lunes, 18 de septiembre de 2017

Lo que no amé


No amé What I loved, de Siri Hustvedt. Me gustaron las primeras páginas, su ritmo y su cadencia, me gustó la calidad del lenguaje y por momentos me enganché por lo que me pareció que la novela parecía ser, antes de que se desviara. Pero nunca me terminé de creer al narrador, un historiador del arte viejo y casi ciego que en un par de meses redacta la historia de su vida con una precisión envidiable. Pero sobre todo, bah, no, sobre todo no, porque no hay nada posible si no le creemos al narrador; además, digo, la novela me pareció demasiado ambiciosa en los temas que quiere desarrollar, y entonces sentí que se iba deshilachando. Entre literatura de los vínculos, novela de ideas y thriller psicológico, para mí no terminó siendo nada de esto y me resulta difícil ahora entender cómo logré terminarla - porque es larga.
Uno de los grandes temas del libro, el que perfectamente podría haber sido el único, el que me enganchó, es el de los límites entre una persona y otra, las fronteras, dónde empieza y termina cada persona. Cómo nuestras vidas y nuestras emociones se entrelazan y se confunden con las de otros. La estructura principal de la novela se desarrolla sobre un pentágono de adultos: Leo (el narrador, profesor de historia del arte) y su mujer Erica (crítica literaria); su amigo Bill (artista plástico) y su primera mujer Lucille (poeta) y su segunda mujer Violet (historiadora de la cultura). Los hijos, Mathew (de Leo y Erica) y Mark (de Bill y Lucille), completan el grupo de los personajes principales. Esa falta de límites claros se ve en las relaciones, se ve en el arte de Bill, en los escritos de los demás y hasta en una pequeña imagen: un transformer (¿es esto o es lo otro?) en el suelo después de una escena importante. Pero sobre todo, la historia de Leo se ve en la imagen del cajón de su escritorio donde guarda objetos que le recuerda lo que amó, “era un lugar para registrar lo que había perdido.” (p. 191) Ahí está toda su vida y sus afectos mezclados en un pequeño espacio, y reordenando los objetos Leo tiene la ilusión de reordenar su vida.
Me hubiera gustado una novela más escueta y concentrada en ese tema y simbolizada en ese cajón. La imagen de un cajón de los recuerdos es hermosa para estructurar la historia de una vida. Pero el cajón no tiene nada que ver con el arte ni con las enfermedades mentales, que son otros dos grandes ejes conceptuales de la novela. El del arte me pareció francamente aburrido; la historia de los cinco se escribe en parte con sus obras artísticas o académicas; y leer dos o tres páginas sobre una muestra de arte inexistente es un bodrio, además de requerir un esfuerzo de imaginación abrumador, por lo menos para mí. Hay algo de esnobismo intelectual también, en ese retrato de la Nueva York intelectual y artística. Como cuando el narrador remarca que la forma en que habla Violet varía al hablar de Mark: “En todos los demás temas, ella hablaba como siempre, fácilmente y con fluidez, cerrando cada oración con un punto final, pero Mark la ponía vacilante, y sus palabras quedaban colgando sin finales.” (p. 183) ¿Qué ser humano puede hacer una observación como esa y, sobre todo, recordarla algo así como cinco años después?
Las enfermedades mentales comienzan con el tema de tesis de Violet (la histeria en el siglo XIX) y siguen con su segundo tema de estudio (la anorexia en el siglo XX). Además, el hermano de Bill sufre una enfermedad mental y el libro termina como un thriller psicopatológico / criminal. Este giro ocupa buena parte de la segunda mitad del libro y es ahí donde fui perdiendo cada vez más el interés y ahora, mirando hacia atrás, me cuesta entender cómo seguí adelante.

Originales de las citas usadas
The drawer “was a place to record what I missed.” (p. 191)
“On every other topic, she spoke as she always did, easily and fluently, rounding off her sentences with periods, but Mark made her hesitant, and her words were left hanging without ends.” (p. 183)

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