Leí Heartburn, novela de Nora Efron,
reina de la comedia romántica, quien nos dio cosas como When Harry Met Sally,
Sleepless in Seattle y You’ve Got Mail. Heartburn está un
poco más para el lado de la tragedia que la comedia romántica tradicional, pero
hace muy bien algo muy difícil de hacer: contar una historia importante con
humor. (El rey de ese arte, en mi humilde opinión, es el inglés Nick Hornby: acálo último que leí de él).
En Heartburn, Efron cuenta la historia
de un matrimonio que se rompe, pero haciéndote reír desde el primer momento. En
la primera página, de hecho, la narradora nos dice que el marido está teniendo
un affaire mientras ella está embarazada de siete meses, y lo dice de una
manera graciosa. No es la primera vez que algo así le ocurre a la narradora, ni
será la última vez que nos haga reír con ello. Un poco más adelante va para
atrás en el tiempo y recuerda una escena: “‘¿Dónde estuviste las últimas seis
horas’ le pregunté a mi primer marido. ‘Afuera, comprando bombitas’, me
respondió. Bombitas. Medias. ¿Qué hago casada con hombres que inventan excusas
como estas?” (p. 11). Ahí también, desde el comienzo, está el germen del cambio: darse cuenta de que el problema no son ellos, sino ella.
La narradora es Rachel Samstat, una judía
neoyorquina que se dedica a escribir sobre comida, y la novela está llena de
comida (incluyendo recetas) y de humor judío. Y lo que pasa en la novela con
Rachel (además de que se entera de que su marido estaba enamorado de otra) es
que se da cuenta de que siempre había elegido mal y de que ya no estaba más
dispuesta a estar con el tipo equivocado. “¿Y qué es todo esto de elegir,
además? ¿Quién está eligiendo? Cuando estaba en la universidad yo tenía una
lista de lo que quería en un marido. Una lista larga. Quería alguien registrado
como demócrata, que jugara bridge, un lingüista con especial fluidez en
francés, suscriptor al New Republic, jugador de tenis. Quería un hombre
que no fuera pelado, que no fuera gordo, que no estuviera cubierto con
demasiado bello corporal. Quería un hombre con piernas largas y un culo chico y
lindas arruguitas de risas alrededor de los ojos. Después crecí y me conformé
con un lunático de bajo nivel que tenía hámsteres” (p. 83).
Aunque va para adelante y para atrás en el
tiempo, en el fondo la novela retrata las seis semanas entre que Rachel se
entera de que su marido, Mark, periodista, tenía un affaire hasta qué decide
finalmente qué hacer con eso. En esas seis semanas Rachel descubre algo sobre
su marido (que en el fondo ya lo sabía); y algo sobre qué le había pasado al
matrimonio después del nacimiento del primer hijo (lo había cambiado todo):
“Después de que nació Sam me acuerdo haber pensado que nunca nadie me había
dicho cuánto amaría a mi hijo; ahora, claro, me daba cuenta de algo más que
nadie te dice: que un hijo es una granada. Cuando tenés un hijo detonás una
explosión en tu matrimonio, y cuando el polvo se asienta tu matrimonio es
diferente de lo que era" (p. 158).
Pero también descubre algo de ella, como decía
antes. Y sabé qué hacer. Irse. Y escribirlo:
“Vera dijo: ‘¿por qué sentís que tenés que
convertir todo en una historia?’
Así que le dije por qué.
Porque si cuento la historia, yo controlo la
version.
Porque si cuento la historia, te puedo hacer
reír, y prefiero que te rías de mí antes de que te apenes de mí.
Porque si cuento la historia, no duele tanto.
Porque si cuento la historia, puedo seguir
adelante” (p. 177).
La novela es muy buena y muy divertida (muchomejor que la película, de 1986, con Jack Nicholson y Meryl Streep). Algo me
decía, al leerla, que era más que una historia, y ese final de por qué contarla
lo hizo más claro. Así que googleé y, efectivamente, la novela es muy
autobiográfica, y Mark es nada menos que Carl Bernstein (uno de los dos
periodistas detrás de la famosa cobertura del caso Watergate) y el segundo marido de Efron. Eso le da una
razón más a por qué escribir la historia, claro, la venganza: pero la novela no
necesita ningún anclaje en la realidad para ser muy buena y muy divertida.
Originales de las citas
“‘Where were you the last six hours’ I said to
my first husband. ‘Out buying light bulbs’, he said. Light bulbs. Socks. What
am I doing married to men who come up with excuses like this” (p. 11).
“And what is all this about picking, anyway?
Who’s picking? When I was in college, I had a list of what I wanted in a
husband. A long list. I wanted a registered Democrat, a bridge player, a
linguist with particular fluency in French, a subscriber to The New Republic, a
tennis player. I wanted a man who wasn’t bald, who wasn’t fat, who wasn’t
covered with too much body hair. I wanted a man with long legs and a small ass
and cute laugh wrinkles around the eyes. Then I grew up and settled for a
low-grade lunatic who kept hamsters” (p.
83).
“After Sam was born, I remember thinking that
no one had ever told me how much I would love my child; now, of course, I
realized something else that no one tells you: that a child is a grenade. When
you have a baby, you set off an explosion in your marriage, and when the dust
settles, your marriage is different from what it was” (p. 158).
“Vera said: ‘Why do you feel you have to turn
everything into a story?’
So I told her why:
Because if I tell the story, I control the
version.
Because if I tell the story, I can make you
laugh, and I would rather have you laugh at me than feel sorry for me.
Because if I tell the story, it doesn’t hurt
so much.
Because if I tell the story, I can get on with
it” (p. 177).