Fiera
venganza la del tiempo
Que le
hace ver deshecho lo que uno amó
Esta noche me emborracho
Carlos
Gardel
Nunca había leído
El Gatopardo, la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa conocida mundialmente
por una frase que es un equívoco. Y no la empecé a leer pensando en el contexto
actual (¿cambiará realmente algo alguna vez en la Argentina, para bien o para
mal?) sino porque leí una relectura en The Economist que me tentó.
La novela es
reconocida por esa frase que Tancredi le dice a su tío, el príncipe de Salina:
“Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie.” (l. 439) (La traducción española que leí debe ser vieja, y me hizo agregar este libro a las razones para aprender italiano, lista que empieza con Il Principe). El
sobrino y favorito del príncipe le dice que cambiar ante la victoria del
liberalismo es la manera de preservar el lugar de la antigua nobleza. La idea
que quedó para la cultura general y política, el concepto de gatopardismo, es
de un cinismo que logra preservar el statu quo con cambios apenas aparentes.
Quedó la idea de que la operación fue exitosa. Pero es un equívoco, porque la novela no es sobre la
política o sobre el cambio sino sobre el tiempo y su hermana, o su hija, su
consecuencia natural, la decadencia.
La operación que
logra el príncipe para preservar el lugar de su linaje es conseguir que su
sobrino Tancredi, tan noble como pobre y ambicioso, se case con la bella hija
de un representante de la nueva burguesía en ascenso. Lo hace al costo de
romperle el corazón a su propia hija, Concetta. Y es cierto que por un tiempo,
la operación es exitosa, y qué más se puede pedir: como le dice el príncipe al
padre Pirrone cuando todavía cree en el plan, “Vivimos en una realidad móvil a
la que tratamos de adaptarnos como las algas se doblegan bajo el impulso del
mar. A la santa Iglesia le ha sido explícitamente prometida la inmortalidad; a
nosotros, como clase social, no. Para nosotros un paliativo que promete durar
cien años equivale a la eternidad.” (p. 609) Pero el paliativo no dura 100
años. Veinte años después, en 1883, el príncipe muere convencido de su derrota
final. A pesar del casamiento de Tancredi, y más allá de sus hijos y nietos, la
casa de Salina muere con el príncipe. “Él mismo había dicho que los Salina
serían siempre los Salina. Se había equivocado. El último era él. Después de
todo, ese Garibaldi, ese barbudo Vulcano había vencido.” (l. 3294)
La decadencia es
inescapable y está presente desde el primer capítulo, primero en su forma
biológica, cuando el príncipe huele unas rosas casi podridas por el sol
siciliano y le parece “oler el muslo de una bailarina de ópera” (l. 174). En el
capítulo del baile la decadencia toma el centro de la escena. El príncipe se
desanima viendo a viejas amantes: “Dos o tres de aquellas viejas habían sido
sus amantes y viéndolas ahora cansadas por los años y las nueras, le costaba
trabajo el pensar que había malgastado sus años mejores persiguiendo —y
alcanzando— semejantes esperpentos. (l. 2937) Culpa al suegro de Tancredi,
Sedàra, y a la clase ascendente tanto como a su propia clase que no logró
prosperar por “esa sensación de muerte que ahora, claramente, ensombrecía estos
palacios.” (l. 2986) Pero sobre todo, ve como patético el espectáculo de los
jóvenes enamorados, Tancredi y Angelica, “sordos a las advertencias del
destino, convencidos de que todo el camino de la vida será tan liso como el
pavimento de aquel salón, actores ignaros a quienes un director de escena hace
recitar el papel de Julieta y el de Romeo ocultando la cripta y el veneno, ya
previstos en el original.” (l. 2994) Todo, hasta ese amor, destinado a la
decadencia, incluso cuando “su disgusto cedía el puesto a la compasión por
todos estos efímeros seres que buscaban gozar del exiguo rayo de luz concedido
a ellos entre las dos tinieblas, antes de la cuna y después de los últimos
estertores.” (l. 3000)
Hace muchos años,
antes del segundo kirchnernismo, antes de la esperanza (para mí y los míos) del
macrismo, antes del primer kirchnerismo y de la gran crisis, incluso, en los
salones del gran club aristocrático de la Argentina, un gran señor me dijo,
indicando con todo su cuerpo las mesas de madera finísima, los techos
inalcanzables, el gran tapiz restaurado gracias a la donación del gran barón de
la industria y el campo, a los mozos y los candelabros de plata, “qué deliciosa
decadencia, ¿no?” y yo no terminé de entender porque todavía pensaba que un
futuro distinto era posible. El príncipe de Salina me hubiera dicho que yo pensaba eso no por una
lectura de la historia o de la política sino, simplemente, por mi posición de
veinteañero. La decadencia es la consecuencia natural del tiempo, inexorable.
“Hacía decenios que sentía cómo el fluido vital, la facultad de existir, la
vida en suma, y acaso también la voluntad de continuar viviendo, iban saliendo
de él lenta pero continuamente, como los granitos se amontonan y desfilan uno
tras otro, sin prisa pero sin detenerse ante el estrecho orificio de un reloj
de arena.” (l. 3179).
Otras citas
“Recordó en esta
circunstancia lo que decía don Fabrizio: cada vez que uno se encuentra con un
pariente, tropieza con una espina.” (l. 2697)
“no son los
latifundios ni los derechos feudales los que hacen al noble, sino las
diferencias.” (l. 2661)
“Un hombre de
cuarenta y cinco años puede creerse joven todavía hasta el momento en que se da
cuenta de que tiene hijas en edad de amar.” (l. 958)
“El amor.
Evidentemente, el amor. Fuego y llamas durante un año, cenizas durante
treinta.” (l. 1003)
“Pertenezco a una
generación desgraciada, a caballo entre los viejos y los nuevos tiempos, y que
se encuentra a disgusto con unos y con otros.” (l. 2442)
“los sicilianos no
querrán nunca mejorar por la sencilla razón de que creen que son perfectos. Su
vanidad es más fuerte que su miseria.” (l. 2482)
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