En La Nación de hoy, Martín Kanenguiser afirma que un economista triplicó su salario pasando de Secretario de Estado a una agencia de Naciones Unidas. El salto salarial al sector privado es, obviamente, mayor aún.
Es cierto que la función pública tiene otros beneficios: el gusto de estar "en la cocina", el aprendizaje y los contactos, en algunos casos auto y chofer, acceso a datos, asistentes, etc. Pero tiene también muchas contras: la pérdida de intimidad, la inestabilidad laboral, la menor valoración social, horarios interminables, etc.
¿Compensan aquellos beneficios estos costos y la discrepancia salarial? La respuesta, obviamente, varía de persona en persona. Pero siendo todo lo demás igual, cuanto mayor sea esa discrepancia más probable es que ingresen a la función pública personas dispuestas a "compensar" esa discrepancia con pagos suplementarios más o menos reñidos con la ética. Al mismo tiempo, ante la presunción de culpabilidad social, es comprensible que los ciudadanos no quieran pagar más a sus servidores, y que los políticos (incluso los honestos) crean mejor no hablar del tema.
Estaría bueno que algún día se pueda discutir con altura y racionalidad el tema, ya que es un obstáculo (obviamente no el único) para mejorar la política. Si pedimos a nuestros funcionarios tanta vocación y tantos sacrificios va a ser difícil reconstruir el Estado que necesitamos para promover nuestro desarrollo.
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