sábado, 22 de octubre de 2022

Un orden posible

Después de mucho tiempo, retomé Borges: porque me propuse leerlo todo y me queda el tomo IV; porque no sabía qué leer; porque siempre se sacan cosas de Borges, porque da un orden posible a la literatura.

Retomé Borges y leí Prólogos, con un prólogo de prólogos, que es obviamente una colección de prólogos escritos por Borges a libros de otros autores. Lo peor del libro es la organización, en orden ortográfico. En el barrio de Belgrano hay un lugar que se llama El Museo del Whisky, armado por un loco que compró y coleccionó whiskies por años; en el bar y restaurante está (o estaba al menos) la mejor carta de whiskies de Argentina, sin duda alguna; y luego tiene un museo, una serie de salones donde se exhibe una colección verdaderamente impresionante de whiskies, pero organizada por orden alfabético. Un horror, pensé cuando lo vi: el orden obvio para una exhibición de whisky es geográfico, porque las distintas zonas productoras de Escocia y del mundo tienen características especiales. Bueno, los prólogos en este libro se organizaron por orden alfabético, resultando que uno pasa de la prosa de un Borges de los 20 a uno de los 60 y de las temáticas de los 40 a la de los 70 en una carilla. Este no es el orden que buscamos en Borges. La lógica hubiera sido el orden cronológico o quizás uno de tradiciones. Como en otros momentos, como decía acá, al leer “El escritor argentino y la tradición”, de 1953, incluido en la colección Discusión, de 1932, no animarse a editar al maestro es un error. Me parece irónico entonces su comentario sobre Henry James, un poco quejoso, por el hecho de que “La edición definitiva de su obra abarca treinta y cinco volúmenes revisados minuciosamente por él” (p. 99).

Fuera de ese comentario, lo que queda es decir que hay textos que me interesaron más o menos; que en general es difícil leer prólogos de libros o autores que no he leído; y que siempre hay genialidades, o puntas para ordenar lecturas. Acá van algunas citas y apuntes.

“El prólogo, cuando son propicios los astros, no es una forma subalterna del brindis; es una especie lateral de la crítica.” (p. 14)

Miren qué linda manera hablar del progreso argentino, en prólogo referencia a Hilario Ascasubi: “Le tocaron en suerte aquellos años del principio y del caos, no tan lejanos en el tiempo y casi inconcebibles ahora, en que el hombre compartía la tierra con la antigua soledad y la hacienda brava, y que nos dejan una sensación de multiplicidad y vértigo, ya que en aquel desmantelado escenario cada uno tenía que ser muchos” (p. 22).

Hermoso anacronismo sobre Carlyle: “Más importante que la religión de Carlyle es su teoría política. Los contemporáneos no la entendieron, pero ahora cabe en una sola y muy divulgada palabra: nazismo.” (p. 40).

Maravillosa reescritura del aforismo sobre pintar la aldea y el mundo, sobre Santiago Dabove: “Una vez nos dijo, sonriendo, que disponía de todos los materiales para redacción de una gran novela, porque siempre había vivido en Morón; Mark Twain pensaba lo mismo del Mississippi, cuyas anchas y oscuras aguas había surcado tantos años como piloto, y quizá todas las variedades humanas estén representadas en cualquier lugar del planeta y quizá en cada hombre” (p. 53).

Belleza: “la más recatada y firme pasión de los argentinos, la amistad varonil” (p. 66).

Siempre del lado correcto en lo más importante: antifascista, cotrarrio al antesimitismo, anti-peronista, claro, etc. Hablando de Carlos M. Grünberg, “Mester de judería”, en un libro publicado en 1940: “el antisemitismo no se libra de ser ridículo” (p. 78) y “documento legible y lúcido de este aciago ‘tiempo de lobos, tiempo de espadas’ cuya bárbara sombra continental -y quizá planetaria- vastamente se cierne sobre nosotros” (p. 80).

Sobre Pedro Henríquez Ureña: “Maestro es quien enseña con el ejemplo una manera de tratar con las cosas, un estilo genérico de enfrentarse con el incesante y vario universo” (p. 85).

El comentario central sobre el Martín Fierro, en distintos prólogos: que el objetivo de Hernández era político, que para ello buscó crear un gaucho genérico y que se le escapó un personaje único: “el gaucho maltratado y quejoso que hubiera convertido [sic] al esquema fue poco a poco desplazado por uno de los hombres más vívidos, brutales y convincentes que la historia de la literatura registra. (...) la voz del protagonista se impuso a los fines circunstanciales del autor” (p. 93).

Encuentra en Sarmiento el comienzo de nuestra tradición o de lo que debería ser nuestra tradición: “Ningún espectador argentino tiene la clarividencia de Sarmiento. (...) Sabe que nuestro patrimonio no debe reducirse a los haberes del indio, del gaucho y del español; que podemos aspirar a la plenitud de la cultura occidental, sin exclusión alguna. Negador del pobre pasado y del ensangrentado presente, Sarmiento es el paradójico apóstol del porvenir. (...) Sarmiento es el primer argentino, el hombre sin limitaciones locales” (p. 129).

Hablando de Macbeth: “la duda -que es uno de los nombres de la inteligencia-” (p. 138).

Belleza, hablando de Swedenborg, dice que los personajes de La Divina Comedia “Viven entregados a la política, en el sentido más sudamericano de la política; es decir, viven para conspirar, mentir e imponerse” (p. 152).

Solo puede haber borradores, dice Borges, con una coma entre sujeto y predicado: “El concepto de texto definitivo, no corresponde sino a la religión o al cansancio” (p. 157).

Mirada Tocquevilliana de Whitman: “Whitman se impuso la escritura de una epopeya de ese acontecimiento histórico nuevo: la democracia americana. (...) Mi epopeya no puede ser así; tiene que ser plural, tiene que declarar o presuponer la incomparable y absoluta igualdad de todos los hombres. (...) Ejecutó con felicidad el experimento más audaz y más vasto que la historia de la literatura registra” (p. 163-164).

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