había sido habitada ni abiertas sus puertas y ventanas durante muchos años” (p. 21), y lo sigue en busca de cosas que nunca encuentra y encontrando cosas que no busca. Un viaje en un camión misterioso, una ciudad que no parece una ciudad, una empresa que no hace ni vende nada, la búsqueda infructuosa de una mujer, Ana, y el regreso, inverosímil, desde una estación de tren en medio de la nada, en zorra, hasta otra estación y, finalmente, en un tren con destino a Montevideo (único momento en el libro en el que se nombra a algo conocido de la realidad).

¿Qué es real y qué no lo es en el libro? En tres o cuatro ocasiones el protagonista nos cuenta de sus sueños, pero la impresión general es que todo el relato puede ser el de un sueño. Las cosas tienen la imprecisión general, la ausencia de bordes definidos y el aura absurda de los sueños. Y, sobre todo, la concepción del tiempo de los sueños, de relojes derretidos: “Fue en ese momento que descubrí el temor que me dominaba. ¿Cuánto tiempo hacía que vivía preocupado por lo imprevisto? Quizá desde que salí de la casa, en busca del almacén; quizá desde mucho tiempo atrás, o desde siempre” (p. 51). La mirada externa de lo mismo se da cuando el protagonista se mira a un espejo: “la imagen reflejada se parecía tan poco a la que guardaba de mí mismo en mi memoria que realmente me asustó” (p. 81). (Juntando el epígrafe y los sueños, Borges describió a Kafka como "escritor de pesadillas" - Textos cautivos, t. IV, p. 288). 

La ciudad puede pensarse como una rescritura surrealista de la famosa alegoría de la caverna de Platón. El protagonista vive como dentro de la caverna. A oscuras. Sin saber dónde va ni para qué. Quiere regresar a esa casa húmeda del comienzo sin saber para qué. Como dice Ana, el camino tiene poco sentido porque “de todos modos no llegaremos nunca a ninguna parte” (p. 38). Este gran sueño, o esta pesadilla leve, o abrumadora, como una metáfora del absurdo de la vida.

El libro tiene tres tipos de personajes: quienes esperan algo con una fe incomprensible (como Giménez); quienes representan papeles que parecen estar ahí solo para completar lo que ve nuestro protagonista, como los personajes secundarios de un parque temático; o quienes vagan sin saber a dónde van ni por qué. No parece haber volición o posibilidad creadora (de hecho, el sexo se intuye como deseo pero no se concreta). Giménez pregunta al protagonista qué ha sacado en limpio y él responde “que, evidentemente, en el mundo hay muchas cosas que no comprendo. (...) que cada día que pasa voy comprendiendo menos.” Agregando después ya fuera del diálogo: “Desde que había salido de aquella casa -no; más bien desde que había llegado, o tal vez desde mucho tiempo atrás- no había hecho otra cosa que andar perdido en un mar inmenso, que lo abarcaba todo” (p. 79).