lunes, 14 de julio de 2025

Resistir con palabras

 


Leí The Handmaid’s Tale (1985), de Margaret Atwood (de quien leímos también Life Before Man, de 1979, y Alias Grace, de 1996). Las tres son novelas que podríamos llamar feministas, pero lo son de maneras muy distintas. La primera es básicamente un triángulo amoroso, casi una novela “normal”, para decirlo de alguna manera, pero donde casi toda agencia está en las mujeres. La segunda es una reconstrucción de un crimen real cometido por una mujer, y en donde la cuestión de género está muy presente, es una historia de crimen reconstruida como novela. The Handmaid’s Tale es, finalmente, una distopía dramática en la que Estados Unidos ha desparecido para dar lugar a Gilead, una teocracia totalitaria patriarcal que le quita todo derecho a las mujeres, al punto tal de obligar a un conjunto de ellas a procrear hijos de los hombres más importantes del país (los “comandantes”).

Para mí fue imposible leer The Handmaid’s Tale (nunca la había leído antes y conscientemente no vi la serie ni la película para leer la novela antes) sin pensar en las otras grandes distopías que he leído. Y se me ocurrió hacer un taller de lectura de distopías sumando a esa Brave New World de Aldous Huxley (1932), 1984 de George Orwell (1949), Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (1953) y The Road de Cormac McCarthy (2006). Ampliaremos. Pero lo que resalto acá como idea, quizás como hipótesis, es que las distopías comparten generalmente la idea de la deshumanización, que el individuo inserto en una distopía, ya sea un régimen totalitario como el de Orwell o el de Atwood, o un mundo en estado de naturaleza postapocalíptico como en McCarthy, va perdiendo el carácter humano.

Así, Offred se da cuenta del verdadero poder de Gilead cuando ve que está dispuesta a cualquier cosa para sobrevivir, casi como un animal: “No quiero ser una muñeca colgando de la Pared, no quiero ser un ángel sin alas. Quiero seguir viviendo, en cualquier forma. Renuncio libremente a mi cuerpo, a los usos de otros. Pueden hacer lo que quieran conmigo. Soy abyecta.

Siento, por primera vez, su verdadero poder” (p. 294). Cuando Hannah Arendt escribe sobre el totalitarismo se refiere a esto, a regímenes opresivos que buscan negar la esencia humana, incluyendo la capacidad de amar. En el régimen de Gilead no parece estar permitido amar, y eso los deja al borde de la muerte: “nadie se muere por falta de sexo. Es por falta de amor que nos morimos” (p. 109).

Mi segundo comentario es que, mientras nos oprime, la novela de Atwood no deja de darnos belleza. Me parece brillante una escena en que la Esposa le pide a Offred que la ayude con su madeja de lana, y así nos metaforiza con una imagen la opresión del régimen: “Coloca la madeja de lana sobre mis dos brazos extendidos, comienza a enrollar, estoy amarrada, parece, esposada; entelarañada, sería más cercano” (p. 209). O esta manera en que hasta lo natural parece oprimido: “La luna en el pecho de la nieve recién caída. El cielo está claro pero es difícil distinguirlo, debido a los reflectores, pero sí, en el cielo oscurecido sí flota una luna, recientemente, una luna que desea, una fina rodaja de piedra antigua, una diosa, un guiño” (p. 104).

Y el tercer comentario es sobre la historia, sobre contar la historia. En The Handmaid’s Tale (como en su continuación The Testaments, ampliaremos), quizás contar lo que se vive o se vivió, rescatar la palabra, aun con el temor de que nadie jamás lea o escuche sus palabras, es de lo último que se pueden agarrar los narradores para sobrevivir, para mantenerse humanos. La palabra como el último salvavidas en un naufragio. No es casualidad, claro, que en el nuevo régimen se prohíba a las mujeres leer y escribir:

“Si es una historia lo que estoy contando, entonces yo tengo control sobre el final. Entonces habrá un final, de la historia, y la vida real vendrá después.

No es una historia lo que estoy contando.

También es una historia lo que estoy contando, en mi cabeza, mientras sigo adelante” (p. 45). Y contar la historia es también un antídoto contra la soledad, aunque sea totalmente imaginario: “Al contarte cualquier cosa estoy por lo menos creyendo en vos, creo que estás ahí, con mi creencia en vos te hago existir. Porque te cuento esta historia mi voluntad crea tu existencia. Cuento, por lo tanto sos” (p. 275).

Al final, siempre, la literatura nos salva.


Detalle

Alguien, creo que @hernanii, decía hace poco que le divertía de la ciencia ficción la diferencia entre aquello que parecía obvio que existiría en ese futuro imaginado y no existe (por ejemplo, autos voladores) y entre lo que a nadie se le ocurrió que existiría y hoy sí existe. Pues bueno, los historiadores del año 2159 de “The Handmaid’s Tale” reconstruyen un aparato para escuchar cassettes del pasado, pero luego deben encargarse del “meticuloso trabajo de transcripción”. En 2025, claro, la IA te transcribe horas de audio en minutos.


Originales de las citas 

“I don’t want to be a doll hung up on the Wall, I don’t want to be a wingless angel. I want to keep on living, in any form. I resign my body freely, to the uses of others. They can do what they like with me. I am abject.

I feel, for the first time, their true power” (p. 294).

“nobody dies from lack of sex. It’s lack of love we die from” (p. 109).

“She fits the skein of wool over my two outstretched hands, starts winding, I am leashed, it looks like, manacled; cobwebbed, that’s closer” (p. 209).

“The moon on the breast of the new-fallen snow. The sky is clear but hard to make out, because of the searchlights, but yes, in the obscured sky a moon does float, newly, a wishing moon, a sliver of ancient rock, a goddess, a wink” (p. 104).

“If it’s a story I’m telling, then I have control over the ending. Then there will be an ending, to the story, and real life will come after.

It isn’t a story I’m telling.

It’s also a story I’m telling, in my head, as I go along” (p. 45).

“By telling you anything at all I’m at least believing in you, I believe you’re there, I believe you into being, Because I’m telling you this story I will your existence. I tell, therefore you are” (p. 275).


domingo, 6 de julio de 2025

Black Sabbath (cuento)

Atardecer desde la rambla. Foto: Fernando Santillan. 
 

Debuté el 13 de febrero de 1992 en la sala de calderas del Edificio Baleares, en la parada 4 de la Mansa, Punta del Este, Maldonado, República Oriental del Uruguay; un pedazo de tierra muy cercano a la Argentina pero, en esa fecha, un pedazo extraoficial del Estado de Israel. Como me dijo mi colega Sergio Butelman tomando un café en El Greco muchos años después de aquel debut, un día en el que estaba intentando convencerme de que dejara la agencia multinacional en la que laburaba para ir a la agencia boutique que él estaba armando: podemos negociar las alturas de Golán y la Franja de Gaza, pero Punta del Este en febrero es nuestro.

Recuerdo con precisión la fecha de mi debut porque era el cumpleaños de mi papá. El último cumpleaños de papá, que hoy hubiera cumplido 77 años, pero no quiero hablar de eso, sino de ese otro aniversario que se cumple hoy.

Mi novia se llamaba Daniela, Daniela Grunwald, y era muy linda de una manera no convencional. Tenía una nariz un poco más grande de lo que su cara permitía, quizás demasiado ancha, pero siempre me pareció que eso le daba carácter, aunque también hacía más difícil nuestros besos: yo soy decididamente narigón, así que las apretadas con Dani a veces se ponían un poco incómodas en ese sector; se rozaban cosas que no debían rozarse. Dani tenía labios grandes, repletos de ganas y juventud, y ojos verdes; no era pelirroja, pero tampoco rubia, algo en el medio, pero no una mezcla. La combinación era rara, una cara exótica. Cuando con los chicos del colegio se hacían listas de las cinco más lindas y de las cinco más feas, no era inusual que Dani apareciera en listas de los dos tipos.

Con Dani habíamos empezado a salir el año anterior, en cuarto año del colegio. A mí me gustaba desde hacía mucho tiempo, pero no me animaba mucho a encararla. No, no es así. Me corrijo. La verdad es que me daba un poco de vergüenza. Hoy me da vergüenza decirlo, pero en ese momento me daba vergüenza encararla porque sabía que muchos amigos me iban a joder con que estaba saliendo con una mina fea. Gabi se está apretando a un bagayo. Además, se decía que era rapidita. Y como si eso fuera poco, y esto es lo que realmente me avergüenza: muchos de mis amigos eran antisemitas culturales; quiero decir, jamás hubieran aceptado su antisemitismo, pero tampoco hubieran aceptado a Dani. Y yo lo sabía. Y como era un cagón (o soy un cagón, no sé, por algo veinte años después, hoy, acá, en vez de pensar en mi papá trato de pensar en Dani) no la encaraba.

Igual, para ser honesto, hay que decir que no la encaré. Siempre me costó un poco eso, así que mis planes eran más complicados, y tenían que ver con tratar de forzar situaciones como para que estar juntos fuera la conclusión casi natural de lo que había ocurrido hasta allí. De más está decir que eso significó un track record lamentable de mi parte. En este caso las cosas sucedieron de manera menos ligada con la voluntad que con el azar. Tampoco es que la jugué de amigo; teníamos buena onda y compartíamos banco en una electiva (historia en inglés, nivel avanzado, con un profesor irlandés, pelirrojo y barbudo), pero no es que teníamos charlas y ese tipo de cosas como yo sí tenía con otras chicas. Simplemente un día, en la fiesta de Majo Ricciardi, quedamos solos en un lugar que parecía planificado según mis designios, aunque siendo honesto conmigo mismo debo decir que no lo fue. Yo me había ido al fondo del jardín de la casa de los papás de Majo, en Lomas de San Isidro, al costadito de un quincho viejo, a fumar un pucho lejos de los grandes que custodiaban el evento. (Ahora pienso que, seguramente, esos grandes, que tendrían diez años más de los que tengo yo, seguramente estaban menos interesados en custodiarnos que en emborracharse y tirotearse entre ellos, como me cuenta mi hermanito, mi hermano ya, que se tirotean las mamis y papis del colegio de sus hijos. En mi vida de soltero todo es más directo). Me senté en un banco de listones de madera, como los de las plazas, con la pintura verde inglés descascarándose de a poco, y al rato Dani apareció medio de la nada y se sentó en el banquito conmigo.

¿Me das una seca?, me dijo, y le pasé el cigarrillo en silencio. Pitó hondo, exhaló, lo tiró al fondo, detrás de una planta.

¿A cambio te puedo dar un beso?, le dije, sin pensarlo, se me impuso, como un bostezo.

Giré la cabeza hacia la derecha para darle un beso y como vi sus ojos cerrados y los labios para adelante le di un pico.

Ella abrió los ojos y me agarró la cabeza con las dos manos y abrió un poco los labios que parecían una ola perfecta a punto de llegar a una playa y me plantó un hermoso beso húmedo en los labios. Después se levantó y se fue. Tenía un vestido verde corto que mostraba mucha pierna; yo me quedé mirando eso, sus piernas cobijadas por medias negras que tenían algún tipo de dibujo geométrico. Subí la mirada cuando vi que ella miraba para atrás; sonrió una sonrisa chiquita girando la cabeza para un lado y para otro y se fue.

Decir que empezamos a salir ese día sería una exageración. Después de todo, teníamos 16. Pero bailamos juntos, o por lo menos cerca, en algunas fiestas; a veces almorzábamos juntos, saliendo del colegio sin darnos la mano. Nos pusimos oficialmente de novios –porque en mi época pasaba eso; nos poníamos de novios, el chico tenía que preguntar y la chica responder– el día después del cast party.

Todos los años en mi colegio hacíamos una obra de comedia musical, bajo la dirección de un profesor que era un genio y un loco. Se anotaban los chicos que querían, había pruebas de canto y de baile, el director elegía los papeles, otros nos anotábamos para todo lo técnico: escenografía, luces, música. Practicábamos y trabajábamos por meses, hacíamos unas diez funciones en cuatro fines de semanas y todo terminaba con una gran fiesta en el salón de actos del colegio. Las cast parties, fiestas del elenco, eran famosas por estar poco custodiadas por las autoridades.

El día de la fiesta de 1991 hicimos con unos amigos un set de cuatro o cinco canciones: Juan en guitarra y voz, Paqui en batería, Paul con la segunda guitarra, Corcho en teclados y yo en el bajo. Dani y su amiga Mary hacían los coros. Tocamos "De música ligera", "Knocking on Heaven's Door" (versión Guns 'n' Roses), "With or without you" y un par más. Yo era muy malo tocando, y me estresaba mucho tocar en vivo, no me relajaba. sino que me exigía todo el tiempo, y siempre me terminaban doliendo los dientes y la mandíbula por la tensión. El final del set lo sentí como una gran liberación, así que cuando llegó el turno de saludar a Dani, después de ir haciendo high fives con todos los compañeros de banda, la abracé y le di un beso. Como no estaba pensando bien, todavía nervioso y liberado por tocar en vivo, le di un beso largo en la boca y medio que nos pusimos a apretar ahí parados arriba del escenario. El nabo de Nacho, que estaba a cargo de las luces, apagó todo y nos apuntó con el spot, y le hizo una seña a Martín, el DJ, para que apagara la música. Cuando volvíamos a la casa de Paqui en un 168 casi vacío, Paqui me dijo que durante algo así como medio minuto, todo el elenco estuvo mirándonos apretar: todo oscuro, todo silencio, y Gabi y Dani apretando en el escenario bajo la luz del spot, abrazados, pegados por las bocas y los brazos y las pelvis y las ganas contenidas durante semanas.

Al día siguiente, que era sábado, la llamé. Me atendió el papá y corté. Llamé media hora más tarde: me atendió el papá y pedí por Dani. ¿Quién sos? Gabriel Marcone. ¿Marcone?, dijo, y me pareció ver una mueca de disgusto. Cortá, papá, dijo Dani, y escuché el click. Hola. Hola. Fue medio raro lo de ayer, ¿no, Dani? Sí: muy. Bueno, no sé, pensé... ¿querés ser mi novia? Se hizo un silencio. Dale, me dijo. Y ese es otro momento en el que podríamos decir que empezó todo.

Hoy también podría empezar todo, pero no parece. La cabeza a veces te dice que sí, que hay tiempo si hay ganas, pero el estómago te dice que estás un poco jugado. Que lograste lo que lograste, que enderezaste la empresa de tu viejo como para que tu vieja no quedara en banda; que después hiciste tu camino en publicidad y que quizás se te pasó lo otro, la familia, que quizás ser tío es suficiente.

Ahí, ese día, empezó algo y tres meses después la pasé a buscar a pata por el Edificio Baleares, ya oficialmente de novios. Mis viejos tenían un departamento en la Punta, no tan lejos del Baleares. Era ese horario extraño en el que por la rambla Dr. Claudio Williman pasaban autos volviendo de las playas de más lejos, cruzaban de las playas de la Punta madres con chicos en sus manos, pareos y ojotas de colores; chicos ya vestidos caminando hacia Gorlero para comer una pizza en Chopp Garden y jugar unos fichines en FunTime; y, en la otra dirección, en dirección al templo, chicos de pantalones negros y camisa blanca con kipás en la cabeza.

Edgardo Grunwald abrió la puerta y dijo ah, sos vos; pasá flaco. No estaba muy copado conmigo pápele Grunwald. Pasá, nene, pasá que hace frío, me dijo la mámele, Adriana, que me quería un poco más. Jamás hubiera aceptado una goi para su hijo menor, que tenía 11, pero conmigo estaba todo bien. Edgardo tenía una empresa textil, hacía elásticos para calzoncillos, y Adriana hacía unos knishes de papa que merecían por lo menos una nota en Radio Jai.

Al rato yo estaba caminando por la rambla con la mina más linda del mundo. A esa altura se me había pasado toda la vergüenza y Dani me parecía hermosa, y más esa noche: se había puesto una pollera y una musculosa negras, se había pintado, tenía la piel con un color increíble por el sol. Levité hasta uno de los restaurantes típicos de la zona del puerto, Lo de Tere, en donde mi viejo festejaba invariablemente su cumpleaños, porque si algo era papá era un hombre de rutinas. Desde ese día nunca volví a Lo de Tere; cada vez que alguien me dice de ir logro torcer la elección de restaurante o bajarme del programa.

Me gustaría poder decir que recuerdo más de esa comida de cumpleaños. Estaban mamá y papá, por supuesto; mi hermana con su novio de entonces, Alejandro, el mejor novio que tuvo, el que más la quiso –por supuesto terminó casándose con el opuesto: el más hosco, el menos sólido, el que se deshilacha día a día–; y mi hermanito. Sé que papá comió el risotto de mar, porque siempre pedía lo mismo. Mamá estaba como siempre, mirando todo desde otra dimensión, su cabeza como arriba de un mangrullo, centinela de la decencia, segura en un mundo que mi viejo le había construido, mirando a Dani con la seguridad de que no sería más que una novia pasajera.

Cuando terminamos. desandamos el mismo camino: desde Lo de Tere al Edificio Baleares. Volví a caminar muchas veces ese camino, pero nunca más como un hombre virgen. Esa última caminata virgen por la rambla Williman no fue especial más que por eso; íbamos charlando, de la mano, hablando mal de ese novio de mi hermana que ahora me parece tan copado, recordando los interminables partidos de cabeza que había jugado ese día con mis amigos en la playa, viendo pasar los autos para un lado y para el otro, el tráfico permanente de Punta del Este en temporada.

Cuando llegamos al Baleares el ascensor se había roto. Va' satené que caminá, botija, me dijo el guardia de la noche, que ya era casi un amigo (era hincha de Nacional y yo estaba tratando de convencerlo de que en Argentina adoptara a Independiente como su cuadro). Así que agarramos la puertita medio despintada que daba a las escaleras de servicio, pero en vez de subir guié a Dani con mi mano derecha hacia las escaleras que iban para abajo, apretándole la mano, torciéndosela apenas. Los ojos de Dani se abrieron un poco y la cabeza se inclinó hacia un lado por la sorpresa, pero al toque me sonrió y vino con ganas.

Al terminar de bajar llegamos a un pasillo apenas iluminado por dos lamparitas sin aplique, colgando de un agujero. A unos metros había una puerta que decía sala de máquinas. Probé y cedió. ¿Te parece, Gabi? Dale, vamos, dije, y entramos. Hacía calor. En una habitación grande, de unos ocho metros por cinco, había muchos caños y un par de tanques grandes, las calderas; tachos de pintura, sombrillas en desuso y ¡gloria al Señor! un par de reposeras con la pintura resquebrajada, listas para ser lijadas y puestas a punto para el servicio de playa. La sala de máquinas estaba pintada de gris (la parte de abajo) y blanco (la de arriba), y apenas iluminada.

Cerré la puerta con cuidado y llevé a Dani más para adentro. Enfrentados, nos tomamos las dos manos. Nos besamos. La llevé hacia la pared. Pará, Gabi, me vas a ensuciar toda la ropa. Me apoyé yo sobre la pared y estuvimos ahí un buen rato. Dos chicos de 16 pueden estar besándose una temporada entera, parando sólo para ir a mear cada tanto. En algún momento puse mi mano debajo de la pollera. ¡Cómo había mirado esa cola esos días en la playa! Ahora la tenía en mis manos. Qué lindo. A partir de ahí todo fue cada vez más rápido y más rápido y más fuerte, como en una canción metalera, con el doble bombo. Me arrodillé y le bajé la bombacha y empecé tocarla y ella me decía que sí o que no, apenas, con un movimiento, con un susurro, con algo, yo me concentraba para entender las señales, para leer sus movimientos y sonidos como las notas de una partitura. Y no lograba asentarme del todo, me temblaba la mano, así sí, así no. Me desabrochó el jean negro, y puso su mano adentro de mis calzones, lo que me dio unas cosquillas raras que casi me hicieron acalambrar y me dijo ¿tenés, no? entre besos y yo le dije que sí, que tenía muchas ganas, que me moría de ganas, un forro, Gabi, ¿tenés un forro, no? y sí, sí, me acordé de ese forro guardado hacía meses en la billetera y lo saqué y se me cayó al piso y lo levanté y ahí fuimos hasta una de las reposeras, yo agarrándola a ella con una mano y a mis jeans con la otra, con cuidado de no trastabillar.

Volví por la rambla Williman y en mi cabeza sonaba “Paranoid”, de Black Sabbath. Ese ritmo rápido, eufórico y euforizante, el rasguido cortito y los dos y uno largo del final: chaca chaca chaca chaca chaca chaca chaca chaca chaca - cha-cha chaaaaaa. Caminaba por la rambla pensando en Dani y se me paraba de vuelta, el Shabat ya en proceso, y yo todavía sin saber que era el último cumpleaños de mi viejo, mi última noche virgen.

Ahora estoy en mi departamento, solo, en otro cumpleaños de papá sin papá, en otro aniversario de mi debut. Miro a la computadora y miro a mi living con las luces apagadas; veo en los estantes algunos de los premios publicitarios de mi carrera, las fotos de mis sobrinos, la foto de mis viejos solos; al costado, el bajo nuevo en el pie y el amplificador, porque sigo tocando mal, pero ahora suena mejor porque el equipo es mejor. Casi a oscuras, mi laptop me ilumina la cara como un spot en el escenario. Suena "Paranoid", "Necesito alguien que me muestre las cosas de la vida que no puede encontrar / debo ser ciego no veo las cosas que dan felicidad" dice y veo las fotos que subió Dani a Facebook, una tras otra tras otra tras otra tras otra, su cara igual y distinta, cambiada e igual y no me decido a mandarle un mensaje y preguntarle en qué anda.

lunes, 30 de junio de 2025

Discurso de un vacío



Leí Pichón, de Loyds, tercera entrega de un tríptico familiar que arrancó con Merca y siguió con La mamá de Johnny. Aunque no leí los dos libros anteriores, la idea general es que son tres miradas sobre una misma familia: primero el hermano mayor, luego la madre y ahora el pichón, el hijo menor. Quedan sin voz, por ahora al menos, el padre y la hermana.

Curiosamente, Pichón comparte con el libro de mi anterior reseña, Más liviano que el aire, el formato: se trata del discurso de un personaje en diálogo con otros a quienes no escuchamos. A diferencia del libro de Jeanmaire, en el de Loyds el narrador, Pichón, no habla con una sola persona, sino que cada capítulo es el diálogo con uno de los vínculos claves del narrador, lo cual me pareció muy interesante. Así, hay diálogos con el padre, la madre, el hermano y la hermana después de los capítulos iniciales con su terapeuta, Norberto, a quien ningunea, entre otras cosas, por estar en la nómina del padre, y con su pareja, Fabiana, a quien ningunea por ser de otra clase social.

Lo que surge de Pichón es un exponente de lo peor de lo que podríamos llamar el patriciado argentino, o las clases altas tradicionales, para decirlo de algún modo. Es más o menos mi mundo; los conozco porque es de donde vengo, y es verdad que lo peor de ese mundo puede ser algo parecido a esto. Claro, lo de Pichón puede ser un poco caricaturesco porque no deja ni una de las casillas negativas por tickear: el flaco es misógino, clasista, racista, homófobo y un toque antisemita, además de ser un vago y un inútil y hasta responsable de la muerte de una persona, si le creemos. Y la familia es fuente de “consumos problemáticos”, como se dice ahora, parece, de recelos y rencores, sin que aparezca un solo vínculo medianamente sano.

Por momentos el discurso de Pichón divierte, usando mucho el humor para evitar todo lo posible hacerse cargo de algo: de su vida, de su lugar en el mundo, de sus propios defectos y fracasos. Por ejemplo, cuando dice “¿te imaginás las garchas que hubieses pintado Van Gogh si hubiera sido feliz? Sería una especie de Milo Lockett de los Países Bajos en el siglo 19” (p. 76); o “El rock es andrógino, drogón, marida con un raviol de mandanga, no con ravioles de ricota al pesto” (p. 79); o “¿Por qué es nuestra generación la que tiene que dejar de contaminar? Somos la puta bisagra entre los que vinieron antes, que hacían explotar Chernobyl y les chupaba un huevo, y esta chiquita sueca, Greta no sé cuánto, que nos quiere tener a todos cagando por tirar una colilla al piso” (p. 82). Pero cuando le creemos al personaje lo que produce, por lo menos en mí, es más bronca que humor, y no me despierta pena ni cuando le dice al padre: “sé perfectamente que no fui deseado ni en pedo. Olvidate, el número es dos, lo dijiste mil veces” (p. 214). 

domingo, 22 de junio de 2025

Un planteo interesante

 


Leí Más liviano que el aire, de Federico Jeanmaire, novela con un planteo muy interesante: un chico de 14 años intenta asaltar en la calle a una solitaria señora de noventa y tres, “de noventa y tres años, para noventa y cuatro”, como repite luego a lo largo del libro; la obliga a entrar a su departamento para robarle, pero la señora con un ardid logra encerrar al chico en el baño y, desde entonces aprovecha eso para tener compañía y contarle al chico lo que quería contar, la historia de su madre.

El planteo es muy divertido y la organización es interesante: toda la novela está construida únicamente con el discurso de la señora, sin las respuestas del chico, ni descripciones, ni acciones, sólo el discurso de la señora. Y en el proceso, en verdad, nos cuentan la historia y las virtudes y defectos de esta señora, de nombre Rafaela y apodada Lita por el chico, Santi.

A lo largo de todo este discurso, que dura día, el lector bascula; por momentos empatiza con la señora, que ha tenido una vida de soledad (“A mí no me importa, le digo la verdad, estoy muy sola. Todo el santo día, sola. Todos los días de toda la vida, sola”– p. 13); y por momentos nos sentimos rechazados por todos sus prejuicios de clase: “Es un desastre cómo está este país, muchacho. La verdad. Todos gauchos: cada uno monta sobre su caballo, se cubre un poco los hombros con el poncho que tiene más a mano y ya está, allá va, a lo que sea, a lo que se le ocurra, a lo que se le antoje. No se respeta ningún alambrado, en este país. Nada” (p. 53). A veces Lita nos da pena, aparece como una niña de noventa y tres (para noventa y cuatro), a veces nos parece una feminista de avanzada, defendiendo a su madre que quería volar, a veces totalmente anacrónica, y todo eso lo logra muy bien Jeanmarie solamente mostrándonos una parte de un diálogo, un logro no menor.


lunes, 16 de junio de 2025

El humor es más fuerte

 

Leí Heartburn, novela de Nora Efron, reina de la comedia romántica, quien nos dio cosas como When Harry Met Sally, Sleepless in Seattle y You’ve Got Mail. Heartburn está un poco más para el lado de la tragedia que la comedia romántica tradicional, pero hace muy bien algo muy difícil de hacer: contar una historia importante con humor. (El rey de ese arte, en mi humilde opinión, es el inglés Nick Hornby: acálo último que leí de él).

En Heartburn, Efron cuenta la historia de un matrimonio que se rompe, pero haciéndote reír desde el primer momento. En la primera página, de hecho, la narradora nos dice que el marido está teniendo un affaire mientras ella está embarazada de siete meses, y lo dice de una manera graciosa. No es la primera vez que algo así le ocurre a la narradora, ni será la última vez que nos haga reír con ello. Un poco más adelante va para atrás en el tiempo y recuerda una escena: “‘¿Dónde estuviste las últimas seis horas’ le pregunté a mi primer marido. ‘Afuera, comprando bombitas’, me respondió. Bombitas. Medias. ¿Qué hago casada con hombres que inventan excusas como estas?” (p. 11). Ahí también, desde el comienzo, está el germen del cambio: darse cuenta de que el problema no son ellos, sino ella.

La narradora es Rachel Samstat, una judía neoyorquina que se dedica a escribir sobre comida, y la novela está llena de comida (incluyendo recetas) y de humor judío. Y lo que pasa en la novela con Rachel (además de que se entera de que su marido estaba enamorado de otra) es que se da cuenta de que siempre había elegido mal y de que ya no estaba más dispuesta a estar con el tipo equivocado. “¿Y qué es todo esto de elegir, además? ¿Quién está eligiendo? Cuando estaba en la universidad yo tenía una lista de lo que quería en un marido. Una lista larga. Quería alguien registrado como demócrata, que jugara bridge, un lingüista con especial fluidez en francés, suscriptor al New Republic, jugador de tenis. Quería un hombre que no fuera pelado, que no fuera gordo, que no estuviera cubierto con demasiado bello corporal. Quería un hombre con piernas largas y un culo chico y lindas arruguitas de risas alrededor de los ojos. Después crecí y me conformé con un lunático de bajo nivel que tenía hámsteres” (p. 83).

Aunque va para adelante y para atrás en el tiempo, en el fondo la novela retrata las seis semanas entre que Rachel se entera de que su marido, Mark, periodista, tenía un affaire hasta qué decide finalmente qué hacer con eso. En esas seis semanas Rachel descubre algo sobre su marido (que en el fondo ya lo sabía); y algo sobre qué le había pasado al matrimonio después del nacimiento del primer hijo (lo había cambiado todo): “Después de que nació Sam me acuerdo haber pensado que nunca nadie me había dicho cuánto amaría a mi hijo; ahora, claro, me daba cuenta de algo más que nadie te dice: que un hijo es una granada. Cuando tenés un hijo detonás una explosión en tu matrimonio, y cuando el polvo se asienta tu matrimonio es diferente de lo que era" (p. 158).

Pero también descubre algo de ella, como decía antes. Y sabé qué hacer. Irse. Y escribirlo:

“Vera dijo: ‘¿por qué sentís que tenés que convertir todo en una historia?’

Así que le dije por qué.

Porque si cuento la historia, yo controlo la version.

Porque si cuento la historia, te puedo hacer reír, y prefiero que te rías de mí antes de que te apenes de mí.

Porque si cuento la historia, no duele tanto.

Porque si cuento la historia, puedo seguir adelante” (p. 177).

La novela es muy buena y muy divertida (muchomejor que la película, de 1986, con Jack Nicholson y Meryl Streep). Algo me decía, al leerla, que era más que una historia, y ese final de por qué contarla lo hizo más claro. Así que googleé y, efectivamente, la novela es muy autobiográfica, y Mark es nada menos que Carl Bernstein (uno de los dos periodistas detrás de la famosa cobertura del caso Watergate) y el segundo marido de Efron. Eso le da una razón más a por qué escribir la historia, claro, la venganza: pero la novela no necesita ningún anclaje en la realidad para ser muy buena y muy divertida.

 

Originales de las citas

“‘Where were you the last six hours’ I said to my first husband. ‘Out buying light bulbs’, he said. Light bulbs. Socks. What am I doing married to men who come up with excuses like this” (p. 11).

“And what is all this about picking, anyway? Who’s picking? When I was in college, I had a list of what I wanted in a husband. A long list. I wanted a registered Democrat, a bridge player, a linguist with particular fluency in French, a subscriber to The New Republic, a tennis player. I wanted a man who wasn’t bald, who wasn’t fat, who wasn’t covered with too much body hair. I wanted a man with long legs and a small ass and cute laugh wrinkles around the eyes. Then I grew up and settled for a low-grade lunatic who kept hamsters”  (p. 83).

“After Sam was born, I remember thinking that no one had ever told me how much I would love my child; now, of course, I realized something else that no one tells you: that a child is a grenade. When you have a baby, you set off an explosion in your marriage, and when the dust settles, your marriage is different from what it was” (p. 158).

“Vera said: ‘Why do you feel you have to turn everything into a story?’

So I told her why:

Because if I tell the story, I control the version.

Because if I tell the story, I can make you laugh, and I would rather have you laugh at me than feel sorry for me.

Because if I tell the story, it doesn’t hurt so much.

Because if I tell the story, I can get on with it” (p. 177).