lunes, 15 de abril de 2019

El arte de vivir



Leí El nervio óptico, de María Gainza, un libro raro, a mitad de camino entre la historia del arte y la narrativa, y entre la novela y un conjunto de relatos. Es la historia de una narradora que es oveja negra del patriciado argentino e historiadora del arte, y va y viene siempre entre esas cosas: lo que le pasa como hija del patriciado argentino y como historiadora del arte, apuntes sobre cuadros y pintores, regreso a su propia historia personal, y la imbricación entre una y otra cosa.
De hecho, el libro está construido en díadas. Es un conjunto de once textos, cada uno de los cuales junta un pintor con una persona de la vida de la narradora. La vida artística y la vida real, digamos así. Porque esa es la vida de esta narradora, que está cruzada siempre por el arte. De hecho, el libro empieza con un equívoco que no lo es: “A Dreux lo conocí un mediodía de otoño” (p. 11). Pero Dreux es un pintor que murió en 1860: la narradora nunca lo conoció, conoció su obra, pero para ella una cosa y la otra es casi lo mismo. Ese primer capítulo del libro termina con esta otra oración: “tampoco sé por qué lo estoy contando ahora, pero supongo que siempre es así: uno escribe algo para contar otra cosa”. (p. 20) Ella escribe de su vida para contar de sus cuadros o, más bien, habla de sus cuadros para contar su vida: “así de ambiguas me resultan las cosas de este mundo, siempre admiten por lo menos dos lecturas.” (p. 26) Además, “terminar de entender las cosas vuelve rígida la mente.” (p. 51)
Hay algo que hace que a mí me cueste entender, más allá de que el problema, mi problema, según la narradora, parece ser justamente eso de intentar entender. Lo que me cuesta es que a mí no me pasa con la pintura algo ni remotamente parecido a lo que le pasa a la narradora. De viaje voy cada tanto a algún museo, pero en mi ciudad casi no lo hago. La narradora puede decir que “Rothko no te entra por los ojos sino como un fuego a la altura del estómago” (p. 90) o de un cuadro de Rousseau que “dicen que hace temblar el piso bajo tus pies”. (p. 118) Más aún, puede describir poéticamente un cambio en la trayectoria de un pintor: “Una noche de invierno, un viento helado comenzó a soplar a través de sus imágenes” (p. 140), dice de El Greco.
A mí nunca me pasó algo así con un cuadro. Como lector, ese es un aprendizaje: hay un poco de envidia porque no logro vivir eso, pero sobre todo se agranda mi mundo, entiendo que hay gente que vibra así. Por lo demás, hay temas que se repiten: los ojos y la mirada; los animales, hay animales por todo el libro, y la narradora dice hacia el final que ella misma ha “vivido como un animal acosado” (p. 155); y la clase, la clase como una jaula: “Una jaula es perversa: no te sofoca sino que te acostumbra a vivir con la mínima cantidad de aire indispensable.” (p. 105) Pero al final del día, es un libro sobre el arte y sobre cómo nos puede ayudar a vivir mejor: “¿Acaso una buena obra no transforma la pregunta ‘qué está pasando’ en ¿qué me está pasando’?” (p. 124)

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