El narrador había dejado de escribir
para dedicarse a trabajar, sentía que había “claudicado como artista” y vuelve
a escribir con forma de diario: “no estoy escribiendo para ningún lector, ni
siquiera para leerme yo. Escribo para escribirme yo; es un acto de
autoconstrucción. Aquí me estoy recuperando, aquí estoy luchando por rescatar
pedazos de mí mismo (…) esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la
vida.” (p. 24-25)
Nace así El diario de un
canalla y el método Levrero de novelar o de escribir: el ingreso al
mundo interno de un hombre desde la cotidianidad; la relación del narrador con
un pichón de paloma, con un gorrión y con una abeja abren la puerta a un hombre
y a su manera de lidiar con la vida, con el miedo a la muerte y con la soledad.
Más que una puerta, es un foco, que ilumina partes de la vida interna y
externa. Mucho queda allí escondido, no dicho.
La segunda parte del libro tiene Burdeos
1972. En un diario fechado en 2003, el narrador lucha por recordar un
momento de su vida 30 años antes en el que, siguiendo a una mujer, se instaló
por un tiempo en Francia. De nuevo, la vida cotidiana se impone y el autor
puede tomarse cinco páginas para relatar la compra de un reloj de pared o el
día a día con la hija de esa mujer. Desde esas historias pequeñas siempre el
centro es ese personaje, ese hombre, que es siempre un enigma. “Ahora, en
Burdeos, yo estaba viviendo con dos desconocidos: Antoinette y yo.” (p. 106)
A
Levrero se lo conoce como uno de “los raros”, junto con Felisberto Hernández y
otros autores uruguayos difíciles de encasillar. En la última entrada de este
diario, el narrador recuerda un diálogo con aquella mujer, tiempo antes de la
mudanza, a principios de la relación; la francesa le dijo: "Sos raro como
gente". Todos lo somos, quizás, y esta rara forma de literatura es una manera de enfrentar la propia rareza.
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