Leí Pichón,
de Loyds, tercera entrega de un tríptico familiar que arrancó con Merca y
siguió con La
mamá de Johnny. Aunque no leí los dos libros anteriores, la idea
general es que son tres miradas sobre una misma familia: primero el hermano
mayor, luego la madre y ahora el pichón, el hijo menor. Quedan sin voz, por
ahora al menos, el padre y la hermana.
Curiosamente,
Pichón comparte con el libro de mi anterior reseña, Más
liviano que el aire, el formato: se trata del discurso de un personaje
en diálogo con otros a quienes no escuchamos. A diferencia del libro de Jeanmaire, en
el de Loyds el narrador, Pichón, no habla con una sola persona, sino que cada
capítulo es el diálogo con uno de los vínculos claves del narrador, lo cual me pareció muy interesante. Así, hay diálogos con el padre, la madre, el hermano y la hermana
después de los capítulos iniciales con su terapeuta, Norberto, a quien ningunea,
entre otras cosas, por estar en la nómina del padre, y con su pareja, Fabiana,
a quien ningunea por ser de otra clase social.
Lo que
surge de Pichón es un exponente de lo peor de lo que podríamos llamar el
patriciado argentino, o las clases altas tradicionales, para decirlo de algún
modo. Es más o menos mi mundo; los conozco porque es de donde vengo, y es
verdad que lo peor de ese mundo puede ser algo parecido a esto. Claro, lo de
Pichón puede ser un poco caricaturesco porque no deja ni una de las casillas
negativas por tickear: el flaco es misógino, clasista, racista, homófobo y un
toque antisemita, además de ser un vago y un inútil y hasta responsable de la
muerte de una persona, si le creemos. Y la familia es fuente de “consumos
problemáticos”, como se dice ahora, parece, de recelos y rencores, sin que aparezca un solo vínculo medianamente sano.
Por momentos el discurso de Pichón divierte, usando mucho el humor para evitar todo lo posible hacerse cargo de algo: de su vida, de su lugar en el mundo, de sus propios defectos y fracasos. Por ejemplo, cuando dice “¿te imaginás las garchas que hubieses pintado Van Gogh si hubiera sido feliz? Sería una especie de Milo Lockett de los Países Bajos en el siglo 19” (p. 76); o “El rock es andrógino, drogón, marida con un raviol de mandanga, no con ravioles de ricota al pesto” (p. 79); o “¿Por qué es nuestra generación la que tiene que dejar de contaminar? Somos la puta bisagra entre los que vinieron antes, que hacían explotar Chernobyl y les chupaba un huevo, y esta chiquita sueca, Greta no sé cuánto, que nos quiere tener a todos cagando por tirar una colilla al piso” (p. 82). Pero cuando le creemos al personaje lo que produce, por lo menos en mí, es más bronca que humor, y no me despierta pena ni cuando le dice al padre: “sé perfectamente que no fui deseado ni en pedo. Olvidate, el número es dos, lo dijiste mil veces” (p. 214).
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