Las ciudades son marcas que los humanos hacemos en la Tierra, pero también son complejos que nos marcan a nosotros. Que las ciudades son construcciones humanas es una obviedad que no parece merecer más comentarios. Pero además de ser una construcción objetiva, si se me permite la expresión, las ciudades son también construcciones subjetivas. Con construcción objetiva quiero decir que las calles, las casas, las vías, los hospitales y las cloacas se construyen por personas; los códigos de construcción se aprueban – ya sea por consenso, negociación o de sopetón – y se hacen elecciones y todos los muchísimos etcéteras que vienen con una ciudad.
Pero digo que también hay una construcción subjetiva. Cada uno se hace su ciudad; más o menos elige dónde vivir, qué recorridos urbanos hacer, qué servicios culturales consumir y aquí también entran un montón de etcéteras. La historia personal de cada uno también moldea esa ciudad subjetiva, de modo que no hay dos personas para quienes la ciudad sea la misma. Mi Buenos Aires tiene mucho centro, Recoleta y Retiro, pero también el eje de la línea Retiro-Tigre; y Avellaneda es un poco mía porque soy del Rojo. Conozco una chica para quien casi cualquier cosa dentro de la General Paz es “el centro”; y para mi amiga Nati, Martínez es casi General Acha, La Pampa. El hermano de un amigo que vivió toda su vida en San Isidro exclamó una noche al ver los carteles luminosos alededor del obelisco, sorprendido: “¡Uh! ¡Esto es Las Vegas!”
En esa construcción subjetiva, uno va dejando marcas en la ciudad, y con el tiempo la ciudad nos va devolviendo como un espejo los signos de nuestra propia historia. Ayer mismo la ciudad me devolvió parte de mi historia y me hizo saber, celosa, que ella guarda mucho más de mí de lo que yo creía. Es que, esperando un tren, vi delante de una torre en construcción el remanente de la fachada de un viejo edificio. Sobre una pintura verde bastante castigada por el paso del tiempo se leía en blanco “Pizzería – Restaurante”. A un costado, o arriba, no recuerdo bien, había estado el nombre: “Tío Paco”.
Nunca entré a “Tío Paco”, porque yo dejé mi marca antes de “Tío Paco”, cuando era sólo “el bar de la estación”, sin nombre y atendido por un mozo joven, petiso y morocho que se llamaba Pablo. Teníamos 17 o 18 y, creyéndonos muy importantes, lo llamábamos siempre por su nombre. Almorzábamos ahí por lo menos dos veces por semana, porque siempre había un menú razonable que venía con gaseosa o “cuarto de litro de vino de la casa”, que más de una vez tomamos antes de volver a clase de literatura inglesa y la lectura de “Anthony and Cleopatra” o alguna otra obra de Shakespeare. Un par de veces nos cruzamos con “el Gómez”, quien se tomaba el cuarto de litro de la casa y hacía como si no nos hubiera visto tomando el nuestro. Aprendimos mucho de ese silencio, de ese no mirar del Sr. Gómez.
No sólo almorzaba en "el boliche", como le decíamos. Resulta que en esa época me costaba mucho dormir, aunque no había Internet y los canales de televisión dejaban de emitir a una cierta hora. Igual no me podía dormir y me quedaba leyendo hasta tardísimo. A las mañanas me costaba levantarme, y por eso en mi último año de secundario estuve a media falta de quedar libre a fuerza de quedarme dormido y llegar tarde. Cuando me quedaba dormido me escapaba de casa sin desayunar para que mi viejo no me matara, pero como igual en el colegio ya me ponían la falta entera, me iba al bar de la estación. Leía el diario y hablaba con Omar, el dueño.
Omar me parecía una fuente de sabiduría insuperable. Era morocho y tenía bigotes; lo recuerdo como un señor grande aunque quizás no llegara a los 36 que tengo hoy. Fue toda una relación hasta que me dijo que vendía el boliche para poner una pizzería en Chacarita. Esa fue la primera marca que le puse a Chacarita: la de Omar. Incluso tuve la fantasía de ir a buscar la pizzería por el barrio, como si sólo fueran tres cuadras.
El boliche de la estación desapareció hace casi veinte años y la pizzería “Tío Paco” estuvo cerrada por unos cuantos de ellos. Pero ahora realmente van a sacar esa marca mía en la ciudad. Van a destruir un poquito mi ciudad, para construir la ciudad de otros. Es inminente la desaparición del cascarón de un lugar clave de mi adolescencia, donde hablé de fútbol y mujeres, donde estuve a punto de pelearme con un amigo por una novia, donde me cambié un par de veces para ir a la cancha. De esa desaparición está surgiendo un edificio en el que seguramente vivirán muchas familias durante décadas. Serán nuevas marcas, pero marcas de otros.