Mi amiga C. me dijo que leyera Middlesex,
buscó el libro en su biblioteca y me lo dio. No, le dije, después no te veo más
y no te lo devuelvo por meses y mejor, me dijo, así tenemos una excusa para
vernos. Así y todo, cuando me fui de su casa me dejé el libro ahí. Pero C. no
se amedrentó y, como al día siguiente pasaba por casa, me lo dejó. No tengo más
remedio que leerlo, pensé, pero después empecé y en la primera página me enteré
de que el personaje principal de la novela era un hermafrodita, y me dio un
poco de fiaca. ¿En serio tengo que leerlo?, le pregunté a C., quien me
contestó: dale cincuenta páginas. Tenía razón.
Middlesex, de Jeffrey Eugenides, es una big fat novel
al estilo de Franzen o Chabon. Más de quinientas páginas (con letra chiquita)
que cuentan la historia de tres generaciones de una familia que empieza en
Grecia y termina en Detroit. Es una novela sobre el género (qué es ser mujer,
qué es ser varón, qué es ser una mezcla como la del personaje principal,
Callie/Cal) y sobre el pasaje a la adultez: “mi familia descubrió que,
contrario a la opinión popular, el género no era tan importante. Mi cambio de
chica a chico fue mucho menos dramático que la distancia que recorre cualquiera
de la infancia a la adultez.” (p. 520) Es una historia sobre el destino y sobre
lo que se hereda, genética y culturalmente: “lo que los humanos olvidan, las
células recuerdan. El cuerpo, ese elefante…” (p. 99); pero también “No hay evidencia
más persuasiva en contra del determinismo genético que los hijos de los ricos.”
(p. 297)
Todo esto está contado con una
increíble seguridad. Eugenides hace lo que quiere y te lo dice. Sabés desde el
principio que ciertas cosas van a pasar (que Callie va a terminar siendo Cal,
que su hermano va a quebrar el negocio familiar, que al final la abuela va a
decir “vieron que yo tenía razón”) pero lo sabés de una manera que le pedís
como lector que por favor te lo cuente. Está contado genial en una primera persona
que a veces se torna tercera pero no cambiando de narrador; son los momentos en
los que Cal te invita a mirar su vida con él, juntos lector y narrador. Está
contado genial incluso cuando se vuelve inverosímil con ciertas coincidencias
(el raid al club y la muerte de Milton, el descubrimiento de Callie/Cal de un
documento que no debería haber visto, etc.) y tanto que a veces se acerca al
realismo mágico, como la escena de Milton volando sobre el río Detroit en un
Cadillac, porque el libro también es una elegía a esa ciudad tan vilipendiada.
Es un narrador que se toma libertades y te lo dice, como cuando retoma a un
personaje que parecía muerto durante 200 páginas y te dice “viste que lo dejé
de lado” y no te molesta porque hay una honestidad en cómo te lo dice.
Y está contado, finalmente, con
belleza, como en esta metáfora así: Callie se acerca al objeto de su deseo “Y
entonces mi cuerpo comenzó a sonar como una catedral. En el campanario el
jorobado había saltado hacia la soga y se estaba balanceando como loco.” (p.
387) O cuando describe así la diferencia en la forma de sentir de varones y
mujeres: “En mi experiencia, las emociones no están cubiertas por palabras
singulares. No creo en ‘tristeza’, ‘alegría’ o ‘arrepentimiento’. Quizás la
mejor prueba de que el lenguaje es patriarcal es que sobresimplifica el
sentimiento. Me gustaría tener a mi disposición emociones híbridas complicadas,
construcciones germánicas de un vagón tras otro, como, ‘la felicidad que
acompaña al desastre’. O: ‘la decepción de acostarse con nuestra fantasía’.”
(p. 217)
Finalmente, la novela habla de la
literatura sin ser únicamente sobre la literatura y sin molestarme. Sin decirlo
enteramente, nos damos cuenta de que Cal cuenta su historia por un fin
particular, para explicarle algo a alguien; pero también porque, como dice un
personaje, “Así es como vive la gente, Milt (...) contando historias.” (p. 179)
Vivir es historiar: “vivir lleva a una persona no hacia el futuro sino hacia el
pasado, a la infancia y a antes del nacimiento, finalmente, a comulgar con los
muertos. Te ponés más viejo, resoplás en las escaleras, entrás al cuerpo de tu
padre. De ahí es apenas un saltito hasta tus abuelos, y ahí antes de que te des
cuenta estás viajando en el tiempo. En esta vida vamos para atrás.” (p. 425)
Devolveremos el libro a C. con la
alegría de haberle hecho caso y de haber encontrado uno más de los que nos
gustan.
Originales de las citas usadas
“my family found out that, contrary to popular opinion, gender was not
all that important. My change from girl to boy was far less dramatic than the
distance anybody travels from infancy to adulthood.” (p. 520)
“But what humans forget, cells remember. The body, that elephant...” (p.
99)
“There is no evidence against genetic determinism more persuasive than
the children of the rich.” (p. 297)
"And then my body,
like a cathedral, broke out into ringing. The hunchback in the belfry had
jumped and was swinging madly on the rope.” (p. 387)
“Emotions, in
my experience, aren’t covered by single words. I don’t believe in ‘sadness’,
‘joy’, or ‘regret’. Maybe the best proof that the language is patriarchal is
that it oversimplifies feeling. I’d like to have at my disposal complicated
hybrid emotions, Germanic train-car constructions like, say, ‘the happiness
that attends disaster’. Or: ‘the disappointment of sleeping with one’s
fantasy’.” (p. 217)
“That’s how people live, Milt” – Michael Antoniou again, still kindly,
gently – “by telling stories.” (p. 179)
“living sends a person not into the future but into the past, to
childhood and before birth, finally, to commune with the dead. You get older,
you puff on the stairs, you enter the body of your father. From there it’s only
a quick jump to your grandparents, and then before you know it you’re
time-travelling. In this life
we go backwards.” (p. 425)