No
me acuerdo cómo llegó a mi poder, pero desde hace un
par de años siempre sé dónde está. Especialmente los
domingos.
Es un escudo bordado, del tamaño de la
palma de mi mano. El borde blanco tiene cinco puntas arriba y una abajo. El
interior es rojo, cruzado por una franja en diagonal blanca que dice
".C.A.I." No sé
cómo llegó a mi poder pero es mío.
Hay pocas cosas más mías que ser hincha
de Independiente. He hecho claves de Internet con diversos juegos de números
que representan momentos o
jugadores gloriosos del club. He hecho hincha de
Independiente a un amigo de chiquito, y ahora apunto a las nuevas generaciones
con mis hijos, sobrinos y ahijados.
De chiquito me llevaba papá. Le rompía las bolas todos los domingos para ir. Papá tuvo plateas, tuvo palcos
cerrados y palcos abiertos en el viejo estadio de la Doble Visera en distintos
momentos. Me acuerdo un partido contra Chaco For Ever que ganamos 7-0. Con esa
victoria y con un gorrito hicimos hincha a Gustavo, mi amigo de siempre. Me
acuerdo un día en los ochenta con gases lacrimógenos, me acuerdo que un día la
hinchada cantó contra la dictadura y me dije acá pasa algo, me acuerdo el día
de 1983 que le ganamos a Racing 2-1, que se fueron a la B y salimos campeones.
Y siempre con el escudito en el bolsillo delantero derecho del jean, ahí donde
pongo la billetera.
No me quiero ir a la B. Hace como tres
años tengo un Excel en mi compu con los promedios. Vengo sufriendo en silencio
hace dos años. Y ahora más. Pensé que ya no, que ya no sufriría. Mi último
sufrimiento con el fútbol había sido en 2002. Yo estaba enamorado de la
selección nacional de Bielsa; al fin, al fin un equipo que quiere ganar
siempre, que quiere atacar siempre y que es exitoso, me
decía. Hasta el Mundial. Quedamos afuera en
primera vuelta por un gol de tiro libre de Anders Svensson. Lo miré recién por
Youtube: la pelota le pasa justo por arriba de la cabeza al Piojo López, de
Racing.
Hace un tiempo un amigo del Rojo que está
en cine me contó que se reunió con Francella, fanático de Racing. Se citaron en
un café y, de casualidad, era el día del clásico de Avellaneda. Cada tanto
Francella le preguntaba a mi amigo Sebas cómo iba el partido hasta que le preguntó de
qué cuadro era hincha. "Del Rojo", dijo Sebas. Francella hizo una pausa, lo miró a los
ojos, y le dijo "Está bien. Yo no odio a Independiente. Yo sólo sufro por
Racing."
Después del Mundial 2002 decidí no sufrir más por el fútbol. El fútbol ya
no valía la pena la inversión de emoción: si te tirabas atrás con dos líneas de
cuatro como Inglaterra y Suecia, si lograbas meter un zapatazo de tiro libre
como Svensson, o que un delantero livianito como Owen le sacara un penal a
Pochettino, pasabas a la próxima ronda. Si querías jugar, si proponías, si
buscabas velocidad y precisión, te ibas a tu casa. Yo me fui al básquet. Justo
llegó un flaquito de Bahía a la NBA, y se juntó con otros muchachitos para
sacarnos subcampeones mundiales y campeones olímpicos. Hice miles de kilómetros
para ver a ese bahiense jugar en Mar del Plata, en San Antonio (Texas), en el
fucking Madison Square Garden de Nueva York. Y el fútbol que se vaya a la puta
que lo parió.
Los que sufrían eran los de Racing. Se
fueron a la B y cuando volvieron los jodíamos cada vez con eso. "Vos sos
de la B, vos sos de la B." Y después los jodíamos con que no salían
campeones, porque pasaron 35 años desde el campeonato de 1966 hasta el de 2001.
Les cantábamos el feliz cumple años: toda la hinchada contaba hasta el número
que fuera y después arrancaba el feliz cumple años. "Que los cumplas,
feliz, que los cumplas, La Academia, que los cumplas feliz." En esa época ellos nos cargaban
a nosotros porque no les ganábamos: nos empataban siempre en el último minuto
con algún zapatazo del Chelo Delgado, con un cabezazo de Allegue - de Allegue,
boludo - y hasta con un gol con la mano del Turco García. Después se quedaron sin club, porque el club quebró y
lo gerenciaba una empresa. Le decíamos Ra sin club.
Ahora nos toca a nosotros. Hicimos un
estadio nuevo. El diseño es hermoso, pero lo construyeron para la mierda. Y le
falta. Y ya salió más de diez veces lo que estaba presupuestado entero. Se
afanaron todo, y el club está en convocatoria de acreedores, y al borde del
descenso. Y por
eso volví. Volvimos.
Cuando
mi viejo dejó de ir a la cancha pasaron unos años hasta que me animé a ir solo.
Tenía 15 o 16 y por un rato me sacaba todos los distintivos de mi origen de
clase para seguir al Rojo: afuera las Nike y adentro las Topper; usaba los
jeanes rotos y decía "sho" en vez del "cho" medio cheto que
me sale. Los fines de semana mis viejos se iban al country y yo aprovechaba.
Los sábados me iba en tren a jugar al rugby y cuando volvía a la tarde
disfrutaba de tener la casa sólo para mí. Hoy, cuando mi mujer y mis hijos no
están, siento una libertad igual, una soledad encantadora. A la noche, si tenía
suerte, convencía a alguna noviecita a que viniera a casa y quedábamos siempre
al borde de coger. Al día siguiente leía el diario sin que papá me jodiera con
las secciones que él quería leer, miraba algún partido en televisión (pero no
había tantos como ahora) y me hacía unos patys a la plancha antes de salir para
la cancha. Me vestía siempre igual, con jeans, la remera del Rojo y, en
invierno, un buzo rojo con capucha. En el bolsillo derecho, siempre, el
escudito.
Por
esos años el escudito y yo conocimos todas las canchas de la región
metropolitana: River, Boca, Huracán, Vélez, San Lorenzo, Platense, Banfield,
Lanús, Racing, Deportivo Español, Gimnasia y Estudiantes de la Plata, Ferro.
¡Qué linda la cancha de Ferro! La popular de tablón, con toda la gente
saltando, hacía que los tablones te impulsaran al cielo, y yo me preocupaba de
que se me saliera el encendedor del bolsillo, o el escudo. Después de ponerlo
en el bolsillo, y de tomarme el bondi o los bondis necesarios, compraba la
popular evitando a los morochos que te pedían "un peso pa' la
hinchada", "pa' los trapos", y entraba, siempre al mismo lugar:
el para-avalanchas de la derecha en la popu local. En esa época el escudito
quedaba ahí salvo en dos ocasiones previamente estipuladas. Justo antes de que
empezaran ambos tiempos lo ponía entre mis dos manos, subía las dos manos hasta
cubrirme parte de la nariz, la boca y la pera. Entonces le daba un beso al
escudo y susurraba "vamos Rojo". Después de eso, el escudito volvía
al bolsillo, y cuando llegaba de vuelta a casa lo ponía en el mismo
lugar: en el mueblecito blanco del baño, en el estante de más arriba y bien al
fondo, para lo que tenía que llevar un banquito desde mi cuarto.
Antes
de irme de la casa de los viejos ya había dejado de ir regularmente a la
cancha. Durante muchos años fui poco y sin el escudo. Ahora que lo pienso, no
sé dónde estuvo ese escudo durante mucho tiempo. Hace un par de años apareció y lo dejé en un cajón de mi escritorio. Mi escritorio, que
da una ventana que mira a la pileta, en la casa que tenemos en Adrogué, en el
antiguo barrio de mi mujer, lejos de mis orígenes, es un mueble grande y pesado
de madera oscura. Tiene una cajonera a la izquierda y una a la derecha. Un día
apareció en el cajón de abajo a la izquierda, el que menos abro, el que tiene
fotos viejas, las revistas amateurs que hacíamos del campeonato de fútbol
interno en el secundario, cables de equipos de música que ya no existen y cosas
así. Un día, todo boludo porque cumplía 20 años de egresado, me
puse a buscar la foto de mi noviecita del secundario, que estaba seguro que
estaría ahí en ese cajón. La foto no apareció, pero sí el escudo.
Estaba
a punto de empezar el campeonato Inicial 2012. Mi Excel, que llevaba en ese
mismo escritorio donde apareció el escudo, mostraba que el año futbolístico que
comenzaba sería terrible. River acababa de volver a la A, pero se había ido. Ya
no era imposible suponer que un grande se iría. Nos podíamos ir. Un día, en el
baño, mientras nos lavábamos los dientes, y por millonésima vez mi mujer me
puteaba por meter el cepillo de dientes debajo del agua mientras ella todavía
no había terminado, le dije que la necesitaba más que nunca. "Se viene un
año difícil", le dije. "¿Por qué decís? ¿Se viene una crisis
económica, quilombo político?" "No, no, el Rojo. Nos podemos ir a la
B y necesito que me acompañes." Se me cagó de la risa.
Al día
siguiente busqué un video en You Tube y le llevé la laptop al cuarto.
"Mirá", le dije. "¿Qué es esto? ¿Me traés porno de vuelta? Ya te
dije que no me interesa..." "No, boluda, mirá, vos mirá." Fue
mirando y se cagaba de la risa. Era el Tano Pasman, el hincha de River que
puteaba como loco, filmado por sus hijos, mirando la hecatombe de su equipo. La
mina se cagaba de la risa. "¿Qué es esto? ¿Quién es ese pibe?" "Ese
tipo puedo ser yo", le dije, y dejó de reírse. "Necesito que estés
atenta y que me acompañes, ¿OK?" Ahí entendió.
Está
siendo un año muy complicado y ella ya no me acompaña. El segundo partido del
año, el segundo partido de ese Campeonato Inicial 2012, escuché que mi hija le
decía a mi mujer: "mami, papá le está gritando a la tele de vuelta".
Ahí me di cuenta de que no podía seguir así. Llamé a mi amigo Alberto:
"Toto, ¿tenés lugar en el palco? Esto me está haciendo muy mal..."
"A mí ni me lo digas: mi médico me recetó Alplax; me tomo una pastilla
antes de cada partido." Empecé a ir con ellos todos los partidos de local,
y volvió el escudito.
Me
convertí en un enfermo. Me visto siempre igual y llevo el escudito, ahora en el
bolsillo izquierdo. Un día, de casualidad, me llevé a la cancha un muñequito de
juguete de mi hijo; hurgué en el bolsillo para buscar el escudo y apareció el
muñeco. Es un muñeco de plástico de una sola pieza, tiene un gorrito rojo y
blanco en la cabeza y en la mano un tenedor. Ese día le ganamos 2 a 0 Racing y
desde ese momento el muñeco va a la cancha todos los domingos junto con el
escudo. Y cuando llego a casa los guardo juntos. Lo más raro de todo es que
estoy viviendo en casa de mis viejos, porque me separé. Mi mujer no se bancó
más los viajes, no se bancó más que sólo le hablara de eso. Y yo no me banqué
más a mi mujer, que me rompía las bolas cada día de partido. Además, luchando
por el descenso todos los días todo el tiempo hay partido: San Martín de San
Juan, Quilmes, Rafaela, Argentinos, Unión, siempre hay un resultado que
importa. Así que empecé a dejar el escudito en el mismo lugar de antes: en el
mueble del baño, en el estante de más arriba, en el fondo, y ahí apareció la
foto de mi ex novia del secundario. La saqué, la miré, la tiré y dejé ese lugar
para el escudo y el muñequito.
Ahora
ya no tengo momentos preestablecidos para el escudito: ya no es más con los
pitazos iniciales. Lo saco cuando está por empezar el partido y lo tengo
conmigo hasta que termina. Lo tengo entre mis manos, y lo llevo a los labios y
le hablo durante todo el partido. "Vamos, Rojito, vamos", le digo,
"te llevamos en el corazón, te queremos ver campeón". Lo tengo un
poco como mi hija tenía su peluche cuando era chiquitita, para olerlo y
chuparse el dedo. No me chupo el dedo, no, pero sí lo huelo. Huele a cancha,
huele a mi niñez, huele a mi papá, huele a tabaco, a maní y a mostaza, huele a
esperanza y al temor de ya no ser de primera.
Yo no
creo que haya dejado de ser de primera. Es verdad que ya no trabajo, que casi
no veo a mis hijos y que vivo en lo de mis papás. Pero es transitorio. Voy a
volver, como volverá el Rojo si nos vamos. Mientras tanto, tengo el escudo
conmigo todo el tiempo. Sobre todo en la cancha. Lo huelo, lo llevo a mi cara,
acaricio su superficie con la uña de mi dedo gordo. Como tiene filas de tela,
mi uña hace ruidito, un ruidito que me acompaña todo el partido. Para arriba y
para abajo, pero no vamos a bajar, no, y si bajamos volveremos a subir, Rojo.
No lo
dejo más al escudito, ahora, ni siquiera en la semana. Lo tengo siempre en el
bolsillo, y lo llevo a la cama a la noche, lo pongo debajo de la almohada y
sueño y recuerdo. Me acuerdo de los pases del Bocha en los ochenta, entre
bosques de piernas pasaba una pelota en cámara lenta para dejar sólo a Percudani.
Me acuerdo del campeonato de 1989, con el Gallego Insúa y Alfaro Moreno, el
partido final en la cancha de Ferro. El campeonato de 1994, con Gustavito López
y el Palomo Usuariaga, y el de 2002, con el otro Insúa, el Pocho, y el Rolfi
Montenegro. Les hablo a todos ellos a la noche, y les digo que los extraño, que
lo quiero de vuelta en el Rojo, porque no podemos descender, no. Pero si me voy
para abajo, me voy con el escudito.