martes, 6 de abril de 2021

La fortaleza impregnable de la debilidad


Va a ser muy difícil transmitir lo que me produjo leer Un lugar guardado para algo, de Luciana Cáncer. Quizás tenga que hacer como hizo ella con su novela: simplemente escribir entradas muy cortas y esperar que al final se conecte todo. (Eso, por supuesto, no es cierto; esa es la impresión que le da al lector, que todo se conecta solo al final, pero no es aleatorio: es fruto del trabajo).

Leí por primera vez las primeras versiones de algunos de estos textos en un conventillo de la calle Talcahuano, en el taller de Santiago Llach cuando Santi era un secreto a voces y sus alumnos una banda de forajidos. Hoy, Santi es una realidad en el ambiente literario argentino, su taller es una empresa que multiplica el amor por los libros y las conexiones entre gente que ama a los libros; y sus alumnos son una legión de humanos que intentan poner en palabras todas sus dificultades para ser humanos. Muchos de ellos ya lo han hecho realidad con libros de carne y hueso. Como el de Esteban Serrano con la historia de su abuelo, como el de Nicolás Gadano con la de sus padresLuciana hace eso mismo en Un lugar guardado para algo: pone en palabras, en palabras hermosas, con su propia música y en su propio mundo centrado en Lobos, provincia de Buenos Aires, sus dificultades; una enfermedad porfiada, un padre ausente, una relación imposible con alguien tan signado por la enfermedad como ella. 

La enfermedad, la anorexia, cruza todo: “Todas las escenas de mi vida, las importantes y definitivas y también las otras, las mil escenas y microescenas cotidianas, están entretejidas con la enfermedad.” (p. 158) Rodrigo, ese amor imposible, adolescente, roto, está siempre ahí también, mezclado con la enfermedad. “A veces pienso que la anorexia y Rodrigo fueron los recipientes que me quedaron cómodos para desarrollar mi locura: dos contenedores virtuales en los que gotea, incesante, el cúmulo de mis obsesiones.” (p. 82)

Detrás de ambas cosas, uniéndolas en la causalidad quizás, está el padre que no está, el vacío, la falta, la fuente del vacío y de la falta. “Podría transcribir acá diez, cincuenta o cien fragmentos de escenas de hijas que no pudieron o no supieron entenderse con su padre, que fui recortando y pegando en las paredes de una habitación mental dedicada a mi condición de hija abandonada. La desesperación que produce la necesidad de cercanía, y la confirmación, una y otra vez, de la imposibilidad de alcanzarla, es un sentimiento que me destroza, un crac continuo, un goteo desgarrador.” (p. 146)

Y uniendo a todo esto pero hacia adelante, de manera superadora, sanadora casi - aunque la verdadera sanación parezca o sea no un lugar guardado sino un lugar al que no se puede llegar - está la escritura. “Fuiste mi proyecto de escritura, desde el principio. Quiero decirle esto a la enfermedad de mi mente que distorsiona mi cuerpo. Quiero decírselo a Rodrigo. A veces pienso que la enfermedad y él son la misma cosa. Dos puntos marcados en una misma línea continua. Un estado mental.” (p. 59) La escritura que revuelve las tripas, que parece destruir (“Mientras escribo siento que mi corazón se va quedando sin capas, lo deshojo, envoltorio tras envoltorio, desarmo la precaria y obstinada protección que construí para ocultarlo.” - p. 75) pero que arma; la escritura que construye, que hace algo fuerte de toda ese debilidad.

¿Cómo puede ser tan fuerte una voz tan frágil?, pensé en algún momento de la lectura, y recordaba a Luciana leer en voz baja, una voz que apenas se escuchaba en el templo de la calle Talcahuano. ¿Cómo puede una voz tan dulce contar tanto dolor, cómo puede tanto dolor tener una voz tan dulce? Un ángel lánguido, una voz única, que desde esa debilidad construye un libro poderoso y, quizás, pensamos, creemos, queremos quienes la queremos, una fortaleza inexpugnable desde donde hacer frente a las acechanzas del pasado.

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