lunes, 25 de noviembre de 2024

Mujeres desesperadas

 


Leí La vida por delante, la colección de cuentos por la que Magalí Etchebarne ganó el Premio Ribera del Duero y que publicó Páginas de Espuma. No me gustó tanto. Tuve problemas con la puntuación, con los tiempos verbales, con el flow de la cosa. Fui a buscar el otro libro que leí de Etchebarne, Los mejores días, y no lo encontré. Muchas mudanzas. Pero leí el apunte de lectura que hice para el blog y no parecía molestarme la puntuación, más bien lo contrario: “el libro es hermoso. Es como un poema de cien páginas en donde vemos pedazos de los corazones humeantes de estas chicas, fragmentos de situaciones de relaciones fragmentadas astilladas desgarradas y todo de una manera hermosa, con metáforas únicas, con una música arrulladora y donde nada se resuelve del todo, y así parece una manera distinta de entender la vida”. 

La vida por delante, como decía, me gustó menos, no me llevó, no escuché está la música de Los mejores días, la poesía de esa oda a la avenida Pavón. Mi sensación, incomprobable, es que Etchebarne españolizó estos cuentos para el premio o que la editorial española se lo editó españolizando un toque y que en el trayecto perdió la poesía que me gustó de Los mejores días. Entonces queda más del contenido, que no cambió demasiado: son básicamente cuentos sobre mujeres que sufren. En “Piedras que usan las mujeres” una mujer cuenta la historia de su madre como una más de las que fueron dejadas por sus maridos por mujeres más jóvenes, su cáncer posterior y hacia el final la demencia. Su madre y sus amigas, las ex de los amigos del marido, son parte de una tribu que sufrió y odia: “Habían parido, habían enterrado a sus padres y habían hecho la comida todos los días dos veces por día, habían criado y no habían dormido, habían perdido turnos y dinero, rechazado viajes y ascensos, después habían visto a sus hijos alejarse para hacer sus propias vidas. Y hasta habían puesto el lavarropas para que sus maridos se llevaran la ropa limpia cuando se divorciaban. Solo quería volver a casa al final de esas noches en el club, acostarse, encender el televisor y odiar.” (p. 15)

“Un amor como el nuestro” relata la amistad de una joven argentina, correctora de una editorial, y una escritora americana. Ellas tienen una relación epistolar de años y luego viajan a Iguazú y hay un suicidio que se intuye que se trata de otro huésped del hotel con el que ellas interactúan. El amor de estas mujeres parece el más sano del libro, pero también hay limitaciones, hay mucho que la correctora no cuenta. En “Temporada de cenizas”, dos hermanas (en rigor, medias hermanas) van a la costa a tirar al mar las cenizas de la madre de la mayor de ellas. Allí conocen a dos chicos y la narradora se acuesta con uno, bastante más joven (“Pienso que quizás una vez me senté en un restaurante siendo adolescente y él era el bebé de la otra mesa.” p. 83). Cuenta la muerte de la madre y la relación entre ellas dos, la segunda pareja del padre y la media hermana: “con los años papá dejó de prestarles atención también a ellas y entre todas hicimos nuestra propia familia, una trenza de mujeres emparentadas por un hombre” (p. 72). En “Casi siempre desesperados” una pareja que no funciona va un fin de semana a la costa y sigue sin funcionar. Él es un obsesivo compulsivo sin ningún tipo de empatía; en un flashback nos cuentan que ella ya lo dejó y volvió, e intuímos que la chica va a seguir atrapada allí toda su vida.

En mi apunte de Los mejores días yo objetaba que en la contratapa se decía que eran historias de “mujeres sabias”. Aquellas mujeres, como las de La vida por delante, no me parecen sabias. Los hombres son peores, claro. Abandonan, dan por sentadas a las mujeres, no cuidan. Me acordé del título de un cuento de Flannery O’Connor, “A good man is hard to find”, y lo releí. (De Flannery leímos los cuentos completos). Ese cuento no tiene nada que ver con estos, son tipos malos de verdad. Pero el punto es que a las mujeres de los cuentos de Etchebarne les sigue pareciendo imposible encontrar un hombre bueno. Uno no puede dejar de desearles que los encuentren o, al menos, que dejen de buscarlos.

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