lunes, 10 de noviembre de 2025

Distopía, declaración de amor o sueño

 


Siguiendo con el programa del taller de novelas distópicas, leí y releí y volví a releer Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. Mi veredicto: sobrevalorada.

La premisa: estamos en un mundo futuro del que sabemos poco; sabemos que los libros están prohibidos, que los bomberos en vez de apagar incendios se dedican a quemar libros; que la política es vacía (pero quizás no mucho más que hoy); que la gente ya no habla entre sí, sino que está todo el tiempo estimulada por tecnologías novedosas (televisión, autos velocísimos, parques de diversión). El personaje principal, Montag, es un bombero que ya venía acaparando libros; y tres cosas lo llevan a replantearse todo: el encuentro con Clarisse, una joven que parece más del mundo anterior que de este; la sobredosis de su esposa y un episodio con una señora que, al tener que ver cómo Montag y sus compañeros procederían a quemar sus libros, decide quemarse ella adentro con su tesoro. A partir de ahí Montag tiene la opción de conformarse o rebelarse y comienza la historia.

Como espécimen de lo que Margaret Atwood llama “literatura especulativa”, Fahrenheit deja mucho, demasiado, sin contar. No sabemos casi nada de ese mundo (cómo se vive, qué se come, cómo está organizado económicamente, etc.) ni de cómo se llegó allí. Como novela, los personajes son planos, caricaturescos casi, y el libro queda al borde de ser catalogado como infantil.

Lo que sí está bueno es que Bradbury plantea muchos temas relativamente profundos. El más obvio, claro, es el de la censura. Bradbury escribía bajo el auge del macartismo, y le costó mucho publicar, bajo la censura, un libro sobre la censura. (Quien se lo publicó originalmente fue Hugh Hefner en la revista Playboy: respect). El segundo tema es que habla de una sociedad que, atosigada por los medios masivos, va perdiendo su capacidad de pensar críticamente. Lo poco que nos explican de cómo se llegó a ese mundo es que fue más la sociedad estupidizándose que un Estado pisándole la cara con una bota. Ligado a lo anterior, es un mundo donde la gente se va aislando, sin poder vincularse personal o políticamente, progresivamente deshumanizándose bajo el influjo de la tecnología. Y, finalmente, el ocaso del individuo, que es cerrado por lo grupal.

Además, claro, está el fuego. El fuego como una de las tecnologías más básicas del humano (hola Prometeo), que puede ser, como cualquier otra tecnología, una fuerza positiva o negativa. Y acá, incluso más que en Montag, hay un arco narrativo. Porque al principio del libro el fuego es destrucción o entretenimiento (“It was a pleasure to burn”, es la primera oración del libro, “Era un placer quemar”). Y hacia el final cada vez más es parte de la civilización; cuando Montag se encuentra con Granger y su gente dice: “No estaba quemando: ¡estaba calentando!” (así, con signos de exclamación e itálicas).  “No sabía que el fuego podía verse así. Nunca antes en su vida había pensado que podía dar además de quitar.” (p. 187)

Y, finalmente, los libros. Los libros como el receptáculo de la memoria y del avance civilizatorio. Ahí es donde me reconcilio un poco con el libro, porque puede leerse, más que como una distopía, como una declaración de amor de Bradbury a los libros y las bibliotecas. Bradbury prácticamente vivió su infancia en bibliotecas públicas, y al terminar el secundario no fue a la universidad, así que siguió su educación en más bibliotecas. Ligado, claro, es una declaración de amor a la palabra. La sociedad de Fahrenheit es una sociedad de ruidos, de medios de comunicación hablándole a personas, pero no de personas hablándose entre sí. El mundo que Bradbury nos da a entender que podría surgir al terminar la novela, en cambio, es un mundo donde la gente puede volver a conectarse y comunicarse.

(Y ahí es donde me vuelvo a enojar un poco con Fahrenheit porque aparece como un libro profundamente conservador, de esos que quieren volver a una supuesta era dorada. Espoileando un poco, arrancamos en un mundo de despotismo mayoritario -hay una paráfrasis de de Tocqueville al respecto-, con la gente desconectada y demasiadas personas, viviendo sin conexión entre sí y de espaldas a la naturaleza. Tras el final, se sugiere, con cita de Eclesiastés y todo, que puede haber algo así como un reset de la humanidad, con una comunidad de personas de bien que reconstruyen la civilización gracias a los libros, y con una escala más humana, más cercana a la naturaleza y menos determinada por la tecnología. Pasamos del despotismo mayoritario Tocquevilliano a hombres que puede cumplir la idea de acción arendtiana: gente que habla y hace cosas en conjunto y construye una polis nueva. Ahí es donde me parece que Fahrenheit casi se puede leer como un sueño, como un deseo, casi como una peligrosísima utopía).

lunes, 3 de noviembre de 2025

Temas grandes en formato pequeño


Leí La paradoja del panda, libro chiquito de relatos pequeños de Julia Coria, de quien también leímos El ombligo del mundo. Notas para escribir autoficción.

“Inexplicable”: el esposo es infiel, la esposa prepara una venganza que le sale mal, pero no importa, porque ella termina yéndose igual, aunque resulte inexplicable para los demás.

En “El museo de la infancia” el cometa Halley funciona como una regularidad, como algo predecible, como antítesis a la vida de los humanos, sujeta a veces a los peores avatares.

“La paradoja del panda” compara las dificultades de procrear de los pandas con las dificultades que a veces se hacen los humanos para amar.

“Mamá Senku” retrata a una abuela y una nieta en viaje, haciendo cosas a veces contra los deseos de la madre, rescatando modalidades de ese linaje particular.

“En una mujer desconocida” vuelve ese tema prolífico, la infidelidad, pero con un final muy distinto, aunque acá también la mujer engañada termina ganadora.

“El arte de no convocar ninguna mirada” retrata el reencuentro de una camada de mujeres de una escuela de monjas, con una pareja que se toma cierta revancha (tema recurrente de la colección).

“Laska” tiene otra pareja enamorada, como la de “La paradoja del panda”, pero en este caso ella va perdiendo la memoria, y “El amor es memoria” (p. 65).

“Lorena puede”, nuevamente, nos trae una infidelidad, y en este tercer caso la violencia ya es explícita, aunque lamentablemente no con el perpetrador. Una vez más, hay acá una revancha sin una confrontación previa: las tres mujeres se toman revancha sin avisar, sin explicar, sin confrontar, pero en los tres casos afectando directamente a los infieles.

En “Sopa paraguaya” una cuidadora genera cambios profundos, y los cambios, como suelen ser, no tienen una valoración unívoca.

Los cuentos de esta pequeña colección traen temas grandes en talles pequeños, y la autora despliega las distintas herramientas del género, con momentos graciosos y una prosa siempre potente.