lunes, 11 de mayo de 2020

La venganza del tiempo



Fiera venganza la del tiempo
Que le hace ver deshecho lo que uno amó
Esta noche me emborracho
Carlos Gardel

Nunca había leído El Gatopardo, la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa conocida mundialmente por una frase que es un equívoco. Y no la empecé a leer pensando en el contexto actual (¿cambiará realmente algo alguna vez en la Argentina, para bien o para mal?) sino porque leí una relectura en The Economist que me tentó.
La novela es reconocida por esa frase que Tancredi le dice a su tío, el príncipe de Salina: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie.” (l. 439)  (La traducción española que leí debe ser vieja, y me hizo agregar este libro a las razones para aprender italiano, lista que empieza con Il Principe). El sobrino y favorito del príncipe le dice que cambiar ante la victoria del liberalismo es la manera de preservar el lugar de la antigua nobleza. La idea que quedó para la cultura general y política, el concepto de gatopardismo, es de un cinismo que logra preservar el statu quo con cambios apenas aparentes. Quedó la idea de que la operación fue exitosa. Pero es un equívoco, porque la novela no es sobre la política o sobre el cambio sino sobre el tiempo y su hermana, o su hija, su consecuencia natural, la decadencia.
La operación que logra el príncipe para preservar el lugar de su linaje es conseguir que su sobrino Tancredi, tan noble como pobre y ambicioso, se case con la bella hija de un representante de la nueva burguesía en ascenso. Lo hace al costo de romperle el corazón a su propia hija, Concetta. Y es cierto que por un tiempo, la operación es exitosa, y qué más se puede pedir: como le dice el príncipe al padre Pirrone cuando todavía cree en el plan, “Vivimos en una realidad móvil a la que tratamos de adaptarnos como las algas se doblegan bajo el impulso del mar. A la santa Iglesia le ha sido explícitamente prometida la inmortalidad; a nosotros, como clase social, no. Para nosotros un paliativo que promete durar cien años equivale a la eternidad.” (p. 609) Pero el paliativo no dura 100 años. Veinte años después, en 1883, el príncipe muere convencido de su derrota final. A pesar del casamiento de Tancredi, y más allá de sus hijos y nietos, la casa de Salina muere con el príncipe. “Él mismo había dicho que los Salina serían siempre los Salina. Se había equivocado. El último era él. Después de todo, ese Garibaldi, ese barbudo Vulcano había vencido.” (l. 3294)
La decadencia es inescapable y está presente desde el primer capítulo, primero en su forma biológica, cuando el príncipe huele unas rosas casi podridas por el sol siciliano y le parece “oler el muslo de una bailarina de ópera” (l. 174). En el capítulo del baile la decadencia toma el centro de la escena. El príncipe se desanima viendo a viejas amantes: “Dos o tres de aquellas viejas habían sido sus amantes y viéndolas ahora cansadas por los años y las nueras, le costaba trabajo el pensar que había malgastado sus años mejores persiguiendo —y alcanzando— semejantes esperpentos. (l. 2937) Culpa al suegro de Tancredi, Sedàra, y a la clase ascendente tanto como a su propia clase que no logró prosperar por “esa sensación de muerte que ahora, claramente, ensombrecía estos palacios.” (l. 2986) Pero sobre todo, ve como patético el espectáculo de los jóvenes enamorados, Tancredi y Angelica, “sordos a las advertencias del destino, convencidos de que todo el camino de la vida será tan liso como el pavimento de aquel salón, actores ignaros a quienes un director de escena hace recitar el papel de Julieta y el de Romeo ocultando la cripta y el veneno, ya previstos en el original.” (l. 2994) Todo, hasta ese amor, destinado a la decadencia, incluso cuando “su disgusto cedía el puesto a la compasión por todos estos efímeros seres que buscaban gozar del exiguo rayo de luz concedido a ellos entre las dos tinieblas, antes de la cuna y después de los últimos estertores.” (l. 3000)
Hace muchos años, antes del segundo kirchnernismo, antes de la esperanza (para mí y los míos) del macrismo, antes del primer kirchnerismo y de la gran crisis, incluso, en los salones del gran club aristocrático de la Argentina, un gran señor me dijo, indicando con todo su cuerpo las mesas de madera finísima, los techos inalcanzables, el gran tapiz restaurado gracias a la donación del gran barón de la industria y el campo, a los mozos y los candelabros de plata, “qué deliciosa decadencia, ¿no?” y yo no terminé de entender porque todavía pensaba que un futuro distinto era posible. El príncipe de Salina me hubiera dicho que yo pensaba eso no por una lectura de la historia o de la política sino, simplemente, por mi posición de veinteañero. La decadencia es la consecuencia natural del tiempo, inexorable. “Hacía decenios que sentía cómo el fluido vital, la facultad de existir, la vida en suma, y acaso también la voluntad de continuar viviendo, iban saliendo de él lenta pero continuamente, como los granitos se amontonan y desfilan uno tras otro, sin prisa pero sin detenerse ante el estrecho orificio de un reloj de arena.” (l. 3179).

Otras citas
“Recordó en esta circunstancia lo que decía don Fabrizio: cada vez que uno se encuentra con un pariente, tropieza con una espina.” (l. 2697)
“no son los latifundios ni los derechos feudales los que hacen al noble, sino las diferencias.” (l. 2661)
“Un hombre de cuarenta y cinco años puede creerse joven todavía hasta el momento en que se da cuenta de que tiene hijas en edad de amar.” (l. 958)
“El amor. Evidentemente, el amor. Fuego y llamas durante un año, cenizas durante treinta.” (l. 1003)
“Pertenezco a una generación desgraciada, a caballo entre los viejos y los nuevos tiempos, y que se encuentra a disgusto con unos y con otros.” (l. 2442)
“los sicilianos no querrán nunca mejorar por la sencilla razón de que creen que son perfectos. Su vanidad es más fuerte que su miseria.” (l. 2482)


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