Cuando finalmente
encontré una librera que me dijera qué leer de narrativa uruguaya actual, y no
Levrero o Mairal, me terminó dando cuatro o cinco libros, entre los que elegí
Irse yendo (2022), de Leonor Courtoisie (Montevideo, 1990), que no defraudó.
Irse yendo me
pareció una muy interesante novela. Es una novela desestructurada, de esas que
van y vienen y ni empiezan ni terminan pero quizás sí. Muchas veces, ese tipo
de novelas me dejan pensando que faltó más trabajo, sentarse, pensar,
reescribir, pero este no es el caso. Me parece que Irse yendo funciona así,
armado con textos muy pequeños, apenas párrafos a veces, que van y vienen en el
tiempo.
La narradora es
una actriz y escritora uruguaya de 30 años que trata de darle sentido a la cosa
escribiendo: “de ninguna manera estaba en mis planes tener treinta años y
seguir viviendo en esta casa. La vida se fue dando así, digamos que la vida me
fue pasando por encima y me fui quedando. Dejarse estar también es un deporte y
debería ser considerado como tal” (p. 87).
Quizás para
entender un poco esto, la narradora rememora su historia, la historia de su
familia, mientras todo se cae abajo: su casa, el árbol de su casa, las obras en
las que trabaja, su familia, su barrio que se gentrifica. Para eso vuelve una y
otra vez a los mismos momentos vitales, por ejemplo, el de la casa anterior en
la que vivía su familia, antes de que su padre lo perdiera por la crisis y la
merca: “Ese video es de la casa de la hipoteca, la casa del banco, la casa del
remate, la casa donde el perro mató al gato. Me cuesta hablar de esa casa. Me
cuesta hablar de las casas que tuve que abandonar. Me cuestan los fragmentos
que tuve que ir dejando tirados por ahí porque no eran míos. Me cuesta cargar
con los restos de los cuerpos.” (p. 35). El volver a lo mismo se potencia con
el recurso de la repetición, repetición de los mismos sintagmas en los mismos y
en distintos párrafos, lo cual subraya me parece esa manera que tiene la
memoria de estructurarse sobre un conjunto limitado de situaciones y momentos
sobre los que volvemos una y otra vez. Eso me parece que está muy bien.
También está muy
bien el estilo, la forma. Sobre todo me gusta que varía, que puede escribir
estas oraciones muy cortas con sintagmas repetidos, o después despacharse con
una oración entera de estilo más poético, cortando frases, eliminando signos de
puntuación, etc.: “La arenga a lo lejos cualquier vehículo y los tabacos a medio
fumar rendidos baldosa junto a los puchos pitados hasta el filtro del afán y
las petacas de grapamiel sobrevolando abejas el tedio y la desesperanza tras
ver pasar montones pero nunca el indicado” (p. 38).
Finalmente, hay
una crudeza en la descripción de los vínculos, de la madre, de los hermanos y
la familia extendida, sobre todo de los varones: “Todos los hombres de mi
familia son putos o ausentes y los que no están ausentes son violentos” (p.
45). La única excepción es la abuela muerta, donde sí vemos reconocimiento (“La
familia murió en el instante en que mi abuela dejó de respirar. Ella era la que
se encargaba de unir a la familia en la casa”, p. 36) y hasta ternura (cuando
muere la abuela, esconde “una bolsa de pañuelos en una caja cerrada para preservar
su olor” p. 50). Es en esta crudeza, en esta ausencia total de romantización,
que encuentro a Courtoisie hermanada, digamos así, con algunas escritoras de su
edad de este lado del charco (pienso en Olivia Gallo y en Maga Echebarne,
también en Schweblin). Me deprime un poco esta generación, debo admitir, esta
nueva generación perdida sin una Primera Guerra Mundial, pero igual disfruté
esta lectura como disfruté leer a Olivia y Maga en su momento.
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