Los Conjurados es
el primer libro que compré de Borges, en 1993 o 1994, y es el libro con el que
cierra el tercer tomo de las Obras Completas. Me pregunto si leeré el cuarto,
de prólogos y conferencias y no sé la respuesta aún.
En el prólogo,
Borges nos dice que “Sería muy raro que este libro, que abarca unas cuarenta
composiciones, no atesorara una sola línea secreta, digna de acompañarte hasta
el fin.” (p. 493) Y de hecho, desde el día que compré esa edición a hoy, hay
una línea de Los Conjurados que debe ser la que más veces he citado en mi vida;
es de “Otro fragmento apócrifo” y dice “Te incumben los deberes de todo hombre:
ser justo y ser feliz.” (p. 529) Es casi el lema que me gustaría sentir que
sigo en mi vida, como para grabar a fuego en un escudo de armas imaginario.
Esa composición
tiene otra línea que ahora rescato: “Nadie puede perdonar, ni siquiera el
señor. Si a un hombre lo juzgaran por sus actos, no hay quien no fuera
merecedor del infierno y del cielo.” (p. 528) Ahí hay, quizás, una diferencia
interesante entre los 19 y los 46: de joven uno cree que los otros pueden hacer
cosas imperdonables, a los 46 uno siente que uno mismo puede haberlas hecho. En
“Cristo en la cruz”, Borges lo dice de otra manera: Cristo “Nos ha dejado
espléndidas metáforas / y una doctrina del perdón que puede / anular el
pasado.” (p. 495) Allí leo a Arendt.
Una línea menos
profunda pero interesante es la que equipara al eco y al espejo; es en “Alguien
sueña” y dice “esos dos curiosos hermanos, el eco y el espejo”. (p 510) No son
gemelos idénticos, claro: hermanos.
Solo es nuestro lo
que perdimos me parece otra línea memorable. “Sé que he perdido el amarillo y
el negro y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que lo ven.
(...) sólo es nuestro lo que perdimos”. (“Posesión del ayer”, p. 521) Las cosas
que perdimos, la gente que ya no está con nosotros, lo que dejamos de ser; eso
hace nuestra historia quizás más que lo que queda con nosotros.
Y después está “Todos los ayeres, un sueño”, donde Borges usa su propia trayectoria para
decir, una vez más, lo que siempre dijo, que las palabras y las ideas vienen
antes (p. 533). Vuelve a Juan Muraña (nombre que figura en por lo menos otros
tres libros: La cifra, La moneda de hierro y El informe de Brodie) para
demostrar lo poco que le costó “erigir una mitología”. Lo hizo con “Naderías.”
Así, “El pasado es arcilla que el presente / labra a su antojo.
Interminablemente” Leo de nuevo, y no es solo lo ideal sobre lo real; es la
literatura sobre cualquier otra cosa: “La sabia historia / de las aulas no es
menos ilusoria / que esa mitología de la nada.” Ex nihilo.
Borges termina su trayectoria diciendo eso. Diciendo: ven, muchachos, los libros son lo único que importa. Y no puede extrañar, entonces, que lo que hermana a dos tan iguales y tan distintos (¿como el eco y el espejo?) en “unas islas demasiado famosas”, sea la literatura, el lenguaje. Siempre amé “Juan López y John Ward”; lo leo cada aniversario de Malvinas, pienso en mi amigo Huguito. Es verdad que es muy lejano de lo real (en vez de mierda y suciedad y hambre y frío y ruidos y miedo, para hablar de soldados habla de Chesterton, Cervantes y Conrad). Borges siempre va por ese lado, como en “Todos los ayeres”. Los libros son lo único que importa. El lenguaje es lo único que importa. Y es precisamente por eso que es incomprensible que Ward y López se conviertan en Caín y en Abel, que hagan lo imperdonable y se ganen el cielo y el infierno: es “un tiempo que no podemos entender”. (p. 540)
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