lunes, 2 de agosto de 2021

Una de espías

 


Estoy leyendo muy poco por distintas razones. Una de ellas es que las últimas tres semanas estuve mirando, con la obsesión de un adicto, The Americans, una serie de seis temporadas que estuvo en televisión de 2013 a 2018. Amé The Americans por varias razones, a pesar de que, como siempre, hay un momento en que las series largas ya no pueden sostenerse.

Spoiler alert: voy a espoilear a mansalva porque sí, un poco escribo estas cosas porque quiero que ustedes me quieran, que todo el mundo crea que soy brillante y único, pero más que nada escribo este blog para mí.

La primera temporada me volvió loco. En la zona de Washington, a principios de la década de 1980, dos espías rusos infiltrados viven como americanos, como una pareja normal, con sus dos hijos y su pequeña empresa, su casa con garage y sus desayunos con cereales. Durante seis temporadas, estos dos mundos - el del espionaje y el universo que es cualquier familia - se van a cruzar y chocar una y otra vez. Detrás de la fachada familiar (¿cómo escribir un apunte sobre una serie de espías sin usar esa palabra?), la serie muestra, sobre todo al principio, la locura del espionaje de guerra fría: violencia, sexo, crueldad emocional. Y lo muestra: muestra escenas sexuales sin irse de mambo pero mostrando; muestra asesinatos fríos, mecanismos truculentos de disposición de cadáveres y más. (A medida que las temporadas avanzan, sin embargo, y en términos generales, se reduce el nivel de explicitud de sexo y violencia. Como un teorema de Baglini de la televisión, da la impresión de que su éxito le impedía ser lo crudo que era al principio). Pero junto con la trama del espionaje está la trama de pareja entre Elizabeth y Philip y la trama familiar entre ellos y sus hijos.

Después de la primera o de la segunda, la serie baja un poco, empieza a tener algunos momentos donde se complica la verosimilitud, pero me mantuvo siempre ahí. La sexta y última temporada ya fue un poco demasiado; como en Ozark, cuando se involucra a niños en temas de adultos todo me parece menos creíble. (Dato curioso: estas dos series se emparentan no solo por el mix entre temas criminales con familiares sino también por la actuación de Julia Garner, genial en Ozark como una sureña white trash). Y también me complica la verosimilitud el hecho de que los espías parecen adquirir mucho más conocimiento macro político del que, para mí, deberían; una de las cosas que más me gustaron de las primeras temporadas es que ellos operan a tientas, sin saber nunca demasiado bien qué están haciendo y para qué. Pero incluso en la sexta temporada, que se me hizo un poco larga a veces, con demasiadas escenas de Philip haciendo cuentas para ver si su negocio se funde o no y Elizabeth fumando mientras mira al horizonte (y es en lo único que se me complicó el papel de Keri Russell: no sabés fumar, Keri, sorry), incluso en esa última y casi fallida temporada, la serie hizo conmigo todo lo que quiso: me enamoré de Elizabeth, hermosa y sexy, y la odié por calculadora, fría y fanática; me emocioné con Philip, el personaje roto, y con el pobre Stan Beeman; y sufrí con Oleg Igórevitch Burov, el buen soviético que quiere salvar al mundo. Y sí, en la secuencia larga del capítulo final, con “Brothers in Arms” de fondo, me emocioné un poco también.

The Americans se puede ver con Ozark (por esto del cruce entre el mundo criminal y el de una familia) y se puede ver con Chernobyl porque está siempre hablándote un poco de la deshumanización de un sistema totalitario, y también de su contraparte norteamericana. (Una nota historiográfica, casi, acá: me gusta que The Americans presenta la visión soviética del mundo casi en su mejor luz posible, destacando el papel de URSS en la Segunda Guerra Mundial y el nivel de destrucción que significó para ella la guerra.) 

La tensión permanente dentro de los personajes principales (la pareja de infiltrados pero también los de segundo grado como Beeman y Burov) es entre el deber burocrático y la humanidad. Philip y Elizabeth, o más bien, Mischa y Nadezdha, sus nombres rusos, entregaron su vida al Partido Comunista o a la Unión Soviética. Elizabteh, hasta el final, opera como una fanática; pero duda al final, como Philip antes, aparecen grietas de humanidad en su fanatismo. Y también Beeman y Burov, los personajes nivel B, se enfrentan en más de una oportunidad con la disyuntiva entre obedecer y hacer lo correcto. Al final del día, sin embargo, The Americans, ahí, parece más cerca de The West Wing, y de tan optimista parece ingenua: en todos termina ganando la humanidad. Philip “se retira”, Elizabeth se da vuelta, Stan los deja irse, Burov vuelve a Washington (e incluso: Gabriel va a visitar a Martha en Moscú y Paige decide quedarse contra las órdenes de sus padres). En el fondo, parece decirnos la serie, todos estos son buenos, incluso los que matan y descuartizan, solo que el contexto de la Guerra Fría, el peligro real de un holocausto nuclear y la demencia acordada de la destrucción mutua asegurada los obliga a comportarse de otra manera. Después del holocausto y durante la Guerra Fría, los humanos todavía podemos ser humanos.

Durante la quinta y sobre todo la sexta temporada, cuando el interés ya no era tan alto, me mantuve adicto. Quería ver cómo terminaba, claro, y me seguía entreteniendo. Pero quería ver cómo terminaba no solo en términos de “ver qué pasó” sino preguntándome cómo resuelve esto el guionista. Porque qué le pasa a los personajes, cómo terminan, es importante para entender qué nos quieren decir. Y uno pensaba, claro, esto no puede terminar bien. El final de Hollywood posible (se entregan a los americanos, les dan identidades falsas y viven una vida feliz en el Midwest) hubiera sido una traición a la serie y a sus protagonistas. Por otro lado, los guionistas la podrían haber podrido en serio, para un lado o para el otro: los podrían haber matado o ellos se podrían haber salido 100% con la suya. Al final, lo que ocurre es el mejor final posible sin desnaturalizar totalmente la serie y los personajes: ellos logran volver a Rusia pero con el costo de perder a los hijos, que se quedan en Estados Unidos; y está bien, es el mínimo costo que tendrían que pagar y sería inverosímil que un chico criado en los EE.UU. de los 70 y 80 quisiera ir a vivir a la Unión Soviética. El final elegido es el mejor posible para todos, y todos terminan sin perder toda su humanidad. Y eso un poco me hizo feliz, más allá de que no deje de verlo como ingenuo.

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